lunes, 23 de agosto de 2021

MONEDA DE CAMBIO

 

Al pasar el puente encontraría el único local de comidas que había en el pueblo, según las indicaciones de un amable anciano al que le había preguntado. Era la primera vez que paraba en ese lugar, siempre lo pasaba de largo, prefería seguir hasta la ciudad y quedarse allí donde estaban todos sus clientes. Pero esa noche estaba demasiado cansado para seguir conduciendo. Así que, decidió comer algo e irse a dormir temprano. Aparcó delante del establecimiento y entró. Estaba casi vacío. Contó tres mesas ocupadas. En una había una pareja joven comiendo sendas hamburguesas, en otra un hombre con una cerveza y en la tercera dos mujeres, por la edad parecían madre e hija, seguramente de paso como él.  Se sentó ante una mesa y pidió un bocadillo a la amable camarera que le atendió. La campanilla que había sobre la puerta sonó indicando la entrada de un cliente. Nadie levantó la mirada de la mesa, sólo él. De pie ante la puerta había un hombre. Llevaba un traje gris, camisa blanca, corbata roja y portaba un maletín de cuero negro en su mano derecha. Miró a su alrededor y sus ojos se posaron en él. Se acercó a su mesa con paso lento y acompasado, esbozando una sonrisa cordial y amable.  El hombre sentado lo miró con verdadero desconcierto y cierto temor. Aquel hombre era exactamente igual que él. Sin preguntarle, se sentó en la silla vacía que tenía enfrente. Dejó el maletín en el suelo y cogió la carta de comidas que descansaba sobre la mesa.

-Deja que adivine –le dijo- Has pedido un bocadillo de jamón. ¿Me equivoco Lucas?

El hombre no contestó. No podía hacerlo. Se había quedado paralizado. Conocía su nombre.

-Lo sabía, y sabes ¿por qué? Porque soy tú. Soy tu otro yo. El lado oscuro de tu alma.

La camarera se acercó a la mesa con el pedido. Le dejó el plato en la mesa, le sonrió coquetamente y se fue sin preguntarle a su “invitado” si quería algo. Aquello era muy extraño.

Aquel hombre pareció leerle el pensamiento.

-No me ha preguntado si quiero algo, porque no me ve. No estoy aquí para nadie de este local, nadie me puedo ver salvo tú.

Aquello lo puso más nervioso todavía. Arrastró la silla hacia atrás para levantarse y largarse de allí. No le gustaba aquello. Pero el hombre fue más rápido que él y lo agarró de una mano.

-Yo no lo haría amigo, créeme, no lo haría –le dijo mientras su semblante se transformó completamente. La amable sonrisa de hacía unos segundos dio paso a una siniestra, malvada que le heló la sangre.

- ¿Qué quieres de mí? –le preguntó en un hilo de voz.

Aquel hombre soltó una sonora carcajada como si aquella pregunta fuera lo más divertido que hubiera escuchado jamás.

-Te he estado vigilando los últimos meses, Lucas. Sé todo de ti. Incluso lo que quieres ocultar al resto del mundo. Tus miedos, tus fracasos, tus iras, tus ganas de triunfar, tus mentiras, tus secretos más oscuros. Has sido infiel a tu mujer. No fuiste al último partido de tu hijo porque estabas con tu amante. Has adulterado la bebida de tu compañero para arrebatarle el proyecto y que te dieran a ti el ascenso. Y tu deseo más grande es llegar a ser el dueño de la compañía. Pero arrastras un gran peso que no te deja triunfar. A veces, cada vez con más frecuencia, te gustaría no tener una familia, ser libre.

Lucas palideció ante lo que aquel hombre le decía. Todo era verdad, hasta la última palabra.

Se levantó bruscamente de la silla dispuesto a terminar con toda aquella pantomima. La gente del restaurante lo estaba observando. En sus miradas vio miedo, repulsión y un atisbo de pena. Lo consideraban un perturbado. La camarera se acercó a él preguntándole si estaba bien. Le dijo que sí. Dejó el dinero sobre la mesa junto con una generosa propina y salió a la calle en dirección al coche. Hurgó en los bolsillos del pantalón en busca de las llaves.

- ¿Buscas esto? –le preguntó el hombre que había dejado sentado en su mesa y que ahora misteriosamente, estaba apoyado en su coche, mostrándoles las llaves.

- ¡Sube! –le ordenó- conduzco yo.

Estuvieron en silencio durante casi diez minutos mientras el desconocido conducía hacia algún lugar desconocido para él.

Era noche cerrada, sin luna, cuando el coche se paró en medio de la nada. O eso creía Lucas. Pero los faros del coche le indicaron otra cosa. Estaban en medio de las vías del tren.

-Te propongo una cosa. Un pacto digamos. El tren pasará en menos de cinco minutos. Tendrás una muerte terrible o….

