miércoles, 13 de julio de 2022

EL PRINCIPIO

 

Se reunieron para celebrar el principio.

Mateo, junto a sus compañeros pararon, después del trabajo, en la “milla verde” para tomar una cerveza.

Para cuando decidieron irse a casa aquella primera cerveza había dado paso a otras cinco. Se ofrecieron a acercarlo al pueblo donde vivía, pero él rehusó amablemente la oferta, alegando que necesitaba caminar aquel kilómetro que distaba desde ese bar de carretera a su casa. Le vendría bien para despejar la cabeza.

La noche era calurosa. Había luna llena. Aquello le facilitaba las cosas a Mateo a la hora de caminar. Su luz, aunque tenue, iluminaba el camino que iba recorriendo. Su estado era peor de lo que se había imaginado. Las piernas le flaqueaban y sentía como si alguien le estuviera clavando cientos, miles de alfileres en la cabeza. Así que decidió tomar un atajo. Nadie en su sano juicio lo haría a esas horas de la madrugada, pero él no vaciló lo más mínimo cuando cruzó la puerta del camposanto.  Ayudado por la linterna de su móvil avanzaba con paso firme y acelerado, sin llegar a correr, pero casi, entre las tumbas, mirando siempre al frente con el corazón encogido, esperando no encontrarse con algún espectro por el camino.  Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensarlo. Pero no fue eso lo que se encontró, sino con tumbas resquebrajadas y vacías, como si los inquilinos que las moraban hubieran decidido que aquella era una buena noche para salir a dar un paseo por el mundo de los vivos.

Con el haz de luz que arrojaba la linterna de su móvil iluminó a su alrededor. No todas estaban abiertas. El terror más absoluto se apoderó de él. Comenzó a correr. Vislumbraba la valla que cercaba el cementerio, no tendría problemas para saltarla, pero cuando más corría hacia ella ésta parecía que se iba alejando a la misma velocidad. Desesperado y a punto de desfallecer se paró para tomar aire. Entonces lo escuchó. Alguien corría en su dirección. Se escondió detrás de un ángel tallado en piedra, ajado y cubierto de musgo por los muchos años que llevaba expuesto a las inclemencias del tiempo. Era un esqueleto. Corría como alma que lleva el diablo. Saltó el muro con una facilidad pasmosa y siguió corriendo en dirección a las montañas, que como un cinturón rodeaban el pueblo. La lucidez volvió a tomar el control de su cuerpo. Le entraron ganas de orinar. Mientras eliminaba los líquidos sobrantes frente al muro que bordeaba el cementerio, tuvo una idea que la razón rechazó de inmediato, pero la curiosidad ganó la batalla. Saltó el muro y comenzó a caminar en la misma dirección que minutos antes había hecho aquel esqueleto. Que, dicho sea de paso, juraba que había sido fruto de la borrachera que llevaba. Pero al mismo tiempo no perdía nada en averiguar hacia donde llevaba aquel camino por el que había desaparecido aquella alucinación.

Caminó durante veinte minutos hasta que se topó con una valla y un letrero que rezaba: PROHIBIDA LA ENTRADA a la cueva. Había oído hablar de aquel sitio, aunque nunca se había aventurado a ir hasta allí. Hacía más de cien años aquello era una mina de carbón. Su abuelo había trabajo allí al igual que el padre de éste. Unos años atrás, unos chavales con ganas de aventuras, se habían colado en aquella cueva. Nunca más se supo de ellos. Así que aquel sitio se convirtió en un lugar maldito, de acceso prohibido. Vio un par de cámaras. No sabía si seguían en funcionamiento, de hecho, le daba igual, tenía que saber qué le había llevado a aquel esqueleto ir a aquel lugar. Que era mala idea hacerlo, sí, pero ya había llegado muy lejos para echarse atrás. Comenzó a llover. La típica tormenta de verano, pensó, pasará pronto. Corrió los doscientos metros que le distaban de la entrada de la mina. Estaba empapado. Se miró. Su camisa blanca había perdido su color. Se había teñido de rojo. Sus manos, su pelo, su cara, todo estaba cubierto de una sustancia escarlata. Se mojó los labios con ella y descubrió que era sangre. Todavía estaba intentando encontrar un sentido a todo aquello cuando escuchó ruidos provenientes del interior de la cueva. Risas, aplausos, vítores, era lo que escuchaba. Entró. Había un largo pasillo iluminado con antorchas a ambos lados. Aquel camino iba desciendo a medida que lo recorría como si el final del mismo terminara en las entrañas de la tierra, en el mismo infierno. Caminó un buen rato hasta que los gritos le llegaron más nítidos, indicándole que había llegado a su destino. Se topó con una gran sala circular. La mala iluminación dejaba ver sombras alargadas y grotescas danzando a sus anchas por doquier. Vio una columna. Se escondió tras ella. No lo habían visto llegar. Desde allí tenía una buena visión de todo el recinto. Lo que vio le encogió el corazón y un grito se ahogó en su garganta. Estaba repleto de esqueletos. En el centro, un ángel negro alado había tomado la palabra. Todos lo escuchaban con atención. De vez en cuando alzaban sus huesudos brazos y emitían sonido parecidos a un grito victorioso proveniente de ¿de dónde? Porque no tenían garganta. Sus ojos recorrieron cada centímetro del lugar. Al fondo vio a otro ángel. Este era diferente. Un aura de luz lo rodeaba. Estaba de rodillas con la cabeza agachada y llevaba una trompeta entre sus manos. La misma con la que había tocado la primera plaga, la de convertir el agua en sangre.

