Mi abuelo, en su lecho de muerte, me dijo:
—Los secretos bien enterrados no deben salir a la luz por
el bien de todos.
En esos momentos no le di importancia a sus palabras.
Ahora, dos meses después de aquello comprendí lo que me había querido decir.
Tras su muerte heredé la funeraria que hasta entonces
había sido de su propiedad. Estaba sola en el mundo. Mis padres hacía años que
habían fallecido. Mi abuelo era la única familia que me quedaba.
Siempre fui consciente de los comentarios que en el
pueblo se hacían al respecto. Una mujer joven al cargo de un lugar como aquel.
Para ellos era incomprensible. Pero seguían requiriendo mis servicios, bien
para compararme con mi padre, o bien para ver de cerca al «bicho raro» como me
consideraban.
Unos meses antes del fallecimiento de mi padre, mi
hermana mayor fue asesinada. Y no fue la única. La policía sospechaba, que
había un asesino en serie trabajando en la zona. En un año habían desaparecidos
seis mujeres. Cuando encontraron sus cuerpos, todos ellos mostraban signos de
violación y estrangulamiento. Tras las autopsias pertinentes se demostró que
habían sido estranguladas durante el acto vil y cruel al que las sometía.
Encontrar al asesino de mi hermana se convirtió en una
obsesión para mí.
Comencé a indagar por mi cuenta. Me enteraba de muchos
«chismes» en los velatorios. Fui atando cabos y pronto tuve un sospechoso.
Pero necesitaba pruebas.
Conocía perfectamente que el camino que estaba
emprendiendo no era fácil y menos tratándose del comisario de policía del
pueblo. Un hombre corpulento de mediana edad, muy querido por todos los
vecinos.
Pero no todo era bondad en él. Tenía un lado oscuro que
no me costó mucho descubrir.
Me inscribí en una página de citas muy conocida, donde
aquel hombre era un habitual. Y logré tener una cita con él.
Por supuesto que me conocía, como todos en el pueblo.
Pero una peluca, un poco de maquillaje y un cambio de look hizo maravillas.
Cuando vi mi imagen reflejada en el espejo antes de salir para la cita, ni yo
misma me reconocía.
La cena fue bien. Era encantador. Amable, atento,
simpático…
Bebió unas copas de vino de más. Y aquello jugó un gran
papel a mi favor.
Fuimos a bailar y él siguió bebiendo.
A la hora de marcharnos sugirió llevarme a casa. Yo
rehusé la invitación y le sugerí que fuésemos a la suya.
Nada más entrar se abalanzó sobre mí. Yo logré frenarlo.
Cosa que lo enfureció. Empezó a insultarme y yo comencé a tirarle de la lengua.
Cantó como un gorrión. Pero no sólo que había abusado de varias mujeres, sino
que…
Me confesó que su padre había muerto hacía poco. Me dio
su nombre. Era el nombre de mi abuelo.
Hecha una furia le aticé en la cabeza con un bate de béisbol
que encontré en su casa. No lo maté.
Lo saqué a la calle y lo metí en la furgoneta de la
funeraria que había aparcado en un callejón sin salida que había junto a su
casa. No me crucé con nadie por el camino.
Llevé la furgoneta hasta la puerta de atrás.
Desaparecería para siempre dentro del horno crematorio.
Por las noches todavía puedo escuchar sus gritos mientras
su cuerpo ardía como si de leña se tratara.
A partir de ese día no hubo más muertes. Su desaparición
todavía sigue siendo un misterio muchos años después.