Lucas, presa del pánico, intentó abrir la puerta del coche sin éxito. Aquel hombre había puesto los seguros.

-….. tendrás una vida cargada de éxito, fama y dinero. Depende de ti.

- ¡¿Cuál es el trato?! –le gritó fuera de sí.

-Veo que nos vamos entendiendo –le dijo mientras le sonreía irónicamente- Quiero a tu mujer y a tu hijo. Tú me los entregarás como moneda de cambio. Al fin y al cabo, te estoy haciendo un favor. Son tus lacras. Libérate de ellos para ser libre.

Lucas lo miró con verdadero terror. Sabía que no se había portado bien con ellos, pero los quería, aunque no se lo demostrara muy a menudo. Lo que le estaba pidiendo era una aberración.

-No lo pienses mucho, amigo, quedan dos minutos -lo apremió

El tren se escuchaba cada vez más cerca.

- ¡Decídete! –le gritó.

Las luces del tren iluminaron el interior del coche. Lucas cerró los ojos esperando la muerte, mientras su ultimo pensamiento fue hacia su mujer y su hijo. Entonces lo comprendió todo. Ellos ya estaban muertos. Él los había matado. Y aquello era un suicidio, fruto del remordimiento por arrebatarles la vida.

El coche quedó aplastado. Su cuerpo voló por unos minutos por el aire, como si fuera una pluma.

 

 

 

 

 

 

sábado, 21 de agosto de 2021

ALUCINACIONES

 

Todo comenzó una mañana de sábado, cuando al echar mano del frasco que contenía las pastillas que tomaba para las fuertes migrañas que padecía, éste estaba vacío. Se había olvidado de comprarlas y el dolor estaba empezando a expandirse por su cabeza envolviéndola en una densa niebla gris. Hacía días que no las tomaba, la sola idea de salir a la calle la aterraba, pero aquel día en concreto necesitaba una con urgencia, temía que la cabeza le explotara en cualquier momento.

Decidió prepararse un café bien cargado.

A la cafetera le habían salido un par de ojos y la estaban mirando fijamente. Estupefacta y retrocediendo unos pasos muy asustada pudo ver también una boca en ella que le sonreía mientras le decía con sarcasmo:

-Querida, no creo que sea una buena idea que te tomes una taza de café sin haberte tomado tus pastillas. ¿No crees?

Caminó de espaldas sin perder de vista a aquella cafetera maldita, temiendo que bajara de la encimera y la persiguiera. Escuchó un quejito a sus espaldas. Había chocado contra la puerta de la cocina.

- ¡A ver si miras por donde vas! ¡Me has hecho daño! –le regañó ésta.

La mujer se agarró la cabeza con ambas manos. El dolor que sufría era cada vez más intenso e insoportable. Le habían dado episodios fuertes, pero como aquel no recordaba haberlos tenido nunca. Definitivamente estaba perdiendo la cordura.

Salió de allí corriendo como alma que lleva el diablo y se encerró en el cuarto de baño. Se apoyó contra la puerta, cerró los ojos y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo. Tenía que tranquilizarse. Respiró hondo y comenzó a contar en voz alta. Cuando en su cuenta llegara al número veinte abriría los ojos y estaba casi segura que se despertaría en su cama y todo aquello sería parte de una mala pesadilla.  

Al llegar al número 20 abrió los ojos. Muy a su pesar no estaba en su cama. Miró a su alrededor. No cabía duda que estaba en el baño, pero era enorme, como hecho a la medida de un gigante y ella tenía el tamaño de una hormiga. No sabía lo que le estaba pasando, pero todo aquello era de locos. La ventana estaba abierta, pero el problema era cómo llegar hasta allí y pedir ayuda. Tenía que intentarlo. No podía quedarse sentada allí para siempre. En un lateral de la bañera una araña había tejido una tela. Hizo una nota mental en su cabeza de limpiar mejor aquel sitio. Pero su pésima limpieza le podía salvar la vida en esos momentos. Empezó a trepar por ella esperando que su dueña estuviera ausente durante un buen rato. Encontró moscas muertas a su paso. Por fin llegó hasta la parte superior de la bañera. Ahora sólo tenía que escalar la cortina y llegaría hasta la ventana. Empezó a subir por ella, pero una minúscula gota de agua la hizo resbalar, perdiendo el equilibrio y cayéndose de bruces sobre las frías baldosas del suelo. Perdió el conocimiento.