El ángel negro hablaba en esos momentos:

-Los sepulcros se abrieron y los cuerpos de la escoria más grande que ha pisado esta tierra se han levantado. ¡¡¡Aquí estáis hermanos!!!

Se escuchó una ovación que hizo temblar los muros de la vieja mina.

-He venido para deciros que el Principio ha llegado. Tomaremos el mundo. Pero primero que hacemos con el arcángel Gabriel aquí presente.

La respuesta no se hizo esperar

- ¡Matadlo!

 

lunes, 11 de julio de 2022

¿ME ECHABAS DE MENOS?

 

Sonreía mientras conducía su deportivo rojo descapotable en aquella tarde calurosa del mes de julio, sobrepasando con creces la velocidad permitida por aquella carretera. No le importaba lo más mínimo. Conocía a cada uno de los policías del condado. Le temían. Lo sabía. Era intocable, poderoso. Tenía el éxito sentado a su lado. También sonreía. Era el propietario del noventa por ciento de las tierras y nadie movía un dedo sin antes consultárselo. Había comenzado a hacer grandes mejores en el pueblo. Lo primero fue el centro comercial. Lo siguiente el mayor casino conocido a ese lado del país. La gente más influyente y rica de todo el mundo acudiría allí. Pero antes tenía que arreglar unos asuntillos. Por eso había invitado a cenar a algunos vecinos del pueblo que no veían con buenos ojos aquel proyecto. Su esposa llevaba toda la semana con los preparativos.

Faltaba poco para que llegara a casa. Se tomaría una cerveza bien fría y se daría un chapuzón en la piscina. Al atardecer llegarían los invitados para la cena. Él en persona se había encargado del más mínimo detalle, los mejores manjares estarían sobre la mesa aquella noche y una orquesta amenizaría la reunión.

El sonido del móvil lo sacó de sus pensamientos. No conocía el número que aparecía en la pantalla. Sin dejar de sonreír atendió la llamada.

- ¿Señor Guzmán? –le preguntaron

-Sí, quién llama?

-Soy el director del centro psiquiátrico, "un mundo feliz” donde está ingresada su madre.

Fue tal la sorpresa, que por un momento perdió el control del coche. Giró el volante a tiempo de que el coche no se saliera de la carretera. Paró en la cuneta.

- ¿Qué quiere? –le espetó

-Hace unos días le hemos enviado una carta. Espero que la haya recibido. La escribió su madre en un momento de lucidez.

-Sí, me ha llegado –le dijo con brusquedad, de hecho, la carta estaba en la guantera del coche no se había atrevido a abrirla- ¿algo más que me quiera decir?

Silencio al otro lado de la línea, unos segundos que le parecieron eternos. Luego escuchó la voz del director de nuevo.

-Su madre acaba de fallecer. ¿Qué quiere que hagamos con su cuerpo?

Sintió como la sangre se le congelaba en el cuerpo. Su madre había muerto. Pensó que se iba a alegrar por ello. Toda la vida había esperado ese momento. Pero ahora…no sentía alegría, sentía pánico. No podía permitirse que se supiera que su madre había sido una alcohólica y que el alcohol la había llevada a la locura. No podía permitirlo. Tenía una reputación que salvaguardar. Si conocían aquella parte de su parado sus planes se irían al traste.

-Hagan lo que quieran con su cuerpo, estoy demasiado ocupado para hacerme cargo –dicho lo cual, colgó.

Sentado en el asiento de cuero de su coche deportivo, proyectiles de recuerdos comenzaron a bombardearlo. Se veía de niño, apenas 8 años, cuando su padre los abandonó por la peluquera de su madre. Lo que había sido una vida perfecta para él hasta ese momento, se convirtió de la noche a la mañana, en un infierno. Su madre comenzó a gastarse el dinero en alcohol. Nunca había comida en casa, si quería sobrevivir tenía que hacerla él. Ella perdió su empleo, subsistían con una mísera ayuda que les daba el gobierno. Tuvieron que dejar la casa por no poder pagar el alquiler y se fueron a vivir a una caravana, sin agua y sin luz. Juró que saldría de aquella. Se fue del pueblo. Su madre hacía tiempo que se había ido con un camionero y no conocía su destino. Comenzó en el mundo de la droga como camello. Poco a poco, fue haciéndose un lugar en aquel mundo. Confiaban en él, tenía cabeza para los números y lo más importante don de gentes. Le empezaron a confiar trabajos más grandes, importantes. Su carrera se hizo imparable hacia su ascenso al poder. Ganaba tanto dinero que no sabía qué hacer con él. Decidió regresar al pueblo que lo vio nacer y crecer. Compró la mayor parte con sobornos y amenazas. No sería un miserable nunca más. Ahora tenía poder y el dinero. Lo respetaban. Ya no era un don nadie. Lo primero que hizo fue deshacerse de su madre. La encontró vagabundeando en la ciudad, viviendo en una comuna bajo un puente. No tuvo el valor de matarla y la encerró en aquel lugar. Pagaba las mensualidades religiosamente. Nadie le preguntó por ella jamás, todos la daban por muerta.

