miércoles, 23 de noviembre de 2022

ANDRAS, EL DEMONIO

 

Alejandro Bernad. Hombre poderoso donde los haya. Levantó su imperio de la nada. Nació en el seno de una familia humilde. Su madre modista, confeccionaba vestidos para las mujeres de la alta sociedad parisina. Su padre, trabajada como mayordomo en la casa del primer ministro francés de entonces, Paul Reynaud.

Alejandro, hijo único, se crio en la mansión donde trabajaba su padre. Desde pequeño sabía lo que no quería ser de mayor: un donnadie como su padre. Aspiraba a formar parte de aquel círculo cerrado de gente pudiente y de poder. Comenzó a coquetear con temas satánicos.  Se empapó de conocimientos, llegando a ser un experto en la materia.

Despuntaba en los estudios. Su capacidad intelectual superaba, con creces, la media. Pronto se adentró, haciéndose un experto, en el arte de la manipulación, mentiras y engaños. Con menos de 10 años supo camelarse a la familia del primer ministro, consiguiendo así recibir una educación igual a la de sus hijos, que estudiaban en casa con los mejores maestros.

Sus notas eran las mejores, superando a los hermanos Reynaud. A los 18 años terminó la carrera de Derecho. Los grandes bufetes del país se lo disputaban.

Sus engaños y estrategias crecieron a medida que ello hacía. Al morir sus padres heredó una pequeña casa y una pequeña fortuna que su padre había ido ahorrando a lo largo de los años. Invirtió bien el dinero en la bolsa y al poco tiempo cuadriplicó la suma pudiendo adquirir una mansión superior a la que se había criado.

Llevaba una vida de excesos. Era un joven muy apuesto, siempre se le veía rodeado de mujeres hermosas y acompañado de grandes figuras de la política. Todos lo adoraban. Era un sabio entre sabios. A él los halagos y las adulaciones le encantaban. Y sus ansias de poder parecían ser inagotables. Se había propuesto ser el hombre más poderoso en la faz de la tierra y llevaba camino de conseguirlo hasta que….

A pesar de su gran carisma e inteligencia era un hombre con muchos prejuicios. Era racista, homófono, machista en exceso, consideraba que las mujeres eran una raza inferior que no deberían tener pensamientos propios ni privilegios algunos salvo los de servir a los hombres en cuerpo y alma.

En la fiesta de fin de año que celebraba en su casa, una mujer hermosísima hizo acto de presencia. A su paso se hacía el silencio absoluto. Los presentes no sólo quedaban extasiados por su gran belleza y su aspecto angelical, sino también por la fuerza y el control que desprendía al caminar.

Alejandro Bernad no fue una excepción. Quedó impresionado al verla. Ella se acercó a él. Lo invitó a bailar. Sonaba El Vals del Emperador. Al compás de la música Alejandro sintió que sus pies no tocaban el suelo. Tener a aquella mujer entre sus brazos era puro placer, había oído hablar del Edén y supo con certeza que, si realmente existía aquel lugar, estaba en él.

Bailaron y bailaron como sino existiera nadie más en el salón salvo ellos dos.

Al terminar la pieza, él le ofreció algo de beber en su salón privado. Ella aceptó.

Ella le dijo que había oído hablar mucho sobre él. Era conocido en todo el mundo. Esas palabras aumentaron más, si cabe, el ego del joven. Le ofreció una copa de champán y estuvieron charlando hasta el amanecer. Supo algo que nunca podría haber imaginado hasta ese momento: se había enamorado perdidamente de aquella mujer.

Salieron al balcón para ver la salida del sol. Era el momento perfecto, pensó él, para robarle un beso.

Acercó sus labios a los suyos. Se fundieron en un apasionado beso.

Entonces Alejandro comenzó a notar como si miles de insectos corrieran por su boca. Preso del pánico se separó de ella. Pero se dio cuenta de que estaba abrazando a la nada. La mujer había desaparecido.

Sintió que se atragantaba. Su cuerpo estaba infestado, tanto por dentro como por fuera, por pequeños escarabajos negros como la noche, negros como el pecado.

Aquellos bichos habían llegado a su cabeza. Notaba como se movían dentro de ella. Como comían su cerebro. El demonio devoró la cabeza del sabio.

Su mayordomo entró poco después para llevarle otra botella de champán.