Se despertó con el cuerpo dolorido. Se enderezó no sin cierto esfuerzo y miró a su alrededor. El baño volvía a tener el tamaño que le correspondía. Se levantó del suelo lentamente como si llevara el peso del mundo sobre su espalda y con pasos lentos e inseguros agarrándose a las paredes llegó hasta su habitación. Se sentó en la cama. Tenía que llamar a alguien que la ayudara. Miró a su alrededor en busca de su móvil. Lo localizó en la mesilla de noche al lado de la cama. Se dispuso a bajarse de la cama cuando se dio cuenta de que todo a su alrededor se hacía muy pequeño a pasos agigantados y ella estaba adquiriendo un tamaño desmesurado. Sus piernas y brazos habían crecido tanto que no cabía en la habitación y tenía que permanecer encogida. Se puso a llorar de rabia, impotencia, dolor y miedo. Las lágrimas corrían por sus mejillas como cataratas y era consciente que si no paraba de llorar inundaría la habitación en cuestión de minutos. El cansancio pudo con ella y se quedó dormida. Cuando despertó la luz del sol había desaparecido y las sombras se habían adueñado de su habitación. Volvía a tener su tamaño normal. Hizo la llamada que no había podido hacer hasta entonces. En menos de quince minutos el médico estaba llamando a su puerta. Traía consigo las pastillas de la migraña y un fuerte sedante para tranquilizarla. Ella le preguntó qué le había pasado. Su respuesta la dejó pasmada, sin palabras.

-Has sufrido un episodio de lo que llamamos síndrome de “Alicia en el país de las maravillas” causado por las migrañas que padeces y por no tomar la medicación correspondiente.

 

viernes, 20 de agosto de 2021

ENCERRADO

 

Hacía una tarde muy agradable. Decidió regresar a casa caminando. Pasó de largo la parada del bus y se dispuso a disfrutar del paseo. El día en el trabajo había sido agotador. Las llamadas telefónicas se fueron incrementando a lo largo del día. La buena noticia era que era viernes y no tendría que ir el fin de semana.

Estaba cayendo la tarde y las sombras adquirían cada vez más terreno. Decidió ir por el parque. Le apetecía respirar un poco de aire puro y alejarse del mundanal ruido de la cuidad, aunque sólo fueran unos minutos. A su paso iba encontrando madres que llamaban a sus hijos para regresar a casa, personas haciendo deporte y algún que otro perro paseando a su dueño. Pero eso no era todo.

Empezó a escuchar pasos detrás de él. En un principio no le dio importancia, pero después de casi media hora caminando, los seguía escuchando. Parecía que alguien lo estuviera siguiendo. Lo peor de aquello era que por muchas veces se girara para ver de quién se trataba, nunca veía a nadie.

Su paseo se convirtió en una carrera hasta llegar a su apartamento. Le temblaban las manos cuando introdujo la llave en la cerradura. Por fin pudo abrir la puerta y entrar. Para disipar el mal trago que había pasado encendió la televisión. Se calmó un poco. En las noticias hablaban de los hombres y mujeres que formaban el nuevo gabinete que dirigiría el país en los próximos años.

Una foto de sus hijas, pala en mano, cavando un hoyo en la tierra para plantar un árbol, descansaba sobre la estantería que había sobre el televisor. Había sido tomada en un campamento de verano dos años atrás. El mismo año en que su madre y su hermanita de apenas tres años, habían muerto en un accidente de coche cuando las iban a buscar. Ese día su esposa y él iban discutiendo acaloradamente. Él había bebido más de la cuenta. El coche salió de la carretera. Dio varias vueltas de campana. Ellas habían muerto en el acto. Él se había roto una pierna y un par de costillas.

Fue hasta la cocina a recoger los platos y los cubiertos que había dejado a secar por la mañana. Por la ventana pudo ver las orquídeas que la vecina tenía en la terraza y que cuidaba con verdadera pasión.     

Se dispuso a preparar la cena. Esa noche no le apetecía estar solo. Era el aniversario de la muerte de su mujer y su hija.  Había invitado a unos amigos y a la hermana de uno de ellos, una chica muy guapa, pelirroja, de la que estaba enamorado desde que eran pequeños y todavía iban a la escuela. Ella se había divorciado y parecía que se tenía cierto interés en él. Creía que era hora de volver a rehacer su vida.

Fue hasta su habitación para cambiarse los pantalones.

Fue hasta el salón y abrió la ventana para ventilarlo. El apartamento estaba bastante caldeado por las altas temperaturas registradas a lo largo del día. Intentó asomarse, digo intentó, porque no lo logró. Cuando asomó la cabeza se dio un fuerte golpe contra algo sólido que estaba allí y no podía ver.  Estiró la mano, despacio, con recelo. Se topó con una pared transparente, rígida. Podía ver la calle.

Hizo lo mismo en la ventana de la cocina con el mismo resultado. Sus manos se topaban con una barrera que no podía ver, pero que estaba allí. Se puso muy nervioso y decidió llamar a la policía. Se tocó los bolsillos del pantalón en busca de su móvil. No lo encontró. Se acordó que se había cambiado de ropa y que seguramente siguiera en los otros pantalones.