Nunca fue a verla, nunca se preocupó por ella.

Y ahora…. golpeó el volante repetidas veces en un ataque de furia. Respiró hondo, intentó relajarse. Al cabo de unos minutos decidió continuar su camino. Le esperaba la piscina en casa. Un baño le ayudaría a despejar la mente.

Pero antes tenía que hacer otra cosa. Sacó la carta de la guantera del coche bajo los papeles del coche, escondida en el fondo.

Desgarró el sobre y con manos temblorosas leyó lo que había escrito en la hoja que había dentro:

La sórdida región de esta almohada parece lagrimar

del alma mía que confiesa al azar la pena clara

Un fuerte olor a tabaco impregnó el coche. Lo reconoció al instante, era el mismo olor del tabaco negro que fumaba su madre mientras bebía a morro de la botella de vino y veía la ruleta de la fortuna.

-Hola Juanito, ¿me echabas de menos?

Dio un salto en su asiento al escuchar aquella voz. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando la vio sentada en el asiento del copiloto. Pudo ver su sonrisa a través del humo del cigarrillo que tenía entre sus dedos amarillentos por la nicotina,

Aquella cosa que estaba a su lado tenía la voz de su madre, pero no se parecía en nada a ella. La recordaba rolliza, con una abundante cabellera negra y unos ojos azules como el mar. Aquella cosa era un saco de huesos recubiertos de piel. En su cabeza había trozos donde no había pelo. Y el poco que le quedaba era gris y se le veía sucio y pegajoso. Sus ojos eran negros y carecían de brillo. Al sonreír, dejaba ver unos cuantos dientes, pocos eran los que le quedaban, negros como la noche y su voz era hueca y cavernosa.

Unas perlas de sudor comenzaron a deslizarse por su frente. Se aflojó el nudo de la corbata que lo estaba asfixiando. Aquello no podía estar sucediendo. No podía ser real. El corazón le palpitaba a mil revoluciones por segundo, temía que en cualquier momento le explotara en el pecho.

- ¡No estás aquí, estás muerta, vete! –le gritó mientras se tapaba los ojos con las manos.

Ella soltó una carcajada siniestra, espeluznante, que le puso los pelos de punta.

--Juanito, Juanito, ¿pensabas que te ibas a librar de mi tan fácilmente?

- ¡Déjame en paz, veteeee! –le gritó él- no estás aquí, eres una alucinación.

- ¿Tú crees? -le preguntó ella- ¿Eso también es una alucinación? -le preguntó mientras señalaba con el dedo un punto delante del coche.

No sabía cómo había llegado a su casa. Su hija pequeña salió corriendo en cuanto lo vio llegar. Ofuscado, confundido y embargado por el miedo, el desconcierto, la ira y la pena no logró frenar a tiempo.

 

 

 

 

 

miércoles, 6 de julio de 2022

LA PIEDRA NEGRA

 

El mundo se despertó aquella mañana con la misma noticia en todos los canales de televisión.

Un gran terremoto había asolado la tierra que vio nacer a Mahoma. La Meca quedó arrasada. Los viejos chamanes y hechiceros del todo el mundo, conocedores de los viejos dioses y tradiciones antiguas auguraron una nueva era. Una era donde la oscuridad gobernada por el oscuro, regiría el mundo.

La piedra negra que se levantaba en la playa entre la Meca y Medina, la cual era objeto de veneración en honor a la diosa Manat, desapareció.

 

Al lado del ayuntamiento había una zapatería que había estado abierta por décadas y que, tras la jubilación del dueño, hacía más de un año, permanecía cerrada. Una mañana del mes de julio, los vecinos se levantaron con la noticia de que un nuevo negocio abriría en breve en aquel local.

Una semana después una modista abría sus puertas.

La primera clienta fue la mujer del alcalde. Una señora corpulenta, parlanchina entró, esperando sacar la mayor cantidad de información posible sobre la propietaria, para luego contarlo en el club de amas de casa que se reunían todos los lunes en el casino. No sacó mucha información, la costurera, una joven muy atractiva, demasiado para su gusto, pensó la esposa del alcalde, era más bien reservada con sus cosas, pero sí daba pie a que le contara todas las habladurías y chismorreos que conociera, jurando que de su boca no saldría una palabra. Sabía escuchar. Y aquello le agradó a su nueva clienta que en menos de una hora la puso al día de aquellas noticias que no salen en los diarios pero que formaban parte de la vida cotidiana de los vecinos del pueblo.

