Se reunieron para celebrar el principio.
Mateo, junto a sus compañeros pararon, después del
trabajo, en la “milla verde” para tomar una cerveza.
Para cuando decidieron irse a casa aquella primera
cerveza había dado paso a otras cinco. Se ofrecieron a acercarlo al pueblo
donde vivía, pero él rehusó amablemente la oferta, alegando que necesitaba
caminar aquel kilómetro que distaba desde ese bar de carretera a su casa. Le
vendría bien para despejar la cabeza.
La noche era calurosa. Había luna llena. Aquello le
facilitaba las cosas a Mateo a la hora de caminar. Su luz, aunque tenue, iluminaba
el camino que iba recorriendo. Su estado era peor de lo que se había imaginado.
Las piernas le flaqueaban y sentía como si alguien le estuviera clavando cientos,
miles de alfileres en la cabeza. Así que decidió tomar un atajo. Nadie en su sano
juicio lo haría a esas horas de la madrugada, pero él no vaciló lo más mínimo
cuando cruzó la puerta del camposanto. Ayudado
por la linterna de su móvil avanzaba con paso firme y acelerado, sin llegar a correr,
pero casi, entre las tumbas, mirando siempre al frente con el corazón encogido,
esperando no encontrarse con algún espectro por el camino. Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensarlo. Pero
no fue eso lo que se encontró, sino con tumbas resquebrajadas y vacías, como si
los inquilinos que las moraban hubieran decidido que aquella era una buena
noche para salir a dar un paseo por el mundo de los vivos.
Con el haz de luz que arrojaba la linterna de su móvil
iluminó a su alrededor. No todas estaban abiertas. El terror más absoluto se
apoderó de él. Comenzó a correr. Vislumbraba la valla que cercaba el
cementerio, no tendría problemas para saltarla, pero cuando más corría hacia
ella ésta parecía que se iba alejando a la misma velocidad. Desesperado y a
punto de desfallecer se paró para tomar aire. Entonces lo escuchó. Alguien
corría en su dirección. Se escondió detrás de un ángel tallado en piedra, ajado
y cubierto de musgo por los muchos años que llevaba expuesto a las inclemencias
del tiempo. Era un esqueleto. Corría como alma que lleva el diablo. Saltó el
muro con una facilidad pasmosa y siguió corriendo en dirección a las montañas,
que como un cinturón rodeaban el pueblo. La lucidez volvió a tomar el control
de su cuerpo. Le entraron ganas de orinar. Mientras eliminaba los líquidos
sobrantes frente al muro que bordeaba el cementerio, tuvo una idea que la razón
rechazó de inmediato, pero la curiosidad ganó la batalla. Saltó el muro y
comenzó a caminar en la misma dirección que minutos antes había hecho aquel
esqueleto. Que, dicho sea de paso, juraba que había sido fruto de la borrachera
que llevaba. Pero al mismo tiempo no perdía nada en averiguar hacia donde
llevaba aquel camino por el que había desaparecido aquella alucinación.
Caminó durante veinte minutos hasta que se topó con una
valla y un letrero que rezaba: PROHIBIDA LA ENTRADA a la cueva. Había oído hablar
de aquel sitio, aunque nunca se había aventurado a ir hasta allí. Hacía más de
cien años aquello era una mina de carbón. Su abuelo había trabajo allí al igual
que el padre de éste. Unos años atrás, unos chavales con ganas de aventuras, se
habían colado en aquella cueva. Nunca más se supo de ellos. Así que aquel sitio
se convirtió en un lugar maldito, de acceso prohibido. Vio un par de cámaras.
No sabía si seguían en funcionamiento, de hecho, le daba igual, tenía que saber
qué le había llevado a aquel esqueleto ir a aquel lugar. Que era mala idea
hacerlo, sí, pero ya había llegado muy lejos para echarse atrás. Comenzó a
llover. La típica tormenta de verano, pensó, pasará pronto. Corrió los
doscientos metros que le distaban de la entrada de la mina. Estaba empapado. Se
miró. Su camisa blanca había perdido su color. Se había teñido de rojo. Sus
manos, su pelo, su cara, todo estaba cubierto de una sustancia escarlata. Se mojó
los labios con ella y descubrió que era sangre. Todavía estaba intentando
encontrar un sentido a todo aquello cuando escuchó ruidos provenientes del interior
de la cueva. Risas, aplausos, vítores, era lo que escuchaba. Entró. Había un
largo pasillo iluminado con antorchas a ambos lados. Aquel camino iba desciendo
a medida que lo recorría como si el final del mismo terminara en las entrañas
de la tierra, en el mismo infierno. Caminó un buen rato hasta que los gritos le
llegaron más nítidos, indicándole que había llegado a su destino. Se topó con
una gran sala circular. La mala iluminación dejaba ver sombras alargadas y
grotescas danzando a sus anchas por doquier. Vio una columna. Se escondió tras
ella. No lo habían visto llegar. Desde allí tenía una buena visión de todo el
recinto. Lo que vio le encogió el corazón y un grito se ahogó en su garganta.
Estaba repleto de esqueletos. En el centro, un ángel negro alado había tomado
la palabra. Todos lo escuchaban con atención. De vez en cuando alzaban sus
huesudos brazos y emitían sonido parecidos a un grito victorioso proveniente de
¿de dónde? Porque no tenían garganta. Sus ojos recorrieron cada centímetro del
lugar. Al fondo vio a otro ángel. Este era diferente. Un aura de luz lo
rodeaba. Estaba de rodillas con la cabeza agachada y llevaba una trompeta entre
sus manos. La misma con la que había tocado la primera plaga, la de convertir
el agua en sangre.
El ángel negro hablaba en esos momentos:
-Los sepulcros se abrieron y los cuerpos de la escoria
más grande que ha pisado esta tierra se han levantado. ¡¡¡Aquí estáis hermanos!!!
Se escuchó una ovación que hizo temblar los muros de la
vieja mina.
-He venido para deciros que el Principio ha llegado. Tomaremos
el mundo. Pero primero que hacemos con el arcángel Gabriel aquí presente.
La respuesta no se hizo esperar
- ¡Matadlo!