Recuerdo aquel fin de semana con una mezcla de sentimientos
dispares. Una euforia desatada y un dolor de puñales clavados en el corazón,
desgarrador, mortal.
El colegio había organizado una excursión a las montañas.
Pasaríamos tres días y dos noches fuera de casa. Estaba feliz, radiante,
rebosaba alegría por todos los poros de mi cuerpo. A mis doce años pasar tanto
tiempo fuera de casa era toda una aventura. Pero al mismo tiempo, me preocupaba
que mi madre se quedara sola. Mi padre viajaba mucho por temas de trabajo. Y por aquel entonces llevaba fuera de casa
más de una semana. Mi madre me prometió que estaría bien, que fuera tranquilo y
disfrutara de esos días. Sería una experiencia maravillosa que no olvidaría
nunca. Y qué razón tenía. Aquel fin de semana no lo he borrado de mi memoria,
ni creo que lo haga mientras me quede un halo de vida.
A pesar de que llevaba poco tiempo en aquel pueblo, unos
seis meses creo recordar, había hecho amigos con facilidad. Nos habíamos
trasladado allí desde la otra punta del país al morir mi abuela. Mi padre heredó
la casa. Era muy grande y estaba muy bien cuidada. En un principio me enfadé un
poco por el cambio, dejar a mis amigos atrás, mi escuela, todo lo que conocía.
Pero supe adaptarme bastante bien.
Cuando llegamos a nuestro destino montamos las tiendas y
pasamos el resto de la tarde zambulléndonos en las cristalinas aguas del lago
hasta la hora de cenar. Nos acostamos muy tarde esa noche y la siguiente
también, porque las pasamos contando historias de miedo alrededor de una
hoguera. Fueron unos días cargados de emociones y buenos recuerdos. El fin de
semana transcurrió sin ningún contratiempo. Todo habían sido risas y diversión.
Había anochecido cuando llegamos a la escuela. Nuestros
padres nos recogerían allí. Mi madre no estaba. Podía entender que mi padre no
fuera a buscarme, lo más seguro es que no hubiera regresado todavía de su
viaje, pero mi madre…. Ella siempre venía a recogerme. Comencé a caminar a
casa, que no distaba mucho de la escuela, molesto y algo enfadado con ella por
aquel olvido.
Los padres de mi mejor amigo se ofrecieron a acompañarme,
pero les dije que no hacía falta que si me daba prisa no tardaría en llegar.
Les di las gracias y comencé a caminar todo lo deprisa que podía teniendo en
cuenta que cargaba con el saco de dormir y una mochila bastante pesada con
todas mis cosas a la espalda.
Al llegar a mi casa me extrañó no ver luces dentro. La
puerta de la entrada estaba cerrada. Toqué el timbre y llamé a mi madre, pero
no obtuve respuesta. Di la vuelta y me encaminé hacia la puerta trasera. La poca
luz que arrojaba la luna me permitió ver montículos de tierra por todo el jardín.
Alguien había estado cavando. Quien fuera que lo había hecho estaba claro que
buscaba algo. Me acerqué al hoyo que tenía más cerca. Había huesos
desenterrados. Desconcertado sin saber qué pensar corrí hacia la puerta.
La abrí y frente a
mi vi una figura envuelta en sombras sentada en una silla. Reconocía a mi
madre. Quise encender la luz, pero en un hilo de voz me pidió que no lo
hiciera. Me acerqué a ella. Sus pies y sus manos estaban atados y su vestido
estaba cubierto de sangre. ¡Su propia sangre! Presa del pánico le pregunté qué
había pasado mientras intentaba desatarla. Estaba muy mal herida. Tenía la cara
llena de moratones. Pero lo peor… lo peor fue ver su mirada clavada en mí llena
de pánico, con los ojos vidriosos. Tenía un corte en la garganta. No parecía
profundo. La sangre emanaba de ella, llevándose consigo la vida de mi madre.
Conseguí desatarla y la tumbé en el suelo. Grité con
todas mis fuerzas pidiendo ayuda. Ella me agarró de un brazo. Intentaba decirme
algo. Me incliné para escuchar lo que quería decirme. No podía parar de llorar.
“Cada palabra es una historia que extiende la virtud y la
violencia de la humanidad”
Sentí pasos acercándose. Los vecinos escucharon mis
gritos y se acercaron. La policía no tardó en llegar. Cuando lo hicieron mi
madre ya estaba muerta.
Luego me enteré de que mi padre la había matado. El
hombre que yo conocía, el hombre cariñoso que jugaba conmigo, era un asesino.
Cuando mi padre era un adolescente y vivía en aquella
casa, habían desaparecido algunas chicas en aquel pueblo. Nunca cogieron al asesino.
Mi padre fue a la universidad. Al terminó viajó por todo
el país, viviendo en varios lugares hasta que conoció a mi madre y se quedó a
vivir en la ciudad donde nací y de la que nos habíamos ido hacía poco tiempo.
Lo que yo no sabía es que allá donde fuera mi padre desaparecía gente. La policía
le pisaba los talones. Al sentirse acorralado decidió volver al pueblo, donde
todo había comenzado. Pero no quería vivir bajo el mismo techo que mi abuela.
Una mujer autoritaria con un carácter muy fuerte y conocedora del secreto que
tan celosamente guardaba su hijo. Así que mi padre no tuvo reparos en matarla
haciéndole tomar un frasco entero de sedantes que le había recetado el médico
para dormir. Debido a su avanzada edad y a la demencia que venía padeciendo los
últimos meses, dieron por hecho que había sido ella la que por su propia mano
las había tomado, en un momento de enajenación mental.
Mi madre tenía una pasión, la jardinería. Siempre estaba
cuidando sus flores y plantando unas nuevas. Recuerdo que unos días antes de
irme a aquella excursión había comprado varios árboles frutales. La teoría es
que cuando estaba cavando la tierra para plantarlos encontró algún hueso. Eso
la llevó a segur cavando y seguir encontrando más y más. Eran los huesos de las
jóvenes desaparecidas cuando mi padre vivía en aquella casa.
Cuando llegó de su viaje y encontró a mi madre cavando en
el jardín supo que había sido descubierto. Ella le preguntó qué significaba
aquello. Él se puso nervioso y la mató. O eso creyó antes de huir. Pero de
alguna manera mi madre logró mantenerse con vida hasta que yo llegué.
Mi padre se convirtió en el asesino en serie con más
muertes a su espalda que ningún otro conocido, dejando un reguero de cadáveres
allá por donde pasara.
Hoy lo ejecutarán. Estaré presente y lo miraré a los ojos
hasta que la muerte lo lleve al infierno.