Al día siguiente le entregó un vestido que a ojos de aquella oriunda mujer era la viva imagen de la perfección y según sus palabras le quitaba más de 20 kilos de encima y otros tantos años. La noticia corrió como la pólvora por el pueblo y en menos de una semana ni una sola mujer que viviera allí no había pasado ya por la tienda de costura.

La joven comenzó a regalar con las prendas confeccionadas un colgante con una pequeña piedra negra.

Sus clientas salían encantadas con sus vestidos bajo el brazo y el regalo en su cuello.

Pero no todas eran merecedoras de aquel agasajo.

Un día una jovencita, la hija del panadero, una muchacha de unos 15 años cuando fue a recoger un vestido para su hermana vio que la costurera, no le regalaba aquel colgante del que todas las mujeres del pueblo hablaban. Se lo hizo saber.

La modista le respondió:

-Si quieres uno se lo pides a Dios –dicho lo cual, se dio la vuelta y se puso a coser un vestido, dando así por finalizada la conversación.

Salió de allí algo asustada por la contestación de la modista. Y dicha preocupación no se disipó de su mente aun cuando llegó a casa. Dejó el vestido en una silla del salón y subió a su habitación. Rebuscó en internet información sobre piedras negras. Encontró varias, pero una de ella le llamó la atención. Hablaba de una diosa llamada Manat, vio una foto y era clavada a la de la modista. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Siguió leyendo:

El nombre «Manat» deriva de las palabras árabes ma'niyya y manum, que significan ‘muerte’, ‘destino’ y ‘tiempo’.

Se la adoraba bajo la forma de una piedra negra que se levantaba en la playa entre la Meca y Medina. 

Hacía unos meses que un terrible temblor había azotado esa zona. Y algo había leído de la desaparición de una gran piedra negra, a la cual se veneraba en su honor.

Aquello no le gustó lo más mínimo.

Su madre tenía aquella piedra, su hermana también, colgadas del cuello. Casi todas las mujeres del pueblo, excepto las niñas y algunas de sus amigas. Y no solo eso por lo que sabía también pasaba con los hombres, casi todos los hombres adultos lo llevaban, exceptuando los más jóvenes y niños.

Efectivamente la diosa Manat, que había adquirido la forma de costurera, haciéndose llamar Sara en el mundo de los mortales, tenía un plan. Aquellas piedras negras, salvaguardaban de las enfermedades e incluso de la muerte a las personas que las portaban. Personas con el corazón impuro, personas que en algún momento de sus vidas habían pecado. Algunas pensaban que sus actos viles e inmorales serían enterrados con ellos, pero ella podía ver el alma de los incautos, de los pecadores.

Se había aliado con el oscuro. Conquistarían el mundo y se apoderarían de las almas puras. Aquellas que no estaban marcadas con el dedo del pecado.

Pronto comenzaron a crisparse los nervios entre los vecinos. Los que llevaban al cuello la piedra negra no enfermaban nunca, incluso los más ancianos parecían recuperar años haciéndose más jóvenes, en cambio los que no la llevaban colgada del cuello les pasaba todo lo contrario. Mujeres de 20 años envejecían a pasos agigantados. Las enfermedades tomaban sus cuerpos como si algo las atrajesen a ellos.

Las agresiones no se dejaron esperar.

Manat decidió la muerte de los puros de corazón, casi todos niños y jóvenes.

La ira, la venganza, la envidia y la rabia al no ser portadores de aquella piedra, el bien tan preciado que tanto deseaban, agredían a los demás. Estaban en desventaja. Sus oponentes no morían, ellos sí. Sus almas puras hasta entonces se tornaban negras como la oscuridad de una noche sin luna y sin estrellas.

 

 

lunes, 4 de julio de 2022

HISTORIA DE UNA VIDA POR VIVIR

 

Sara estaba al frente de la única librería que había en aquel pueblo. Después de comer fue a recoger unas cajas que habían llegado a la oficina de correos. Tras casi un mes esperando por aquellos ansiados libros, al fin habían llegado. Las cargó en el coche y se encaminó hacia la tienda. Eran las cuatro de la tarde. Desde lejos vislumbró un hueco donde aparcar el coche justo frente a la puerta. Aquel era su día de suerte, pensó. También vio a un corrillo de cinco mujeres hablando entre ellas frente al escaparate de la librería. Con tanto ajetreo se olvidó del día que era. Los viernes por la tarde el club de lectura se reunía para hablar del o de los libros que habían leído durante la semana.

Tras aparcar y antes de meter las cajas dentro, les abrió la puerta. La saludaron efusivamente y entraron. Para cualquier mortal que estuviera viendo la escena, aquello no tenía nada de particular, un grupo de mujeres que entraban en la librería, pero había un detalle a tener en cuenta y que pasaba desapercibido para la mayoría, no caminaban, flotaban.

El club de lectura se reunía en la trastienda, Cuando salió de nuevo a la calle las escuchó hablar animadamente mientras colocaban las sillas y las mesas.

