El llanto de un bebé la despertó. Somnolienta, a causa de
las pastillas que le daban para mantenerla calmada, le costó un rato orientarse.
Ese gemido lastimero la había arrancado de un hermoso sueño. Un sueño en el que
era libre. Un sueño en el que, con su bebé en brazos, caminaba por un vasto
prado cubierto de hermosas flores de colores. Un sueño del que, si le hubieran
preguntado, no querría despertar jamás. Pero ahí estaba. Otra vez despierta. En
otra realidad muy distinta a la soñada. Otra vez se encontraba sumida en el
infierno en el que se había convertido su vida, con los pies y las manos atadas
a la cama mediante unas grandes cadenas que le reducían el movimiento.
El llanto provenía de la pared que tenía a su derecha. A
pesar de que la noche ya había caído y que las sombras eran su única compañía
en aquella claustrofóbica habitación donde la tenían retenida, la luz tenue que
arrojaba la luna a través del pequeño ventanuco situado en el techo le dejaba
ver las marcas que había dejado en las piedras que recubrían su celda hechas
con sus uñas, fruto de la desesperación. Quería hacer un hueco en la pared y así
poder salvar a aquel bebé, su bebé…
Aquella era la causa de que la hubieran encadenado. El director del psiquiátrico, su marido,
había tomado aquella decisión. No la había consultado ni para eso, ni para
encerrarla allí tras la muerte de su bebé. Unas fuertes fiebres se lo habían
arrebatado de su lado, dejando en su lugar, una gran depresión que con el paso
de los días no hacía más que incrementar. Se despertaba a media noche porque
escuchaba el llanto de su pequeño. Salía a buscarlo desesperada por abrazarlo y
mecerlo entre sus brazos. Perdía la noción del tiempo. La encontraban al amanecer
media muerta de frío, temblando y balbuceando palabras inconexas.
Llevaba mucho tiempo atada. Pero eso no la disuadía de
Intentar llegar hasta la pared. Pero las gruesas cadenas se lo impedían. Lloraba
implorando clemencia. Lloraba… gritaba….
Entonces… la puerta se abría, siempre era igual, día tras
días, alguien entraba y le clavaba una aguja en el brazo. A veces veía la cara
de esa persona, otras veces debido a su dolor ni siquiera escuchaba la puerta
al abrirse…Luego se olvidaba de su existencia, la suya, la de su bebé y la del
mundo entero.
Pero ese día no gritó, no lloró ni siquiera intentó
llegar a la pared para salvar a su bebé. No lo hizo. Se sentó en su camastro.
Con la mirada puesta en la pared de dónde provenían los llantos y esperó.
Escuchó la puerta al abrirse. Cerró los ojos y se hizo la
dormida. Unos pasos se acercaron a ella. Notó como alguien se sentaba a su
lado. Conocía aquel olor. Aquella colonia. Sabía quién era.
Las sombras se habían vuelto sus alidadas. Le hablaban y
la tranquilizaban. Le dijeron lo que tenía que hacer. Le habían soltado las
cadenas de las manos.
Dejó que su marido le hablara largo y tendido. Le costó
mantenerse quieta cuando presa de la culpa y el remordimiento rompió a llorar.
El hombre apoyó su cabeza sobre su pecho y se adormeció.
Entre sueños escuchó una voz gutural que le susurra al
oído:
-¡¡¡Te arrastraré con mis cadenas hasta el abismo de la
locura!!!!
Al día siguiente encontraron al director del hospital
completamente desnudo, atado a la cama, delirando y totalmente ido.