Se dispuso a salir de la cocina. De reojo, vio una sombra corriendo por el pasillo. Se quedó inmóvil. Su cerebro le indicaba que aquella figura era de un tamaño más bien pequeño, como si se tratara de una niña. Se asomó a la puerta de la cocina, algo nervioso, para ver de quién se trataba. No vio a nadie. Hay que indicar que el hombre vivía solo y que sus hijas estaban pasando el verano en casa de los abuelos. Escuchó una risa infantil procedente de su habitación.  

Dirigió sus pasos hacia allí. El sonido del timbre de la puerta le hizo dar un brinco y su corazón comenzó a latir con tal fuerza que le lastimaba el pecho.

Miró por la mirilla para saber quién llamaba. Eran sus amigos. Se había olvidado por completo de ellos. Abrió la puerta y se hizo a un lado para que entraran. Pero al igual que en la ventana, en la puerta también había una barrera invisible que no les permitía pasar. Entonces la vio.

Una niña de unos tres años, muy pálida. Sus ojos aparecían apagados, sin vida. Llevaba puesto un vestido y el pelo recogido en un par de coletas con sendos lazos rojos del mismo color que el vestido. Lo peor de todo es que él conocía a aquella pequeña. Era su hija fallecida.

Les hizo señas a sus amigos para que miraran detrás de ellos. Se giraron casi al unísono. La vieron. La niña comenzó a caminar hacia la puerta. Los tres hombres y la mujer abrieron un pasillo dejándola pasar. Ninguno articuló palabra. Parecían hipnotizados. La niña se situó frente a aquel muro invisible. Dio un paso al frente y lo traspasó desapareciendo por un instante, para reaparecer al otro lado con otra apariencia.

La niña se había convertido en un ser terrorífico. El hombre al ver aquello comenzó a gritar presa del pánico. El ser le dio un jetazo con tal fuerza que lo lanzó contra la pared. Cayó al suelo inconsciente.

El monstruo giró la cabeza posando su mirada malvada y cargada de odio en los amigos que estaban al otro lado de la puerta y que estaban gritando aterrorizados ante lo que estaban viendo. Con una sonrisa siniestra, mostrando un par de filas de dientes afilados como cuchillas, cerró la puerta tras de sí.

 

 

 

 

 

 

domingo, 15 de agosto de 2021

EL LAGO

 

Desde la ventana de la cabaña podía ver el lago y la lancha que descansaba en la orilla. Su abuelo, había vivido allí toda su vida hasta hacía menos de un mes. Había sido un referente para él, la persona que más admiraba y con la que se identificaba plenamente. Sus padres, una pareja de cuidad, no podían comprender que su hijo quisiera vivir en aquella casa en medio de la nada con una persona que, según ellos, no tenía nada que aportarle. Pero qué equivocados estaban, pensaba, aquel hombre tenía mucho que aportarle, mucho que enseñarle y sobre todo mucho que ofrecerle. Durante su infancia pasaba los veranos con el abuelo, a medida que fue creciendo la idea de quedarse allí a vivir se iba haciendo más sólida en su cabeza. Había un instituto en el pueblo y el abuelo lo podría llevar en su vieja camioneta. Sus padres se negaron rotundamente ante tal idea y lo arrastraron al coche sin miramientos, mientras él pataleaba y les gritaba que no quería irse con ellos. Ese fue el comienzo de su nueva vida. En aquel momento el muchacho se dio cuenta de la grande y maravilloso que era su abuelo, un verdadero héroe para él y lo admiró más que nunca.

Impasible, con una frialdad que sólo alguien acostumbrado a ello puede tener, cortó el cuello a sus padres, los metió en el coche y lo arrastró hacia el lago. Ambos, abuelo y nieto, se quedaron un buen rato allí plantados, viendo cómo se hundía en las aguas del lago hasta desaparecer. Ahí comenzó su camino hacia el reconocimiento mundial de la mano de uno de los más grandes y temidos asesino serial.

Recuerda un sábado como un día fatídico para ellos dos. Hacía semanas que no llovía, el suelo se estaba secando a pasos agigantados. Pero aquella mañana cuando se levantaron vieron con verdadera sorpresa, que el lago se había secado completamente. Aquel sábado de sequía, coches y cuerpos habían quedado a la vista de todos. Pronto apareció la policía y las cámaras de televisión para informar en el lugar de los hechos, del macabro hallazgo.