Cargó con las tres cajas y comenzó a caminar con paso lento hacia la puerta, la visibilidad era casi nula, pero conocía bien el camino. Entonces alguien la empujó. Las cajas se tambalearon y sin nada que se pudiera hacer para evitarlo, cayeron al suelo. Los libros se desparramaron sobre la acera. Una mujer de unos cuarenta años, rubia, muy delgada y visiblemente nerviosa se deshizo en disculpas. Se había quedado ensimismada mirando el escaparate, no se percató de la presencia de la mujer que portaba las cajas. Entonces al darse la vuelta… Sara se dio cuenta, al mirarla a los ojos, que estaba a punto de echarse a llorar.

La tranquilizó mientras recogían la mercancía y la invitó a tomar un café con ella en la tienda. La mujer vació durante unos segundos. Al final aceptó.

Sara era una persona muy observadora, podía ver en las personas detalles que al resto de los mortales les pasaba desapercibidos. Al tocar su mano para tranquilizarla supo de inmediato el sufrimiento que la embargaba. Pudo ver las nubes negras que flotaban sobre ella, cargadas de años de soportar lo insoportable, de acallar sus sentimientos, de mantener a raya su ira, su pena y sus ganas de gritar.

A Elisa le encantaba leer, según le dijo, tenía mucho tiempo libre, no trabajaba, su marido no se lo permitía. Pero él estaba fuera todo el día y ella mataba las horas leyendo un libro tras otro.

En la trastienda el club de lectura estaba en su punto más álgido. Las risas y las bromas eran las protagonistas. Menos mal que sólo las podía escuchar ella. A veces le costaba entender lo que Elisa le decía porque hablaba en voz muy baja. Pero de una cosa estaba segura aquella mujer estaba sufriendo y necesitaba su “ayuda” para cambiar su vida. Y ella tenía lo que le hacía falta. Se levantó y se encaminó hacia el fondo de la librería perdiéndose entre los pasillos de estanterías repletos de libros. Elisa esperó paciente su regreso, sin moverse de la silla en la que había permanecido sentada hasta ese momento. Al cabo de unos minutos Sara volvió con un libro entre sus manos. Se lo dio. Elisa leyó el titulo HISTORIA DE UNA VIDA POR VIVIR. Le gustó. La dueña le dijo que era un préstamo. Que una vez lo leyera se lo devolviera. Así de fácil. Ella prometió hacerlo esbozando una gran sonrisa. No se acordaba de la última vez que había sonreído, ni de haberse sentido tan bien. Elisa lo hojeó. Le pareció extraño que las últimas páginas estuvieran en blanco. No quería parecer una desagradecida y no le comentó nada al respecto, pensando que, tal vez, fuera un defecto de impresión o algo así.

Lo llevó a casa. Tras hacer la comida y esperar que su marido se presentara a la hora de comer, cosa que no hizo y ella agradeció enormemente, ya que, tenía unas ganas inmensas de comenzar a leer el libro, se fue al salón se sentó en su butaca preferida, una situada delante de la ventana que daba al jardín y comenzó la lectura. Las horas pasaron volando, la luz del día dio paso a la oscuridad de la noche.

El libro que tenía entre sus manos era su historia, su vida hasta ese momento. Comenzaba narrando su infancia y terminaba en el momento en que Sara se lo entregó. Aunque ya conocía la historia, no podía dejar de leerlo, como si la protagonista fuera otra persona y no ella.

Ahora comprendía lo que significaban aquellas hojas en blanco. Era su vida por vivir.

En la última página escrita, se topó con un poema, uno que determinaría su vida a partir de ese momento. La continuación de la historia dependía de la decisión que tomara en ese momento.

He aprendido a subsistir sin el mísero oxigeno que me regalabas

Y ahora encumbro futuros de un añil esperanzador

Sabía lo que significaba aquello. Tenía que dejar atrás su vida, la vida que llevaba ahora. Dejar a su marido y emprender un camino nuevo, aún sabiendo que no iba a ser nada fácil.

Pero había otra opción.

Una semana después Elisa volvió a la librería. Vio a un grupo de mujeres frente a la puerta. Ella llevaba el libro que le había prestado Sara apretado contra su pecho. Una de ella se le acercó y le sonrió.

-Bienvenida -le dijo- es bueno tener un miembro más en nuestro club de lectura.

Elisa le sonrió.

Sara abrió la puerta de la tienda. Las mujeres pasaron. Elisa, entró de última. Le entregó el libro a Sara y le dio las gracias. Sara sabía lo que había pasado. Sabía que aquella mujer había escogido el final del libro, su final.

Ahora era libre, libre para siempre, pero su libertad había tenido un precio, el de su vida.