Lo encontró tirado en el suelo. Solo.

Estaba vivo. Lo levantó y lo llevó hasta una silla. Le dio un poco de agua. Pronto el color volvió a sus mejillas del joven.

Alejandro le hizo una petición a su mayordomo que lo dejó desconcertado. Quería que lo acercara hasta un espejo.

Había uno en aquella habitación. Cuando vio su imagen reflejada en él sonrió. El demonio que lo había poseído, Andras, aquella mujer bellísima y de aspecto angelical, tenía grandes planes para el futuro, primero del país, luego… del mundo entero.

 

lunes, 21 de noviembre de 2022

HABITACIÓN 232

 

Habitación 232. Una enfermera situada en el umbral de la puerta observaba a los dos pacientes estaban en ella. Su cara reflejaba desconcierto, pena y resignación.

Le preocupaba la joven que se debatía entre la vida y la muerte, enchufada a una máquina que la mantenía con vida. Un joven no se separaba de su lado. Ahora se había quedado dormido con la cabeza sobre la cama sin dejar de agarrar la mano de la muchacha. En el otro lado de la habitación, separados tan solo por una cortina blanca, un hombre mayor dormía plácidamente.

Se disponía a entrar en la habitación, cuando un escalofrío recorrió todo su cuerpo. La temperatura había bajado considerablemente. Sabía lo que significaba aquello: la muerte estaba cerca.

-Hola Gladys –le saludó cordialmente una figura embozada en una túnica negra que apenas dejaba ver su rostro.

-Hola –le respondió la enfermera- me imagino que no estás aquí por casualidad

La figura soltó una carcajada.

-Mi querida enfermera, parece mentira que a estas alturas no sepas que yo no hago nada por casualidad.

Ella esbozó una triste sonrisa.

- ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos?

-Más de diez años -le respondió Gladys- Me da pena que ella…. Ya sabes…

La muerte hizo un ademán rápido con su huesuda mano, en señal de que ya sabía a lo que se refería.

-Lo sé. Pero ya sabes que la vida es un regalo y que yo apareceré cuando menos se espera.

- ¿Por qué no te llevas a ese hombre? - le preguntó señalando la cama donde descansaba el anciano

-Ese hombre, vivirá unos años más –le respondió- a ella vine a liberarla de su sufrimiento.

-No es justo –le espetó ella, en un tono que distaba mucho de ser cordial.

-Lo sé, querida.

-Parece que no te importa –le reprochó la enfermera.

-Importe, o no, tengo que hacer mi trabajo –le dijo un poco enfadada la muerte por el atrevimiento de Gladys en juzgarla- así que es mejor que te apartes.

--¿Y, sino que? –le dijo ella desafiándola.

La muerte lanzó una sonora carcajada. Tenía agallas aquella mujer, pensó.

-No puedes morir dos veces querida, si no te apartas entraré de todos modos, sólo quería ser amable, nada más

La enfermera lo dejó pasar.

-Míralos – dijo la muerte- Ese hombre ha vivido una vida plena, ha tenido una bonita historia de amor, sin embargo, saldrá de esta y todavía le quedan unos cuantos años de vida.

Guardó silencio.

-Ella –continuó hablando mientras sus cuencas ausentes de ojos se posaban sobre la joven. - Ella ha tenido un accidente de coche junto al chico con el que había comenzado una historia de amor.  Hay finales que cuentan historias y principios que tal y como empiezan se borran para siempre.

La máquina que le proporcionaba la vida a la joven comenzó a pitar. El joven que estaba a su lado se despertó y comenzó a gritar pidiendo ayuda. En minutos la habitación se llenó de gente.

La enfermera se alejó por el pasillo cabizbaja y triste, desvaneciéndose a cada paso que daba.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 16 de noviembre de 2022

SENTENCIA DE MUERTE

 

“El oráculo pide la muerte de…”

Un silencio sepulcral reinó en la sala.

Un hombre y una mujer aguardaban el veredicto. Las manos atadas a la espalda.  Impertérritos esperaban a que dijeran su nombre y la muerte les llegara.

Un hombre alto, delgado, con el cabello muy corto, rubio, casi blanco, vestido con una túnica blanca, en señal de la pureza de sus actos, había pronunciado aquellas palabras. Sonreía.