Estuvieron días sacando cuerpos y llevándolos en furgonetas negras con los cristales tintados, a algún lugar para su posible identificación.  El abuelo y el nieto no perdieron la calma en ningún momento. Aquella no era la única cabaña que había junto al lago y no tenían ningún motivo para desconfiar de ellos. Eran meticulosos en sus trabajos. De hecho, no lo hicieron. Ninguna sospecha recayó sobre ellos. Hablaban, en los medios de comunicación, sobre la existencia de un asesino en serie que tiraba los cuerpos al lago para deshacerse de ellos, desde hacía muchos años, en vista de los números esqueletos que habían encontrado. Un asesino que llevaban mucho tiempo buscando y que más temprano que tarde darían con él. Estaban plenamente convencidos de ello.

El abuelo era un hombre respetado y querido en el pueblo, un gran pescador, honrado y siempre dispuesto a ayudar a quienes lo necesitaran. Había estado en el ejército durante muchos años. Cuando regresó a casa lo hizo con una cojera y tres dedos menos en su mano izquierda.

El chaval, un estudiante del último año de instituto era considerado por sus profesores como un estudiante modelo, muy trabajador y estudioso y que nunca se metía en problemas.

Pero lo acontecido aquel día, afectó bastante al abuelo, su corazón débil y enfermo no lo soportó. Murió una semana después mientras dormía, a causa de un infarto.

El muchacho no querría arriesgase. Su mente fría y calculadora elaboró un plan. Se habían librado, pero no había que tentar a la suerte. Así que vendería la propiedad que había heredado y se largaría a otro lugar. Comenzaría una nueva vida lejos de allí, retomando el legado que le había dejado su abuelo.

 

viernes, 13 de agosto de 2021

COMA

 

Había nacido en Sudáfrica, concretamente en Ciudad del Cabo. Sus padres se habían asentado allí, pocos después de casarse, haciéndose cargo de un hotel a las afueras de la cuidad, rodeado de naturaleza y próximo a un parque natural.

Su infancia la pasó rodeado de animales. Sus favoritos eran los elefantes y como no podía ser de otra manera, su pasión por ellos y su trabajo se unieron, convirtiéndose en un prestigioso naire. Era un hombre sencillo que necesitaba pocas cosas materiales para ser feliz. Podía tener un coche de la marca “mercedes” de alta gama, pero en vez de ello viajaba en una destartalada camioneta que había heredado de su padre.

Una mañana cuando estaba en su casa a punto de levantarse, llamaron fuertemente a su puerta. En el umbral había una mujer, sonrojada y sofocada por la carrera que había realizado para avisarle que uno de los elefantes estaba enfermo. Rápidamente se subieron a la camioneta. Una música estridente salió de la radio. La apagó de inmediato. Se fijó en la mujer que estaba sentada a su lado. Era joven, unos veintitantos, alta, delgada, morena. Llevaba el pelo recogido en una coleta con forma de nenúfar. No la había visto nunca por allí, parecía una turista. El veterinario ya había llegado. El elefante enfermo era una cría de apenas dos meses. No presentaba buen aspecto, le costaba respirar. La mujer y él se acercaron. Estaban tan absortos mirando a la cría que no la vieron venir. La madre, tal vez pensando que les estaba haciendo algo a su bebé, les propinó un golpe con la trompa. El peor parado fue él.

Se despertó, se desperezó y se levantó de la cama. Abrió la ventana dejando que los rayos de sol de la mañana entraran en la habitación. Se giró para ir hasta la cocina cuando se dio cuenta de que algo no iba bien. No escuchaba ningún ruido. Vivía bastante aislado de la civilización, no escuchar ruidos de gente o de coches era lo normal, pero no escuchar el sonido de la naturaleza y la fauna que habita en ella, eso sí que no era nada habitual.

Se preparó un café bien cargado y salió al porche. Miró hacia el cielo completamente azul, no vio nubes y tampoco vio pájaros. A su alrededor reinaba un silencio sepulcral. Cogió la furgoneta y fue hasta el pueblo, puso la radio, pero parecía no funcionar, aunque cambiara de emisora no emitía sonido alguno. La aparcó delante de la única tienda de comestibles que había. La puerta estaba abierta. Entró. Llamó a gritos al dependiente. Nadie respondió.

La calle estaba vacía, ni siquiera se veía un coche aparcado en las inmediaciones. Fue hasta el hotel. No había nadie tras el mostrador de recepción. Lo que si estaba era la vieja máscara que una vez le había dado, cuando era pequeño, un chamán amigo de sus padres poco antes de morir. Cuando la veía se acordaba de sus progenitores, provocándole una agradable sensación de paz y sosiego. Pero aquel día al contemplarla, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Salió a la calle. El aparcamiento estaba vacío. Sino recordaba mal, habían tenido que poner el cartel de completo y la zona de aparcamiento la recordaba llena. Se estaba poniendo nervioso. No comprendía qué estaba pasando. Recorrió el hotel de arriba abajo, tuvo que ir por las escaleras porque el ascensor no funcionaba. No había electricidad.  El hotel estaba completamente vacío.