Tras matar a su esposo, se había suicidado.

miércoles, 29 de junio de 2022

EL DIABLO NO SE DESPEINA

 

La oscuridad había caído sobre aquel pueblo. Sin embargo, nadie parecía querer dormir esa noche. Se respiraba un ambiente festivo. Las fiestas del pueblo eran el motivo de la celebración. La mayor parte de la gente estaba congregada dentro y fuera del pabellón de deportes. Casi todos eran jóvenes, pero los había también de cierta edad que habían acudido hasta allí movidos por la curiosidad. El pueblo era tan pequeño que en la calle principal estaban, rozándose como viejos amantes, la comisaría de policía, el ayuntamiento, el colegio, el pabellón de deportes y un poco alejado, pero muy poco, el cementerio. Las otras edificaciones, tales como las viviendas, tiendas y las cafeterías, estaban dispuestas en forma de circulo a su alrededor.

Un ruido ensordecedor envolvía al pueblo. Tal ruido provenía del pabellón. Frente a la puerta había una furgoneta negra. En sus laterales, rotulados con grandes letras del color de la sangre se podía leer “El diablo no se despeina” Aquella furgoneta pertenecía a los cinco componentes de una banda de rock, la que estaba tocando en esos momentos. No es que lo hicieran mal, aunque tampoco tan bien como pensaban, pero sabían desenvolverse en el escenario agitando sus largas melenas y marcando unos movimientos, dentro de unos ajustados pantalones de cuero, que dejaban extasiadas a las féminas jóvenes y las que no lo eran tanto.

Lo que no sabían ni los componentes de la banda, ni los vecinos del pueblo y forasteros allí presentes que habían acudido a las fiestas, es que esa noche marcaría el comienzo de una serie de sucesos que estarían en boca de todos.

No muy lejos de allí, un gran gato negro con andares pausados pero firmes, atravesó las puertas del cementerio. Era medianoche.

En un descanso del concierto, el batería de la banda, salió a la calle a estirar las piernas y fumar un cigarro. Lo hizo por la puerta trasera, no sin antes cerciorarse de que no había nadie en las inmediaciones que pudiera perturbar su ansiado respiro.

Se colocó al lado de unos cubos de basura y se distrajo mirando el móvil.

Unos ruidos de pasos lo volvieron a la realidad. Alzó la vista y vio acercarse una figura. El lugar estaba oscuro salvo por una única luz situada sobre la puerta que era tan tenue que no le permitía distinguir sus facciones.

Aquella figura avanzaba hacia él, con ritmo firme y acompasado y con un ligero movimiento de caderas que lo dejó hipnotizado. Se trataba de una mujer. Pero qué mujer. Una de esas que quitaban el hipo. Se situó frente a él y le pidió un cigarrillo. Al joven le temblaban las manos cuando se lo dio. Estuvieron hablando un rato y luego se alejaron calle abajo. Iban cogidos de la mano. Estaban doblando la esquina cuando salió el guitarrista a buscarlo en el momento que desaparecía de su vista envuelto entre las sombras. No iba solo. Gritó su nombre y echó a correr tras él. Cuando dobló aquella esquina no vio a nadie y eso que la calle era muy larga. La más larga del pueblo. Estaba vacía y oscura.

Tenían un problema, sin el batería no podrían tocar. Y el batería no daba señales de vida. No respondía las llamadas y nadie lo había visto a pesar de que habían hecho una batida por el pueblo. Parecía que se había esfumado. A regañadientes los asistentes abandonaron el pabellón y se dio por concluido el concierto.

Sin embargo, sus amigos no dejaron de buscarlo. Quedaba sólo un sitio donde no habían ido: el cementerio.

Al empujar las puertas éstas se abrieron con un chirrido estridente. Los cuatro componentes de la banda llevaban sendas linternas en la mano. Era una noche sin luna y sin estrellas, oscura como la boca del lobo, negra como el pecado. Avanzaron despacio para no tropezar con las tumbas y llegaron a la parte más alejada. Allí las sepulturas eran muy antiguas. Algunas estaban rotas y se podían ver los restos óseos que albergaban dentro. Uno de ellos enfocó el haz de luz de su linterna en el muro que delimitaba el camposanto. Un grito desgarrador salió de su garganta. Allí, clavado en una cruz invertida estaba su amigo. Se acercaron para ver si todavía respiraba. Estaba muerto.

A partir de entonces, en noches oscuras como aquella, desaparecía, al azar, un hombre del pueblo corriendo la misma suerte que aquel joven.

Se habló y conjeturó mucho sobre aquello. Unos decían que era el espíritu de una joven que había vivido allí y que había sido violada y maltratada por unos hombres que habían llegado al pueblo de paso y que ella buscaba venganza. No pararía hasta que encontrara a sus asesinos.

 

 

lunes, 27 de junio de 2022

HASTA EL INFINITO

 

La causa de que abandonara su sueño (que iba por el camino de convertirse en eterno) fue el enorme dolor que sentía en su cuerpo entumecido de frio, que se manifestaba como si le estuvieran clavando miles de agujas en él. Abrió los ojos. Se miró. Iba vestida con algo parecido a un camisón largo. No podía ver el color. Estaba muy oscuro.  Intentó levantarse. Lo consiguió al cabo de unos interminables minutos con verdadero esfuerzo. Sentía las piernas dormidas, débiles, carentes de la fuerza necesaria para soportar su peso. Sintió una angustia como una pesada losa sobre ella a causa del miedo que empezaba a tomar posesión de su cuerpo a pasos agigantados. En un intento de calmarse inhaló y exhaló aire varias veces. Se calmó un poco, muy poco, para ser exactos, pero lo suficiente para atreverse a estirar los brazos y tantear con las manos lo que había a su alrededor. Se topó con una pared de acero a su derecha, otra a su izquierda y otra en la parte de atrás. Delante parecía ser más gruesa. Al tacto descubrió una rendija en el centro. A su derecha vio un panel de botones, iluminados tenuemente, con números en cada uno de ellos. Contó seis, si es que el 0 cuenta, claro.

