Mientras tomaba su primer café de la mañana miraba distraídamente
la calle que empezaba a cobrar vida a esa hora de la mañana. Pero su mente
estaba ausente, muy lejos del ahí y el ahora. Rememoraba la primera vez que
pisó aquella ciudad, de eso hacía ya seis meses. El día de su treinta
cumpleaños para ser más exactos.
Tal vez podría resultar algo trivial para algunos, pero
para ella, ese tiempo era el mejor que había tenido en años. Era la primera vez
desde que había llegado que se había atrevido a recordar el pasado. Ahora lo
hacía tranquila, sin temor, con la alegría de haber tenido el valor suficiente
para comenzar de nuevo, una nueva vida, un nuevo futuro lleno de esperanzas e
ilusiones.
Si bien el primer mes no había disfrutado todo lo que
hubiese querido de su nuevo apartamento y nuevo empleo por el temor que llevaba
a cuestas como una pesada carga. Poco a poco, día tras día, aquella carga se
fue haciendo más liviana hasta desaparecer por completo. Y entonces… comenzó a
vivir de nuevo.
Había huido con lo puesto y una pequeña maleta, de una
relación que la estaba consumiendo a pasos agigantados. Su pequeño cielo se
había cubierto sombras cuando en su matrimonio el alcohol se había interpuesto
entre los dos. Pero en su infierno un día, así sin más, apareció una luz. Una
luz de esperanza. Aquella luz se convirtió en su salvación. Dejó todo atrás.
Una vida hecha, amigos, un trabajo y huyó.
El sonido del timbre la devolvió a la realidad. Era su
vecina de arriba. Una chica de dieciocho años que buscaba un lugar en la vida.
Provista de gran temperamento, con poco afán de seguir cualquier tipo de norma
establecida y unas grandes dosis de rebeldía que la habían metido en más de un
lío. Luchaba por adaptarse a una nueva etapa en su vida, el divorcio de sus
padres.
La probabilidad de que entre ellas surgiera una amistad
era más bien escasa por no decir nula. Pero a veces el destino une almas dañadas
y perdidas que se compenetran en su totalidad ante la adversidad.
El caso es que Mara, la chica del octavo, había visto en
Elisa el consuelo y la comprensión de una hermana mayor. Pasaba tardes en su
casa cuando su madre estaba trabajando. Aquella amistad les hacía bien a ambas.
Aquella mañana irían de compras. La graduación de Mara
estaba a la vuelta de la esquina y tenían que encontrar el vestido perfecto
para el que sería un día muy especial en su vida.
Ambas se parecían mucho. Altas, Mara unos centímetros
más, delgadas, con la tez muy blanca, y las dos lucían unas melenas lisas y
rubias. Podían pasar perfectamente por hermanas.
Tras las compras comieron algo en un restaurante de
comida rápida y fueron al apartamento de Elisa. La madre de Mara tardaría un
par de horas en regresar del trabajo.
Pero una llamada del trabajo de Elisa hizo que ésta
tuviera que ausentarse.
Mara se quedó sola.
Comenzó a probarse la ropa que habían comprado. Mirándose
al espejo enamorada del aspecto que la imagen le devolvía con la ropa nueva
puesta, pasó la tarde.
No escuchó la puerta de la calle al abrirse. La música
alta fue una de las razones.
Estaba anocheciendo.
Mara, cansada de probarse ropa, se había sentado en una
silla junto a la ventana hojeando distraídamente una revista.
Un hombre la agarró del pelo. Le puso un cuchillo en la
garganta. La amenazó con matarla si gritaba.
-Llevo meses buscándote –le dijo- y al fin te encontré.
Una voz de mujer, que el hombre reconoció de inmediato,
le hizo darse cuenta de su equivocación.
Aquella mujer que estaba sujetando no era Elisa.
Se giró.
Craso error.
La chica logró escapar.
El hombre miró fijamente a Elisa. Su mirada estaba
cargada de odio.
Elisa también lo miró. Sostuvieron la mirada durante unos
segundos…
Él blandiendo el cuchillo de manera amenazadora comenzó a
caminar hacia ella.
Elisa levantó su brazo derecho.
Llevaba algo en la mano.
Una pistola.
Hizo un único disparo.