Cansado, desconcertado y algo asustado se sentó en las escaleras de acceso a la entrada principal. Miró a su alrededor. Y lo mismo que había pasado en su casa, el silencio era total y absoluto, tanto que lo estaba volviendo loco. Se agarró la cabeza con ambas manos y gritó y gritó hasta quedarse afónico. Por el rabillo del ojo vio pasar una sombra como una exhalación, muy cerca de donde estaba. Levantó la cabeza y miró en esa dirección. Vio a una mujer. Era la misma que había ido a su casa. Parecía asustada. Tenía los ojos vidriosos como si hubiera estado llorando y miraba en todas direcciones con verdadero terror. Deambulaba de un lado para otro sin rumbo fijo. Se acercó a ella despacio para no asustarla y le tocó el hombro con la mano. Se llevó una sorpresa enorme al comprobar que su mano la había atravesado como si fuera humo. La mujer ni se inmutó y siguió caminando de un lado. No podía verlo. Ahora sí que estaba realmente asustado. ¿Qué estaba pasando? La joven siguió caminando y pronto la perdió de vista. No intentó seguirla. ¿Para qué? En cualquier momento se despertaría en su cama y se daría cuenta de que todo aquello había sido un sueño, uno terrible, pero un sueño, al fin y al cabo.

Pero no se despertó y los días fueron pasando. No sabía cuántos, pero podría jurar que semanas e incluso meses. Aquel silencio lo estaba volviendo loco. Y entonces un día, comenzó a hablar para sí mismo. A cantar. Luego a hablar solo y a cantar. La comida se estaba acabando. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar aquella pesadilla que estaba viviendo. Estaba completamente solo, sin personas, ni animales, ni pájaros. Sólo vegetación que día a día iba adquiriendo más y más terreno.

Una mañana se despertó con un fuerte dolor de cabeza. La frente le ardía. Tenía mucha fiebre. El cuerpo le picaba y cada vez que se rascaba levantaba una capa de piel con las uñas. En un par de horas el aspecto que presentaba era lamentable y bastante macabro. Apenas le quedaba unos centímetros de piel en el cuerpo. El dolor de cabeza se había incrementado por cien la ultima hora y su cuerpo ardía de calor. Echó a correr desesperado sin una dirección fija, sólo quería correr y dejar atrás aquel picor que lo estaba matando. En su alocada carrera tropezó con la rama de un árbol y cayó de bruces en el suelo. Estaba tan débil, tan cansado que supo al tratar de levantarse que ya no podría hacerlo. Rompió a llorar como un niño. Gritó pidiendo auxilio, aun sabiendo que sus súplicas no serían escuchadas. Entonces una sombra lo cubrió. Abrió los ojos. El viejo chamán lo observaba. Junto a él estaba la mujer. Lo miraba, parecía que ahora podía verlo.  Quiso hablar, pero su garganta no emitió sonido alguno. El anciano le habló en su lengua nativa, zulú, que él entendía muy bien. “Es hora de despertar” le dijo, mientas le tendía una mano. Él se la tomó. Ya no tenía miedo.

En una cama de hospital yacía un hombre en coma tras la agresión sufrida por un elefante. La mujer que estaba con él, salió mejor parada, un par de costillas rotas y diversas contusiones. Tras varios meses dormido, el hombre, por fin, se despertó. Cuando abrió los ojos lo primero que vio fue a la joven que se había quedado dormida en una silla que había colocado junto a la cama. A los pies ésta, estaba el viejo chamán, sonriéndole.

 

sábado, 7 de agosto de 2021

PUERTA AL INFIERNO

 

 Digamos que, si por algún hipotético motivo ocurriera alguna vez, tendríamos que estar preparados y no esperar a que suceda para tomar medidas. También es verdad que, si llegara a ocurrir por razones no humanas, mejor no imaginar la mente pensante, perversa y malvada capaz de dar forma a aquellas atrocidades. Vivimos en una era que en cuanto la luz del sol deja de iluminar nuestras vidas, encendemos lámparas, farolas y cualquier artilugio que nos dé luz, tal vez, porque inconscientemente o no nos aterra la oscuridad y las sombras que habitan en ellas. La raza humana somos una fauna muy peculiar. Juguetes de la vida y el sudoku de la muerte. Un hombre de letras, erudito donde los haya, escritor de fama mundial, conocedor de miles de historias insólitas que, siglo tras siglo han sucedido en nuestro mundo y siguen sucediendo.