Dedujo que estaba en un ascensor. Sonrió al descubrir que podía deducir cosas tan obvias a pesar el pánico que sentía. En un muy pequeño. Sintió que la claustrofobia se adueñaba de ella. Si no intentaba calmarse entraría en pánico y aquello no la ayudaría en la ardua tarea de pensar en una solución para salir de allí.

Había una luz en el botón 0 pero las puertas estaban cerradas. Probó marcando el 1. Aquella caja se movió con un ruido estridente. Subía. Se paró de golpe. Esperó. Las puertas se abrieron. La oscuridad era la misma dentro que fuera, pero había algo diferente. En el ambiente había un olor a chocolate caliente. Cerró los ojos y aspiró ese aroma.

Cuando los volvió a abrir se vio a si misma con 10 años en la cocina de su casa. Su madre le estaba sirviendo un tazón muy grande. Sobre la mesa había una bandeja con churros recién hechos, espolvoreados de azúcar. El corazón le dio un vuelco y no pudo contener las lágrimas.

Quiso gritar el nombre de su madre, pero de su garganta salió algo parecido a un carraspeo. Su madre, sin embargo, pareció oírla porque se dio la vuelta para mirarla con aquellos grandes ojos negros que tanto echaba de menos.

-Tienes que seguir adelante, hija –le dijo- sigue subiendo, no te pares.

Las puertas se cerraron de golpe y volvió a su mundo de tinieblas y oscuridad.

Visiblemente emocionada, las manos le temblaban cuando marcó el número 2

Las puertas se abrieron de nuevo.

Se escuchaba música muy alta, risas y movimiento de ir y venir de personas. Escuchó una voz que la llamaba.

-¡¡¡Elisa!!! Ya has llegado –le decía Juan- venga vamos a bailar, esta canción me encanta.

Era Juan su novio de la universidad.

Recordaba aquella noche. Era la fiesta de la graduación. Había sido un día perfecto. Feliz. Inolvidable.

Miró a su alrededor buscándolo. Preguntándose dónde estaba. Por qué no estaba con ella allí.

Los sonidos se fueron mitigando poco a poco. Las puertas del ascensor se cerraron de nuevo.

Otra vez se quedó sola envuelta en la negrura más profunda.

Lloró durante un buen rato. Miles de preguntas se agolpaban en su garganta. Sólo quería gritar. Lo peor no era la soledad que sentía en su alma. Lo peor es que no había nadie que le diera las respuestas ansiadas. Entonces se le ocurrió la idea, la única que tenía cabida en su cabeza en ese momento, estaba muerta y ese era e infierno. Porque, qué otra cosa podría ser si no.

El botón número tres del ascensor se iluminó. Se levantó lentamente para pulsarlo, porque sabía que si no lo hacía aquella caja metálica no se movería. ¿Qué sorpresa le esperaría cuando las puertas se abrieran? No quería saberlo. Pero algo le decía que si quería seguir adelante tenía que pulsarlo.

Así lo hizo.

Las puertas se abrieron, una vez más.

Oscuridad acompañada de una música que reconoció al instante. Era el son nupcial. Era el día de su boda.

Estaba radiante. Recordaba que se había enamorado de aquel vestido en el momento justo en que lo vio en el escaparate de aquella tienda.

Juan estaba radiante con su traje negro, irradiaba felicidad por cada poro de su piel. No pararon de reírse ni un segundo. Eran la viva imagen de la felicidad.

Esta vez trató de hacer algo que no había intentado en los otros dos pisos. Traspasar las puertas del ascensor.

Levantó un pie para salir de él. Su sorpresa fue mayúscula cuando se topó con un muro invisible que como si de una cama elástica se tratara, rebotó contra ella terminando contra la pared del fondo.

Perdió el equilibrio y terminó en el suelo.

No podía salir de allí. Le había quedado más que claro. Estaba a merced de aquel infernal sitio.

El botón número 4 se iluminó.

Lo pulsó.

Se abrieron las puertas. Oscuridad otra vez, como no. Pero reconoció una voz.

-Cariño ya estoy en casa –era la voz de Juan, su marido

Ella estaba en la cocina ultimando los últimos preparativos de la cena sorpresa que le había preparado. Tenía un sobrado motivo para hacerlo. Estaba embarazada.

Fueron pasando ante ella las imágenes del crecimiento de su barriga. Los preparativos para la llegada del bebé. La decoración de la habitación. Elegir un nombre. Querían que fuera una sorpresa el sexo del bebé que venía de camino. Pasaban las noches hablando sobre él. Felices. La familia crecía.

