Aprendió a callar y a
fingir que todo iba bien. Aprendió a distinguir lo que era real de lo que no.
Tuvo que hacerlo.
Quería ser “normal”,
llevar una vida como los demás sin correr el riesgo de que la tildaran de
“rarita” o de loca. Un día, antes de comprender que, para sobrevivir en aquel
mundo lleno de normas, entre las que se encontraban las morales, tenía que
aprender a hacerlo. Tenía que aprender a fingir.
Una tarde se sinceró con
su madre. Le contó lo que le pasaba. Necesitaba ayuda y creyó que ella podría brindársela.
Ésta, a su vez, se lo contó a su padre.
A partir de ese día comenzaron las idas y venidas de una consulta médica a otra.
Le pedían, amablemente, que dibuja mientras como si de un juego se tratara, le
hacían una pregunta tras otra que ella, como todo niño de jardín de infancia respondía
con sinceridad tratando de hacerse entender con su escueto vocabulario. Pero la
mente adulta de aquellos médicos, plagada de patrones y estereotipos inculcados
por la sociedad de la que formaban parte, no entendían lo que ella les relataba
con aquella inocencia que una vez tuvieron y de la que ya no quedaba nada en
ellos.
Si sales del rebaño estás perdido.
A pesar de su corta
edad, era bastante avispada y fue comprendiendo que lo que dibujaba en aquellas
hojas en blanco que le daban no hacía más que emporar las cosas. Dejó de
dibujar fantasmas, gente muerta y comenzó a dibujar árboles, flores, montañas y
casas. De repente, todo cambió. Dejó de visitar a toda aquella gente y en su
casa las cosas cambiaron para mejor. Ya no la miraban como si fuera un monstruo
de feria, ahora lo hacían con amor. A ella le gustaba aquello. Se sentía
querida.
Aprendió la lección,
vaya si lo hizo. Aprendió a callar lo que veía y sobre todo a no hablar de
ello. Aprendió a distinguir los vivos de los muertos cuando se los cruzaba por
la calle. Era un alivio poder hacerlo, aunque con algunos les costaba más,
sobre todo con los que habían muerto recientemente debido a que su aspecto
todavía no se había deteriorado haciendo que las diferencias entre los vivos
fueran mínimas. Pero aprendió. Y se sintió aliviada de haberlo hecho.
A veces, cuando
estaba sola, le gustaba hablar con ellos. No todos eran malos, algunos estaban
perdidos, se sentían solos, desorientados y se pegaban a ella buscando un poco
de conversación, nada más. Le contaban sus historias y ella les escuchaba con
atención. Algunas de ellas eran realmente fascinantes, llenas de dramas que la hacían
llorar. Ellos eran agradecidos y la protegían alertándola de los oscuros, los
olvidados. Le enseñaron a distinguirlos. La clave estaba en sus ojos. Oscuros
como la noche, oscuros como el pecado. De momento le servía fingir que no los
veían. Pero no bastaba con ello. Eran conocedores de la capacidad que tenía
ella para ver muertos. Podían tomar una apariencia más humana, solían engatusar
con sus dulces y amables palabras que, si les prestabas atención, lograban
meterse dentro de ti obligándote a hacer cosas “malas” no sólo a los demás sino
a ti mismo.
En el instituto todo
iba bien. Sacaba buenas notas y había hecho muchos amigos.
Le encantaba
escribir. Devoraba un libro tras que sacaba de la biblioteca. Su temática
preferida era la de terror. Había descubierto un par de escritores de ese
género que le fascinaron. Y no paró hasta leer todos sus libros. Aprendió a
comprender mejor a los fantasmas con los que vivía diariamente. Descubrió el
mundo de las brujas y los demonios. Y comenzó a escribir su propio libro basado
en la experiencia de los no vivos con su encuentro con la muerte. Lo tituló:
MOMENTOS CASI PERFECTOS PARA MORIR.
Una tarde fue a
estudiar a casa de una amiga. Cuando terminaron se dieron cuenta de que se había
hecho muy tarde. Había anochecido. Ella no vivía muy lejos, tan solo a dos
calles de allí. Los padres de su amiga se ofrecieron a llevarla a su casa. Ella
rehusó el ofrecimiento diciéndoles que prefería caminar.
Las farolas de las
calles se habían encendido. Quedaba unos metros para llegar a su portal cuando
descubrió que aquel tramo estaba completamente a oscuras. Las farolas no
estaban encendidas. Apresuró el paso agarrando con fuerza su carpeta contra su
pecho a modo de escudo. Entonces lo vio.
Había un joven
sentado en el bordillo de la acera bajo la única farola encendida en todo aquel
tramo de la calle y que, casualidad o no, era la situada justo enfrente a su
casa. Ella pasó a su lado sin mirarlo intentando pasar desapercibida. Pero no
fue así. Él la llamó por su nombre. Ella, pasmada al escuchar que la llamaba,
volteó la cabeza para mirarlo pensando que también lo conocía, quizá del
instituto o fuera algún vecino. El corazón le latía apresuradamente en su
pecho. Estaba nerviosa. Era muy guapo,
un poco mayor con ella. Le sonreía. Le hizo una seña con la mano para que se
sentara a su lado disculpándose al mismo tiempo por haberla asustado. Ella vaciló
sólo unos segundos antes de sentarse junto a él. Sabía que aquel muchacho estaba
muerto. Pero no le importó. Había algo en aquel joven que la atraía
enormemente. El comenzó a preguntarle cosas sobre ella. La había visto por el
barrio. Conocía su nombre porque así la habían llamado unos amigos al
despedirse de ella en su portal.
La había cogido una
mano. La acariciaba con ternura. Sintió una especie de electricidad recorriendo
su brazo para luego extenderse por todo su cuerpo seguido de un escalofrío que
la hizo estremecer. Aun así, no podía desviar su mirada de aquellos ojos color
avellana que la observaban con dulzura. Se
sentía tan a gusto a su lado….
Al mismo tiempo
notaba que sus fuerzas se iban debilitando a cada segundo que pasaba. El
cansancio cayó sobre ella como una losa. Se sentía débil, a punto de
desmayarse. Escuchaba la voz de aquel joven en su cabeza. Él no movía los
labios. Algo le pasaba, algo que no le gustaba. Intentó moverse, levantarse,
huir de allí. Pero no pudo hacerlo. Era como si su cuerpo se hubiera quedado
pegado al bordillo de la acera.
Entonces la voz de su
madre desde la ventana se escuchó por toda la calle que en aquellos momentos
estaba vacía, salvo por ellos dos. Salvo por ella. Él alzó la mirada. Sus ojos
cambiaron de color. Y pudo ver rabia e ira dibujadas en su cara. La fuerza que
hasta ese momento había ejercido sobre ella desapareció. Aprovechó aquellos
segundos para levantarse con verdadero esfuerzo. Dándole la espalda, comenzó a
caminar lentamente hacia hasta que el portal. Escuchó su nombre envuelto en un
grito desgarrador, espeluznante, tras de sí. Continuó caminando sin mirar
atrás.
Subió las escaleras.
Estaba recuperando las fuerzas poco a poco. Entró en casa. Estaba a oscuras.
¡Qué extraño! Pensó. Encendió la luz.
Había una nota sobre la encimera de la cocina. La leyó con manos temblorosas. “Papá y yo fuimos a casa de la abuela, volveremos
pronto”.