Él era el Vigía, el ojo que todo lo ve. Él era la voz que habla. Él era el dios supremo. El rey de reyes. Él era el Oráculo.  Se regodeaba con el suspense que estaba causando, la intriga, la incertidumbre, la paranoica que causaba en la mente de aquel hombre y a aquella mujer esperando que su nombre no fuera pronunciado. En verdad, disfrutaba cada segundo de aquel teatro que él solo había montado.

Los dos eran culpables de enturbiar la pacifica vida de los habitantes de aquel pequeño pueblo aislado de todo y de todos, aislado del resto del mundo. Ninguna información del exterior era compartida con sus súbditos, porque la ignorancia los hacía borregos, la ignorancia los hacía temerosos, la ignorancia le daba poder.

El hombre se había presentado como representante de una deidad, un único dios todopoderoso, con el poder de otorgar la inmortalidad a las almas que creían en él y el fuego eterno del infierno a los que lo renegasen.  

Había creado un gran revuelo en el pueblo. Incluso algunos tuvieron la osadía de alzarse en su contra, alzarse contra el Oráculo.

Ella había llegado en un carro de hierro. Con vestimentas inapropiadas para el cuerpo de una mujer. Enviada por las fuerzas del mal, lo había seducido primero, para luego intentar matarlo.

Los dos merecían morir. Pero la decisión estaba tomada.

Se acercó a ellos. Caminaba despacio. Tomándose su tiempo. Sin dejar de sonreír. Estaba claro que estaba disfrutando con todo aquello.

Estaba tan cerca de ellos que podía oler el sudor que bañaba los cuerpos de aquellos infelices, esperando su sentencia de muerte.

La mujer miró al hombre que estaba a su derecha. Él también la miró.

Un casi imperceptible movimiento de cabeza de ella le indicó que era la hora.  

Habían logrado aflojar las cuerdas que ataban sus manos.

En un rápido movimiento se abalanzaron sobre el oráculo que había sido lo suficientemente incauto como para creer que estaba libre de peligro y había prescindido de su habitual escolta.

Los prisioneros trajeron la muerte del oráculo.

 

 

lunes, 14 de noviembre de 2022

EL DIABLO SIEMPRE GANA

 

Un ruido lo despertó. Miró el reloj. Marcaba las3:33. Sabía lo que significaba a ello. La mujer que estaba a su lado se movió. Esperaba que no se despertara. No lo hizo. Se giró y siguió durmiendo. Mejor así. No quería que viera lo que iba a suceder. Es más, sabía que ella estaba relacionada con EL visitante.

Todo había comenzado tiempo atrás. Ni en un millón de años habría podido imaginar todo lo que se podía encontrar en internet. Desde hechizos de amor, pasando por cómo matar a una persona, hasta cómo hacer un pacto con el DIABLO Él hizo esto último.

Siguió todos los pasos. Se situó frente al espejo del baño. Se rodeó de 13 velas negras. Recitó una oración. Eligió la hora señalada. Las 3:33 ni un minuto más ni uno menos. Y pidió un deseo. Casi todos los mortales pedirían riquezas al diablo, pero él no, él quería la inmortalidad.

Dos semanas después sonó el timbre de la puerta. Como no podía ser de otra manera a las 3:33.

La abrió. Frente a él había un hombre. Estaba pulcramente vestido. Llevaba un traje negro, camisa blanca y una corbata granate. Su pelo canoso le llegaba hasta los hombros. Perfectamente peinado, perfectamente cortado. Agarraba un maletín negro con su mano derecha. Le sonrió. Su sonrisa le mostró unos dientes perfectamente alineados, blancos como la nieve. La imaginación no SIEMPRE acierta.

Le hizo pasar hasta el salón. Se sentó en su sofá. Le ofreció algo de beber que el hombre rechazó amablemente. Sin más preámbulos fue al grano. Tenía prisa, le dijo. Todavía tenía que visitar a más clientes.

Ante los ojos temerosos del hombre abrió el maletín. Sacó una hoja de papel y un bolígrafo. Los puso sobre la mesa y le dijo que firmara.

Armando leyó el documento. Su cara demudó de color con cada palabra que leía. Tenía que entregarle un alma al mes. Miró al diablo a los ojos. Vio reflejado en ellos el placer que le causaba todo aquello. Él estaba terriblemente asustado.

-No puedo hacer lo que me pide –le dijo en un hilo de voz.

