Acostado en la cama que compartía con su mujer desde hacía más de una década, el hombre miraba a través del cristal de la ventana del dormitorio, las estrellas que formaban la cúpula celestial pensando en la miríada de realidades alternas que ofrece el universo. El ladrido de su cachorro lo sacó de sus pensamientos. Con tan solo tres meses, dormía a los pies de la cama. Se levantó para ver si estaba bien, el perrito seguía durmiendo, había tenido una pesadilla. Volvió a la cama. Se acurró junto a su esposa, cerró los ojos y esperó que el sueño lo envolviera. Pronto su cerebro comenzó a divagar en la oscuridad de su mente, mostrándole destellos de cosas vividas recientemente, como la compra de un cinturón negro para el pantalón del traje gris que se iba a poner para la boda de su cuñada el próximo fin de semana. La imagen de una jarra de cerveza muy fría en el chiringuito de la playa con unos amigos. Y la de aquel compresor que le había prestado el vecino, para inflar los neumáticos de su coche. Destellos y más destellos de recuerdos inundaban su mente. Al fin cesaron y pudo descansar hasta que el despertador lo trajo de vuelta del mundo de los sueños, a las siete de la mañana. Aquel día tenía que realizar unas entrevistas a posibles candidatos para un puesto de contable en la empresa. El primero en presentarse fue un tipo con pinta de intelectual que parecía un adolescente a pesar de tener los 30 años cumplidos. Su voz era pausada y lenta. Le recordó a un caracol.
Regresó a su casa al
atardecer cansado y hambriento. Tras la cena pusieron una película. Su mujer
escogió una ambientada en la época medieval,
“El último caballero” se titulaba. A pesar de que estaba bastante
entretenida tenía que hacer unos esfuerzos sobrehumanos para no quedarse
dormido. Su mujer se había enfadado con él, al ver las cabezadas que daba en el
sofá cuando estaban viendo la película, le culpaba de que cuando ella elegía
algo que le gustaba él se dormía y ella tenía que mantenerse despierta cuando
ponía sus malditas pelis de extraterrestres. ¡Qué pesadilla de mujer! Así que
esa noche, ella, puso una gran almohada haciendo un entreliño en la cama. Cuando el sueño había invadido todo su cuerpo
el perro empezó a ladrar igual que la noche anterior pero esta vez con más
insistencia. Abrió los ojos, intentó levantarse para ver qué le pasaba al
cachorro cuando notó que las sábanas se elevaban a la altura de sus pies. Pensó
que sería su mujer queriendo hacer las paces, pero había algo extraño en
aquello que no le encajaba, le estaba chupando los pies. Nunca se los había
chupado con anterioridad, ni tenía conocimiento alguno de que le gustara hacer
esas cosas. Levantó las mantas de golpe y su sorpresa fue mayúscula cuando
comprobó que allí no había nadie. Sin embargo, notaba cierta humedad en sus
dedos. Fue al baño y se los lavó con verdadero asco. Volvió a la cama, su mujer
no se había movido ni un centímetro de su lado de la cama, es más, estaba
profundamente dormida. Tardó en volver a quedarse dormido, pero al final lo
consiguió. Al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo, primero el ladrido del
cacharro como un previo aviso y luego el lametazo, esta vez notó una lengua áspera
y húmeda sobre ellos. Volvió a levantar las mantas. No había nada. Los lavó y
volvió a acostarse. Su mujer ni se había inmutado. Seguía dormida en la misma
posición en la que se había acostado. Se había llevado consigo el atizador de
la chimenea. Esta vez si volvía a suceder estaría prevenido. Pero esa noche no
volvió a ocurrir. Pero sí al día siguiente. La misma rutina. Entonces atizador
en mano lo descargó con todas sus fuerzas sobre aquel ser o lo que fuera que le
estaba chupando los pies. Las sábanas se tiñeron de rojo, bajo sus
desconcierto y terror. Las levantó y vio a su mujer con una gran brecha en la
cabeza, de la cual, no paraba de manar sangre. La había matado.