El día del parto había llegado. Sus padres habían pasado el fin de semana con ellos. Los dolores comenzaron un lunes a media mañana. Juan había salido a trabajar. Sus padres se ofrecieron a llevarla al hospital, las contracciones eran cada vez más fuertes. De camino al hospital llamarían a Juan.

Pero nunca llegaron. Un camión sesgó sus vidas. Excepto la de ella.

- ¿POR QUÉ? –le preguntó a la nada con un grito desgarrador.

Aquello era un juego macabro. No podían estar haciéndole eso. No…. Eran tan dolorosos esos recuerdos. Miles de dagas clavadas por su cuerpo no le provocarían ni la milésima parte del dolor que sentía. Un dolor que la corroía por dentro rompiéndole el corazón en mil pedazos.

Pero parecía que no le querían dar tregua. El botón número 5 se iluminó.

Estuvo tentada de no levantarse. Para qué, pensó. Pero al mismo tiempo una voz interior le decía que podría ser el último piso, el de la libertad, el de poder salir de allí, el que acabara con la tortura a la que le estaban sometiendo. No perdía nada por comprobarlo. Porque lo había perdido todo. No le quedaba nada.

Pulsó el ultimo botón y esperó.

Las puertas tardaron más de lo normal en abrirse.

Cuando lo hicieron una intensa luz que se proyectó sobre el pequeño cubículo en el que estaba llenándolo de claridad.

Dos figuras avanzaban hacia ella al compás de la melodía de un saxofón. Eran sus padres. Su madre llevaba un bebé en brazos. Supo que era su bebé. Le sonreían. El bebé dormía plácidamente. Ella, sin importarle nada, corrió hacia ellos. Esta vez no encontró impedimento para hacerlo. Los abrazó con fuerza. Cogió a su bebé entre sus brazos, mientras lo mecía con ternura y lo colmaba de besos. Le prometieron que cuidarían de él. Tenía que regresar. Tenía toda una vida por delante. Tenía que aprender a vivir con aquel dolor. Ellos siempre velarían por ella.

 

El sonido del móvil lo despertó. Desorientado miró el despertador. Marcaba las 4 de la mañana. Juan se irguió de golpe en la cama. Sabía que una llamada esas horas no pronosticaba nada bueno. Las manos le temblaban cuando cogió el móvil y miró el número que había en la pantalla.

Lo había arrancado de un sueño. Elisa estaba junto a él en la cama. Su mirada cargada de amor le sonreía mientras le hablaba de modo extraño, como si le estuviera recitando una poesía:

La oscuridad del mundo,

Lo sabes, no osará jamás,

Apagar la llama… ya no.

Pues nuestro amor se escribió con un do sostenido…

Hasta el infinito.

 

Respondió la llamada. La voz que escuchó al otro lado del teléfono le era familiar. Enseguida supo quién era.

-Su esposa está consciente y pregunta por usted –le dijo el médico de Elisa en tono amable y a la vez apremiante.

Rompió a llorar. Era la mejor noticia que le podían dar. Ya había perdido la esperanza después de tres meses en que su esposa había caído en el estado llamado de “Mínima conciencia” tras el shock sufrido por la pérdida, en aquel fatídico accidente, de sus padres y su bebé. Los médicos habían sido claros con él. El porcentaje de que volviera a reaccionar, exceptuando un milagro, eran escasos.

 

 

 

 

miércoles, 22 de junio de 2022

SENTENCIA

 

Un recinto circular. Antorchas colocadas estratégicamente entre los muros de piedra para que cada rincón estuviera iluminado. Siete tronos elaborados a través de la madera de ginkgo, árbol inmortal. Siete arcontes, gobernantes del reino de las tinieblas. Siete dictaminarán por unanimidad la sentencia a aplicar. Eso es lo pactado, pero hoy, tan solo seis están presentes. Viento, tierra, naturaleza, agua, fuego y hielo. En el centro un ángel portando una espada con restos visibles de sangre en ella. Sus alas han dejado atrás su esplendor y su pureza. El ángel había sido derrotado, tras herir de muerte al arconte de la electricidad cuya divinidad era la eternidad. Pero falló en su empresa. El arconte seguía con vida. Entró en el recinto cuando la sentencia a aplicar estaba a punto de hacerse pública. Los seis habían decidió aceptar a aquel ángel entre los suyos, de todos era sabido que su vuelta al paraíso era impensable. También conocían la crueldad y malicia con la que actuaba el arconte al que había intentado matar. Su gran poder y su gran ira eran desmesurados.

El maquiavélico arconte juzgó a aquel ángel. Su decisión era inapelable, hecha bajo la coacción y las amenazas hacia sus compañeros presentes. Lo condenó a vagar eternamente entre los dos mundos, nunca volvería al paraíso y nunca sería aceptado entre ellos. Aquella, era la peor condena porque durante su sueño eterno estaría condenado a recrear, una y otra vez, su acto y su juicio.


REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...