El hombre recogió el papel y el bolígrafo lo guardó en el maletín y se levantó con la intención de marcharse.

- ¡Espere! –le gritó.

El diablo se detuvo a pocos metros de la puerta.

- ¡Lo haré!

Firmó el documento.

Durante los siguientes años todo había ido bien. Había cumplido, a rajatabla, lo estipulado en el contrato.

Un día conoció a una joven. Desde el primer momento en que la vio supo que quería pasar el resto de su vida con ella. O por lo menos los años que pudiera antes de que tanto ella como el resto del mundo se dieran cuenta de que no envejecía. Se dieran cuenta de que no podía morir.

Y ahora…. sabía que era él. Porque no había matado a nadie ese mes. Pero el tiempo junto a Elisa pasaba como un suspiro. No quería separarse de ella ni un segundo. Nunca había sido tan feliz. La había soñado una y mil veces. Y no cejó en buscar las letras necesarias que señalasen la ruta de su nombre. No paró hasta encontrarla.

Era consciente de que no había cumplido su parte del contrato. Y ahora…. era tarde.

Abrió la puerta. Estaba nervioso. Volvió a ver a aquel hombre frente a él.

Sin mediar palabra el diablo entró en su casa.

Fue hasta el salón y se sentó en el sofá donde lo había hecho años atrás.

Cogió el contrato entre sus manos dispuesto a romperlo.

Armando le gritó, le suplicó que no lo hiciera.

Una voz de mujer lo llamó por su nombre desde el piso de arriba.

El diablo levantó la mirada. Sonrió.

-Aun estás a tiempo –le dijo sonriendo.

Armando de rodillas le suplicó que no podría hacerlo. Ella no. La amaba.

Pero al mirar a los ojos a aquel ser supo que sus plegarias eran en vano.

Comenzó a romper el contrato

-¡¡¡Está bien!!! –le gritó el hombre

Dirigió sus cansados pasos hasta la cocina.

Cogió el cuchillo más grande que encontró.

Subió las escaleras.

El diablo siempre GANA.

 

 

 

 

miércoles, 9 de noviembre de 2022

TRATAMIENTO MORTAL

 

Salió de su letargo. Abrió los ojos. Estaba confusa. Le dolía mucho la cabeza y tenía la boca muy seca, le costaba tragar saliva. Miró a su alrededor. Estaba en un lugar apenas iluminado. La luz de la calle arrojaba la luz suficiente para darse cuenta de que estaba en una habitación de hospital. Quiso levantarse. No pudo. Tenía las manos y los pies atados a la cama. Quiso gritar. No lo hizo. Respiró hondo. Intentó calmarse. Se concentró en escuchar algún ruido.  Nada. Estaba sola. Sus ojos se acostumbraron a la poca luz. Se dio cuenta de que tenía las muñecas vendadas. Sendas manchas de sangre enturbiaban el blanco de las vendas.  Intentó recordar lo que había pasado. Estaba claro que había intentado cortárselas. Pero no recordaba haberlo hecho.  Nunca haría tal cosa. No tenía motivos para hacerlo y sin embargo…. ahí estaba la evidencia de que lo había intentado.

Cerró los ojos. Su cerebro estaba inerte, como un amasijo de hierros de un coche tras un accidente. No lograba recordar nada. Aun así, no se rendiría. Tenía una vía puesta por la que llegaba el suero a sus venas. Se sentía tan cansada…. Sólo quería recordar.

La puerta se abre. Se hace la dormida. No quiere que sepan que ha despertado. No. Todavía no. Necesita recordar. Necesita que su cerebro vuelva a funcionar. Alguien se acerca a su cama. Le llega un olor, el aroma de una colonia. Le resulta familiar…. Una mano le toca la frente. Está fría. Ese aroma…. Unas imágenes pasan por delante de sus ojos. Ella entra en una perfumería. Escoge una colonia. Sabe que es la preferida de…. ¿de quién?

“Recuerda Elisa, recuerda”. Se dice.

Los pasos se alejan. La puerta se cierra tras ellos.

Entonces los engranajes de su mente empiezan a girar. Sus recuerdos parecen volver poco a poco.

¡Sara! Se llama Sara. Por fin recuerda. Sara su mejor amiga. Trabajan juntas como enfermeras en el hospital. Le había comprado una colonia por su cumpleaños. Hacía… una semana. Sí. Estaba recordando.

