Íbamos al entierro de mi abuelo. Teníamos unas dos horas
de camino por delante. Al cabo de una hora de viaje tomamos un desvío por una
carretera secundaria que atravesaba un bosque. Kilómetros y kilómetros de
árboles sin ver una sola casa y sin cruzarnos con ningún otro coche. Se escuchó
un ruido en la parte trasera del coche. Mi padre, que iba al volante, profirió
una maldición al tiempo que detenía el auto a un lado de la carretera. Habíamos
pinchado. La tarde llegaba a su fin, la noche había comenzado a extender su
manto cubriéndolo todo de oscuridad. Mi padre bajó del coche y mi madre lo
acompañó para ayudarle, no sin antes pedirme, suplicarme, que no me moviera y
mucho menos bajara del coche, pronto solucionarían el problema y nos pondríamos
en marcha de nuevo.
Jugué un buen rato con mi muñeca, mientras escuchaba las
voces de mis padres fuera, tranquila, confiada, ajena a todo.
Me asusté cuando escuché unos golpes en el coche seguidos
de los gritos proferidos por mis padres. Desgarradores, espeluznantes. Me
arrodillé en el asiento y miré por la ventanilla del coche que daba a la
carretera. Logré ver como una sombra alargada y de gran tamaño que envolvía por
completo a mis padres. Duró unos segundos. Me tapé la boca con ambas manos para
no dejar escapar el grito que se había formado en mi garganta y que luchaba por
salir.
Los gritos cesaron cuando aquella sombra desapareció
entre los árboles. No había rastro de mis padres. Comencé a llorar acurrucada
en el asiento. Entre sollozos les pedía que volvieran, que no me dejaran sola.
Entonces la puerta del coche se abrió. Giré la cabeza con la esperanza de que
mis padres habían vuelto a buscarme. Pero no era así. Frente a mí vi a un hombre
que me observaba. Me sonrió con dulzura. Lo reconocí. Era el abuelo.
Sintiéndome a salvo corrí a abrazarlo. Me había olvidado por completo de que
habíamos hecho aquel viaje para ir a su entierro. Escuché las voces de mis
padres llamándome. Se oían entre los árboles. No podía verlos. El abuelo me asió de la mano y juntos nos
adentramos en la oscuridad del bosque. Las sombras nos envolvían a cada paso
que dábamos. Entonces escuché la voz de mi madre recitando aquel poema que
tanto le gustaba y que tantas veces había escuchado:
Me subí a un beso tuyo,
Me dormí en tus brazos
Y me pasé de estación.
Juro que quise levantar cabeza,
pero se me fue el santo al cielo.