Se despierta un día de lluvia, se asoma a la ventana y a partir de ahí su vida cambia para siempre. Como buen coleccionista de lo insólito, hace un repaso mental para encontrar acontecimientos acaecidos a lo largo de la historia similares a lo que está viendo tras el cristal mojado de su ventana, para darse cuenta con verdadero terror, que nunca hubo nada igual. Cogió su móvil para llamar a la policía. Como si de un trabalenguas se tratara lo que les tenía que contarles, sus palabras salían atropelladamente de su boca sin sentido alguno para el que estaba escuchando al otro lado de la línea. Un grito aterrador en la calle lo asustó de tal manera, que el móvil se le escurrió entre los dedos. Corrió hacia la ventana. Una madre lloraba desconsoladamente gritando el nombre de su hijita que había desaparecido en un charco de agua que había formado la lluvia en la calle. Él abrió la ventana y le gritó que se subiera a la acera. Pero la desesperación de la madre, junto con el ruido de la lluvia cayendo sobre el asfalto, impidieron que escuchara lo que gritaba el hombre. Había metido la mano en aquel charco, hasta la altura del codo para recuperar a su hija. Todavía podía escuchar sus gritos llamándola con verdadero pavor. Entonces una sombra se alzó de aquella hendidura en el suelo cubierta de agua, arrastró a la mujer con él, desapareciendo ambos de su vista. Alguna gente que andaba por allí se acercó para ayudarla. Él seguía gritando desde la ventana, advirtiéndoles que no lo hicieran, que se alejaran de cualquier charco que vieran lo más lejos posible. No era tan fácil evitarlos, los había por todas partes. Una joven lo escuchó y les gritó a los demás que se subieran a las aceras y evitaran los charcos de agua, de esa manera estarían a salvo. El hombre había visto como los coches desaparecían cuando sus ruedas rozaban el agua empozada. Aquellos charcos no eran iguales entre sí, presentaban distintos tamaños. Desde su ventana pudo comprobar, muy a su pesar, que podían moverse como si algo o alguien los impulsara a hacerlo o peor aún, como si tuvieran vida propia. En cuanto una persona o coche pisaba uno, éstos se encogían o agrandaban en función del tamaño. Luego eran agarrados y arrastrados hacia el fondo, desapareciendo. Sintonizó la radio en un canal local esperando que alguien arrojara luz sobre lo que estaba sucediendo y si era así, tomaran las medidas pertinentes para acabar con aquella pesadilla. Sólo sucedía en aquella calle de la ciudad. Hasta el momento nadie sabía con certeza lo que estaba pasando, todo eran especulaciones, nada concluyente. Fue a su despacho y sacó una carpeta negra de uno de los cajones de su escritorio, en ella guardaba fotografías antiguas de la cuidad. Al cerrarlo vio unas hojas asomando por una hendidura del cajón. Descubrió un doble fondo cuya existencia era desconocida para él hasta ese momento. Quitó la madera. Encontró otra carpeta del mismo color. La puso sobre la mesa y fue pasando las hojas. Encontró los planos de la ciudad de hacía más de trescientos años, cuando todavía no había edificios ni calles asfaltadas. Aquello era oro puro. Leyó aquellos documentos durante un buen rato. Debajo de esa parte de la ciudad hubo una mina de carbón. Había estado en funcionamiento muchas décadas. Se había levantado una ciudad para acoger a la gente que trabajaba en ella, llegando a ser muy rica y próspera y un lugar de gran renombre y punto de encuentro para la gente pudiente de la época. Pero algo pasó en aquella mina que de un día a otro se cerró. Los obreros empezaron a desparecer misteriosamente y la gente de la ciudad empezó a ponerse nerviosa. Para calmar los nervios se cerró, y construyeron una fábrica textil y una maderera. Indemnizaron a las familias de los desaparecidos y les dieron trabajo en las fábricas. Con el paso del tiempo todo aquello se olvidó. Pero hubo un hombre, el capataz de la mina, que había visto como uno de sus hombres desaparecía ante su vista, engullido por un charco que se había formado en el suelo a causa de las lluvias de los últimos días. No se cansaba de repetir que un ser monstruoso de grandes uñas y dientes afilados había emergido de aquel charco llevándoselo con él. Juró hasta el día de su muerte, que aquella mina era una puerta al infierno. Nunca había escuchado aquella historia. Siguió leyendo y descubrió recortes de periódicos fechados en años posteriores, donde se hablaba de desapariciones de gente en esa vía, coincidiendo siempre con alguna reforma en la misma o la construcción de algún edificio a pie de calle. Daba la casualidad que estaban haciendo unas obras en la pavimentación desde hacía varios días.

¿Habrían vuelto a abrir aquella puerta al infierno desatando la furia de los demonios?

 

viernes, 30 de julio de 2021

DELIRIOS

 

Miró con escepticismo a sus hermanos. Ni en un millón de años llegaría a imaginar que serían capaz de hacerle una cosa así y todo porque una vez, desesperada, los había llamado en plena noche para contarles “aquello”. Lo hizo porque estaba asustada, nada más, no para darles pies a esas ideas que se les había metido en la cabeza de que estaba loca.