Bien….

Escucha la puerta de su habitación abrirse. De nuevo pasos acercándose a su cama.

Y la voz de Sara hablándole.

-Querida qué se siente al estar ahí. Ahora eres la paciente. Te voy a poner otra bolsa de suero. Esta es la que curará tus heridas para siempre. Porque tus heridas no son físicas, están en el alma. Elisa, siempre fuiste tan correcta, tan moralista. No podía permitir que me delataras, porque estabas a punto de darte cuenta de que yo era la culpable de todas esas muertes. Lo pude ver en tu cara, en cómo me miraste cuando anoche fui a tu casa. Vi miedo en tus ojos. No supiste reprimirlo. Pero yo iba preparada. Una botella de vino. Un fuerte sedante. Te bebiste la copa sin rechistar, sin desconfiar. Siempre fuiste tan buena…. Viendo en cada momento el lado bueno de las personas… Lo demás vino solo. La bañera. Los cortes en las muñecas. Un suicidio en toda regla. Pero tuvo que llegar tu marido. Pensé que estaría fuera todo el fin de semana. Pero no, tuvo que volver. Pero logré escapar. Él te encontró y ahora nos encontramos en esta situación. Esta vez no fallaré.

Los recuerdos volvieron a su memoria a raudales. La llegada de Sara. La botella de vino que se habían bebido. Cómo comenzó a marearse hasta perder el conocimiento. Pero antes….

Había mandado un correo al director del hospital esa tarde, antes de que Sara llegara a su casa. Sabía que lo leería a primera hora de la mañana. Pensó en llamarlo, pero todavía no tenía todas las pruebas para implicarla en las muertes acaecidas en el último mes. Sospechaba que inyectaba insulina en las bolsas del suero. La muerte de los pacientes se producía en horas, en un día a lo mucho.

Elisa sufrió el tratamiento mortal. Sara le había puesto la bolsa de suero letal.

Ya había amanecido. No sabía qué hora era. El tiempo jugaba en su contra.

Sara la arropó. Le apartó un pelo que le tapaba la cara. Se inclinó sobre ella y le susurró al oído.

-Descansarás eternamente, querida amiga.

Escuchó sus pasos alejándose de su cama. Sonaban cada vez más lejanos. Estaba tan cansada. Necesitaba dormir.

Entonces….

La puerta se abrió de golpe. La habitación se llenó de gente. El director del hospital había ido a trabajar antes aquel día. Tenía una reunión importante a las 8. Lo primero que hacía cada mañana a llegar a su despacho era leer su correo.

 

 

lunes, 7 de noviembre de 2022

ORACIÓN DE MUERTE

 

ORACIÓN DE MUERTE

 

Convento de María Auxiliadora, año 1856

 

- ¡Santa Muerte, te suplico que escuches mis plegarias! El dolor que me embarga que me corroe las entrañas y se ha llevado mis ganas de vivir, es más fuerte cada día que pasa. Mi cuerpo ya no necesita alimentarse, ha de romper las cadenas que lo tienen anclado a la vida, mi alma quiere ser libre, volar eternamente hacia las estrellas donde, con seguridad, encontrará la paz tan ansiada junto a mi amado… Santa muerte, ten piedad de mí. Espero con ansia tu llegada. Mi vida en la tierra ya no tiene sentido. ¡Santa Muerte ven a por mí… te lo suplico!

Una joven arrodillada frente a un humilde camastro rezaba con fervor. Estaba desnuda. Su cuerpo mostraba una extrema delgadez.  En el suelo descansaba una túnica talar de lana, el hábito que llevaban las monjas de ese convento.

Golpeaba su espalda con punzantes espinas. Una y otra vez. Sin dejar de rezar. Esperando que la ansiada muerte fuera a buscarla.

A causa del dolor aquella muchacha perdió la conciencia.

La muerte había escuchado sus plegarias. La observaba desde un rincón de su pequeña y húmeda celda, oculta entre las sombras.

Se acercó a ella. La contempló de cerca. Yacía boca abajo sobre el frio suelo empedrado. Tenía la espalda ensangrentada, la piel hecha jirones. Su respiración entrecortada denotaba que la vida se le escapaba a cada aliento que exhalaba. 

