Sonreía mientras conducía su deportivo rojo descapotable
en aquella tarde calurosa del mes de julio, sobrepasando con creces la
velocidad permitida por aquella carretera. No le importaba lo más mínimo. Conocía
a cada uno de los policías del condado. Le temían. Lo sabía. Era intocable,
poderoso. Tenía el éxito sentado a su lado. También sonreía. Era el propietario
del noventa por ciento de las tierras y nadie movía un dedo sin antes
consultárselo. Había comenzado a hacer grandes mejores en el pueblo. Lo primero
fue el centro comercial. Lo siguiente el mayor casino conocido a ese lado del país.
La gente más influyente y rica de todo el mundo acudiría allí. Pero antes tenía
que arreglar unos asuntillos. Por eso había invitado a cenar a algunos vecinos
del pueblo que no veían con buenos ojos aquel proyecto. Su esposa llevaba toda
la semana con los preparativos.
Faltaba poco para que llegara a casa. Se tomaría una
cerveza bien fría y se daría un chapuzón en la piscina. Al atardecer llegarían
los invitados para la cena. Él en persona se había encargado del más mínimo
detalle, los mejores manjares estarían sobre la mesa aquella noche y una
orquesta amenizaría la reunión.
El sonido del móvil lo sacó de sus pensamientos. No
conocía el número que aparecía en la pantalla. Sin dejar de sonreír atendió la
llamada.
- ¿Señor Guzmán? –le preguntaron
-Sí, quién llama?
-Soy el director del centro psiquiátrico, "un mundo feliz”
donde está ingresada su madre.
Fue tal la sorpresa, que por un momento perdió el control
del coche. Giró el volante a tiempo de que el coche no se saliera de la
carretera. Paró en la cuneta.
- ¿Qué quiere? –le espetó
-Hace unos días le hemos enviado una carta. Espero que la
haya recibido. La escribió su madre en un momento de lucidez.
-Sí, me ha llegado –le dijo con brusquedad, de hecho, la
carta estaba en la guantera del coche no se había atrevido a abrirla- ¿algo más
que me quiera decir?
Silencio al otro lado de la línea, unos segundos que le
parecieron eternos. Luego escuchó la voz del director de nuevo.
-Su madre acaba de fallecer. ¿Qué quiere que hagamos con
su cuerpo?
Sintió como la sangre se le congelaba en el cuerpo. Su
madre había muerto. Pensó que se iba a alegrar por ello. Toda la vida había
esperado ese momento. Pero ahora…no sentía alegría, sentía pánico. No podía
permitirse que se supiera que su madre había sido una alcohólica y que el
alcohol la había llevada a la locura. No podía permitirlo. Tenía una reputación
que salvaguardar. Si conocían aquella parte de su parado sus planes se irían al
traste.
-Hagan lo que quieran con su cuerpo, estoy demasiado
ocupado para hacerme cargo –dicho lo cual, colgó.
Sentado en el asiento de cuero de su coche deportivo,
proyectiles de recuerdos comenzaron a bombardearlo. Se veía de niño, apenas 8
años, cuando su padre los abandonó por la peluquera de su madre. Lo que había
sido una vida perfecta para él hasta ese momento, se convirtió de la noche a la
mañana, en un infierno. Su madre comenzó a gastarse el dinero en alcohol. Nunca
había comida en casa, si quería sobrevivir tenía que hacerla él. Ella perdió su
empleo, subsistían con una mísera ayuda que les daba el gobierno. Tuvieron que
dejar la casa por no poder pagar el alquiler y se fueron a vivir a una
caravana, sin agua y sin luz. Juró que saldría de aquella. Se fue del pueblo.
Su madre hacía tiempo que se había ido con un camionero y no conocía su destino.
Comenzó en el mundo de la droga como camello. Poco a poco, fue haciéndose un
lugar en aquel mundo. Confiaban en él, tenía cabeza para los números y lo más importante
don de gentes. Le empezaron a confiar trabajos más grandes, importantes. Su
carrera se hizo imparable hacia su ascenso al poder. Ganaba tanto dinero que no
sabía qué hacer con él. Decidió regresar al pueblo que lo vio nacer y crecer. Compró
la mayor parte con sobornos y amenazas. No sería un miserable nunca más. Ahora
tenía poder y el dinero. Lo respetaban. Ya no era un don nadie. Lo primero que
hizo fue deshacerse de su madre. La encontró vagabundeando en la ciudad,
viviendo en una comuna bajo un puente. No tuvo el valor de matarla y la encerró
en aquel lugar. Pagaba las mensualidades religiosamente. Nadie le preguntó por
ella jamás, todos la daban por muerta.
Nunca fue a verla, nunca se preocupó por ella.
Y ahora…. golpeó el volante repetidas veces en un ataque
de furia. Respiró hondo, intentó relajarse. Al cabo de unos minutos decidió
continuar su camino. Le esperaba la piscina en casa. Un baño le ayudaría a
despejar la mente.
Pero antes tenía que hacer otra cosa. Sacó la carta de la guantera del
coche bajo los papeles del coche, escondida en el fondo.
Desgarró el sobre y con manos temblorosas leyó lo que
había escrito en la hoja que había dentro:
La sórdida región
de esta almohada parece lagrimar
del alma mía que
confiesa al azar la pena clara
Un fuerte olor a tabaco impregnó el coche. Lo reconoció
al instante, era el mismo olor del tabaco negro que fumaba su madre mientras
bebía a morro de la botella de vino y veía la ruleta de la fortuna.
-Hola Juanito, ¿me echabas de menos?
Dio un salto en su asiento al escuchar aquella voz. El
corazón le dio un vuelco en el pecho cuando la vio sentada en el asiento del
copiloto. Pudo ver su sonrisa a través del humo del cigarrillo que tenía entre
sus dedos amarillentos por la nicotina,
Aquella cosa que estaba a su lado tenía la voz de su
madre, pero no se parecía en nada a ella. La recordaba rolliza, con una
abundante cabellera negra y unos ojos azules como el mar. Aquella cosa era un saco
de huesos recubiertos de piel. En su cabeza había trozos donde no había pelo. Y
el poco que le quedaba era gris y se le veía sucio y pegajoso. Sus ojos eran negros y carecían de brillo. Al sonreír,
dejaba ver unos cuantos dientes, pocos eran los que le quedaban, negros como la
noche y su voz era hueca y cavernosa.
Unas perlas de sudor comenzaron a deslizarse por su
frente. Se aflojó el nudo de la corbata que lo estaba asfixiando. Aquello no
podía estar sucediendo. No podía ser real. El corazón le palpitaba a mil
revoluciones por segundo, temía que en cualquier momento le explotara en el
pecho.
- ¡No estás aquí, estás muerta, vete! –le gritó mientras
se tapaba los ojos con las manos.
Ella soltó una carcajada siniestra, espeluznante, que le
puso los pelos de punta.
--Juanito, Juanito, ¿pensabas que te ibas a librar de mi
tan fácilmente?
- ¡Déjame en paz, veteeee! –le gritó él- no estás aquí,
eres una alucinación.
- ¿Tú crees? -le preguntó ella- ¿Eso también es una alucinación?
-le preguntó mientras señalaba con el dedo un punto delante del coche.
No sabía cómo había llegado a su casa. Su hija pequeña
salió corriendo en cuanto lo vio llegar. Ofuscado, confundido y embargado
por el miedo, el desconcierto, la ira y la pena no logró frenar a tiempo.