- ¿En serio? ¿lo decís en serio? –les preguntó.

Sus ojos eran dos signos de interrogación. Sus hermanos bajaron las miradas. Tal vez avergonzados, tal vez apenados, o tal vez, ambas cosas.

- ¡Salid de mi casa! –les gritó. Mientras les abría la puerta de la calle invitándolos a salir.

Una rápida lectura a sus miradas le indicó que no se iban a rendir y que volverían a por ella.

Se sirvió un vaso de gaseosa bien fría. Salió al jardín y se sentó en la hierba. Recordó una canción de su infancia y se puso a cantar. Miles de recuerdos la envolvieron en aquella calurosa tarde de verano transportándola a la casa de sus padres, donde ella y sus hermanos, pasaron muchas tardes como aquella jugando en el jardín mientras su madre tendía la ropa cantando aquella canción.

- ¿En serio te vas a poner nostálgica en estos momentos? –le espetó una voz. –¿Recuerdas que estamos en peligro o acaso ya lo has olvidado?

Se levantó de un brinco y se encaminó hacia la casa. Subió a su cuarto y cerró la puerta.

-No debes hablar cuando estamos fuera –le reprimió a aquella voz enfadada- alguien te podría escuchar.

-Me da igual que me escuchen –le respondió con desdén mientras se sentaba en la cama y cogía un peluche con forma de jirafa. –ahora ese no es nuestro mayor problema.

-Lo sé –le respondió ella- tenemos que hacer algo al respeto. Miró al peluche que tenía en la mano y le pareció que tenía una cara infeliz. Con el dedo abrió un poco más las costuras para hacerle una gran sonrisa.

-Tengo una idea –le dijo la voz- ¿por qué no les hacemos una visita esta noche?

-Pero esta noche ponen en la televisión “la ruleta de la fortuna” –le respondió ella apenada.

-No digas tonterías sino arreglamos esto de una vez por todas nos van a encerrar y allí no podremos ver nunca más ese programa. A ver dime –le retó- prefieres perderte un programa o todos, tú eliges.

-Vale, vale, tú ganas –le respondió, aunque no muy convencida.

Aquella noche su hermana y su hermano se habían reunido en casa de la primera para hablar de la salud mental de su hermana pequeña. No estaba muy bien. El detonante que había alterado su mente, había sido la muerte de su hija, de tan solo dos años, atropellada por un coche que se dio a la fuga, delante de su casa. Habían pasado seis meses de aquello y aunque no querían que viviera sola no había manera de hacerla salir de su casa. Una vez tuvieron que llamar una ambulancia porque se había pasado con las pastillas de dormir. Otra había dejado el grifo de la bañera abierto y otra vez casi incendia la cocina al olvidarse la tetera al fuego. Y ahora, resulta que tenía alucinaciones, veía figuras, monstruos en su habitación y los llamaba por las noches a altas horas de la madrugada. Habían conseguido una enfermera que se quedaba con ella por el día, pero las noches las pasaba sola. La enfermera les había dicho que la situación de su hermana empeoraba con los días. Se había inventado una amiga y hablaba con ella a todas horas. El psiquiatra que llevaba su caso, les había sugerido como la mejor opción, internarla en un centro especializado donde estaría vigilada las 24 horas y donde recibiría la atención que necesitaba. Lo que no le habían dicho a su hermana, es que al día siguiente irían a buscarla para llevarla a aquel hospital. Les dolía que su hermana acabara así pero no veían otra salida.

 

- ¡Vamos, espabila, que ya es de noche! –le apremió la voz enfadada –tu estulticia consiste en no querer aprender. Te dan miles de bofetadas y sigues sin comprender nada. ¡espabila! -le gritó.

Salió de la casa, cogió el coche y se encaminó hacia la de su hermana. Vivía cera de una fábrica, a una media hora.

Aparcó el coche en la acera de enfrente. Había dos coches más aparcados en la entrada, uno era el de su hermano y el otro el de su hermana.

- ¡Genial! –dijo la voz- están juntos. Nos ha tocado la lotería. Y comenzó a reírse de manera compulsiva como si hubiera contado el mejor chiste del mundo.

Se bajó del coche, fue hasta el maletero, cogió una garrafa que llevaba allí y con ella en la mano se dirigió a la casa. Sin hacer ruido fue a la parte trasera y se coló dentro por la puerta que daba al jardín que su hermana siempre dejaba abierta. Empezó a derramar el líquido por todas partes, mientras sus hermanos se habían quedado dormidos viendo una película en el sofá, ajenos a lo que pasaba.

Encendió una cerilla y la lanzó al suelo. Las llamas empezaron a hacer su trabajo.

 

 

 

 

 

 

 

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...