Conocía la historia de esa joven. Encerrada en aquel lugar por petición de su padre. La depresión que sufría aquella muchacha fue tomada por una enfermedad mental. La causa de aquel mal que la embargaba era la falta de noticias de su amado tras varios años de espera. Había partido a luchar en una guerra en nombre del Rey. Nunca había regresado ni se sabía nada de él.

Pero la muerte sabía lo que le había pasado al joven amado. Ella lo había ido a buscar cuando las heridas que presentaba presagiaban el final de su vida.

La muerte cogió a la joven entre sus brazos. Despacio, como quien recoge a un pajarillo herido. La miró con ternura mientras besaba su rostro cubierto de lágrimas.  Ella abrió los ojos. No vio a la muerte frente a ella.  Vio a su amado. Sonrió. Él había venido a buscarla.

“Aún en una resignada carencia, aguardaba su peregrina huella”

 

miércoles, 2 de noviembre de 2022

LA CORTINA CARMESÍ

 

Pablo, un joven alto y desgarbado de 17 años, era el sobrino de Víctor Damon, un afamado pintor de retratos muy reclamado en la alta sociedad francesa. El muchacho se había metido en algunos líos y sus padres esperando un milagro por parte del pintor lo mandaron a pasar un verano con él. El hombre vivía en una enorme mansión a las afueras de París.

A su llegada a la estación se subió al coche que lo estaba esperando y que lo llevaría al que sería su nuevo hogar en los siguientes tres meses.

Al ver la mansión se quedó estupefacto ante la inmensidad y la majestuosidad que desprendía aquellos muros de piedra de siglos de antigüedad. Todo estaba limpio y bien cuidado, eso incluía el gran jardín que la rodeaba. Se respiraba una gran paz y tranquilidad de la que no estaba acostumbrado.  El venía de vivir en un piso ubicado en el centro de Madrid. Al fondo vio algo que le alegró un poco aquel día de cambios, un embarcadero. Había una pequeña lancha pintada de rojo atada a un gran poste de madera.

El chófer ya había bajado las maletas y le pidió, amablemente, que lo siguiera al interior de la casa.

Por dentro era más impresionante todavía. Los muebles parecían sacados de una tienda de antigüedades. Enormes lámparas colgaban del techo. Y numerosos cuadros vestían las paredes. En ellos se veía siempre retratada a la misma mujer. Una joven pelirroja con la cara muy blanca y cubierta de pecas. Poseía una belleza deslumbrante y una gran sonrisa. Desbordaba felicidad y alegría. No conocía aquella mujer. Sabía que había estado casado e incluso había tenido una hija. También conocía el trágico destino que les había deparado. Habían encontrado la muerte en un accidente de coche. Éste se había caído por un precipicio. Nunca encontraron los cuerpos.

Unas enormes escaleras de madera en forma de caracol ascendían hacia el piso de arriba. Pablo siguió al hombre. Abrió una de las muchas puertas que había a lo largo del pasillo y lo hizo pasar. Era su habitación. Le informó que su tío lo vería a la hora de la cena, mientras tanto podía darse una vuelta por la casa y los jardines.

Así lo hizo hasta que de un viejo reloj sonaron nueve campanadas que retumbaron por toda la casa. Pasó a un gran comedor donde su tío lo esperaba sentado a la cabecera de una mesa.

Lo recordaba más joven. Hacía unos cinco años que no lo veía. Solía visitar a su hermana, su madre, dos o tres veces al año, hasta que un día dejó de hacerlo. El día que murieron su mujer y su hija. El día que compró aquella mansión.

Su tío seguía siendo el hombre hablador que recordaba. Parecía muy contento de tenerlo allí. Pablo le habló de sus padres, de sus estudios y de sus expectativas de futuro.

Él le sugirió que podía ayudarle en su estudio. Limpiaría los pinceles, iría a la ciudad a comprar el material que necesitaba y cosas así. El joven aceptó de buena gana.

A la mañana siguiente se presentó en el estudio de su tío. Estaba en la última planta, a la cual se accedía por las mismas escaleras que las que daban a la primera, donde estaban los dormitorios. Pero había algo inusual. Una puerta roja al final de las escaleras. La empujó y está se abrió lentamente emitiendo quejumbroso gemido.

Se quedó perplejo cuando entró. La última planta estaba libre de tabiques. Era diáfana. La luz entraba a raudales por los ventanales.

Estaban llena de cuadros, casi todos tapados con sábanas blancas, excepto uno de ellos que era en el que estaba trabajando su tío.

Su tío dejó el pincel y se acercó a él. Le enseñó el lugar mientras le daba instrucciones de lo que tenía que hacer. Cuando llegaron al fondo Pablo vio que había una parte oculta tras una cortina carmesí. Al ver el interés que aquello suscitó en su sobrino el pintor se apresuró a decirle que nunca, bajo ningún concepto corriera aquella cortina.

El joven asintió con la cabeza. Al tiempo que miraba fijamente a los ojos de su tío. Unos ojos negros y penetrantes que parecían atravesarle el cuerpo de parte a parte. Su mirada le asustó y tartamudeando logró decirle que no lo haría. El pintor le respondió que sí lo hacía le infringiría un gran castigo. El joven al escuchar aquello y viendo donde estaba se imaginó que en el sótano de aquella vieja casa tendría un buen surtido de aparatos de tortura.

Los días fueron pasando en total tranquilidad. Le gustaba ayudar a su tío e incluso comenzó a hacer pequeños bocetos. Su tío al ver el interés del muchacho comenzó a enseñarle algunas técnicas de dibujo.

Una noche escuchó ruidos en el exterior. La risa de unas mujeres rompía el silencio nocturno. Se asomó a la ventana. Habían llegado en el mismo coche que lo había traído de la estación varios días atrás. El chófer las estaba llevando hacia la casa.

A la mañana siguiente subió al estudio de su tío como siempre. No había rastro alguno de las muchachas.

Su tío había comenzado un cuadro nuevo. En él se veían a dos jóvenes, una con el cabello muy rubio, casi blanco y otra con el cabello negro como el azabache. Sonreían. Una imagen acudió a su mente, como un flash. La chica rubia era idéntica a la que había visto la noche anterior bajar del coche. Lo sabía porque ella había mirado hacia su ventana y bajo la luz de las farolas la había visto perfectamente.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo, a pesar de la temperatura en aquel lugar rondaba los 30 grados. Las ventanas estaban abiertas. Una ligera brisa movía ligeramente la cortina carmesí del fondo. Le pareció ver un pie asomando. Aquello no era posible. Allí, según le había dicho su tío, había retratos terminados. Encargos por entregar.

Esa noche la cena se realizó en total silencio. Su tío no estaba muy hablador. Quizá preocupado por su nuevo cuadro o cualquier otra cosa que le rondara por la cabeza. El muchacho respetó aquel silencio. Al terminar se fue a dormir. Su tío hizo lo propio y se fue a su cuarto que quedaba a dos puertas del suyo.

A medianoche escuchó unos ruidos en el piso de arriba. Se despertó asustado. Salió al pasillo. Allí se oían con más intensidad. Le extrañaba que su tío no se diera cuenta. Tocó en la puerta de su habitación y entró. El hombre estaba completamente dormido. Sus ronquidos lo delataban, así como, una botella de whisky vacía sobre su mesilla de noche.

A parte de él y su tío nadie más vivía en la casa. El personal acudía a primera hora de la mañana y se iban al oscurecer.

Subió despacio las escaleras. La puerta de acceso al estudio estaba abierta de par en par. Buscó el interruptor de la luz. Cuando las lámparas se encendieron, entró.

El ruido venía del fondo. El ruido procedía de detrás de la cortina carmesí.

Éstas se movían descontroladas como si una fuerte brisa las impulsara. Pero las ventanas estaban cerradas.

- ¿Quién anda ahí? –preguntó intentando que su voz no delatara el miedo que le embargaba.

Nadie respondió. Se hizo el silencio.

Siguió caminando en aquella dirección. Alzó la mano para correr la cortina, aun sabiendo que lo tenía prohibido.

Su mano quedó suspendida en el aire cuando escuchó unas risas. Una de ellas era la de una niña.

Retrocedió. Estaba aterrado.

Las diabólicas rascaron la cortina carmesí.

En pocos segundos quedó hecha jirones.

Entonces lo vio.

Dos muchachas tumbadas en una gran cama. Tenían puestas unas vías en sus brazos delas cuales salían unos tubos llenos de sangre. Dicha sangre iba hasta unos grandes cubos de los cuales una mujer y una niña pequeña, ambas pelirrojas, bebían con un ansia desmesurada.

 

 

 

 

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...