Llegó a casa después de una dura jornada de trabajo, se
preparó un bocadillo y se sentó en el sofá a ver un rato la televisión. Después
de no encontrar nada que le interesara en ninguno de los canales, (no le apetecía
ver como un grupo de personas jugaban a la tómbola,
ni un trío de música, ni mucho menos
un documental sobre cómo se formaba la nieve),
optó por ver una película. Se decidió por una de zombis. Adoraba esas películas
en que un virus terminaba con la vida en la tierra y daba a los muertos vida
atemorizando a los supervivientes. Así que dio buena cuenta de su bocadillo, se
tumbó en el sofá se tapó con una manta y empezó a ver la película. Pero a los
diez minutos había sucumbido al sueño más profundo. Le despertó un fuerte dolor
en el cuello. Fue al baño y optó por irse a la cama, durmiendo hasta bien
entrada la mañana. Se levantó, preparó un café y mientras se lo tomaba se asomó
al balcón. Hacía un rato que no escuchaba ningún ruido, ni procedente de la
calle, ni de sus vecinos de al lado que tenían un bebé de pocos meses y siempre
lo escuchaba llorar, sobre todo por las mañanas y al anochecer. Pero hoy nada,
silencio absoluto. Eran las once de la mañana de un viernes, día laborable, y
como tal tendría que haber coches por la calle y gente caminando. Las tiendas,
frente a su casa todavía no habían abierto, algo inusual a esas horas. Él tenía
el turno de tarde, se lo había cambiado a un compañero que tenía una boda el
fin de semana y quería emprender el viaje esa tarde. Se duchó, se vistió y bajó
al portal. Abrió el buzón por si había
correspondencia, nada, el cartero no había pasado todavía. Salió a la calle.
Era un precioso día de verano, con el cielo despejado y la temperatura subiendo
a cada minuto que pasaba. Comenzó a caminar por la acera, a dos portales de su
casa, la tienda del Señor Gustavo estaba abierta. En el escaparte había un
surtido de frutos secos, cebollas y una ristra de ajos formando una trenza. Entró, estaba vacía, gritó su
nombre, sin obtener respuesta. Se estaba empezando a poner nervioso. Gotas de
sudor le cubrían la frente y le costaba respirar. Estaba sufriendo un ataque de
pánico. Echó a correr por la calle gritando con la esperanza de que alguien lo
escuchara. Sólo recibió por respuesta su propio eco. Vio una sombra al final de
la calle que desaparecía tras doblar la esquina de una casa de ladrillos. Corrió como no lo había
hecho nunca, mientras una inmensa alegría
recorría todo su cuerpo. Había alguien más, no estaba solo. Pero al girar aquella
esquina casi se lleva por delante al perro que se había sentado a esperarle. Un
pastor alemán que lo miraba con verdadera fascinación moviendo el rabo
efusivamente. No era lo que esperaba. Lo abrazó con todas sus fuerzas, mientras
el perro le lamía la cara indicándole que también se alegraba de encontrar un
humano. A partir de ese momento se hicieron inseparables. Recorrieron la ciudad
en busca de alguien con vida, sin mucho éxito. Al atardecer cansados de tanto
caminar se sentaron en un banco de un parque. Frente a ellos había un enorme cartel
con la foto de una chica muy guapa al lado de un caballo negro con una brida de color rojo intenso, el cartel
rezaba que eran las mejores del mercado. Estuvo un rato contemplándolo ensimismado,
pensando si los caballos y otros animales también habrían desaparecido.
Entonces el perro, que hasta ese momento estaba tumbado a su lado, empezó a
gruñir. Frente a ellos una veintena de canes los estaban mirando fijamente
mientras gruñían enseñando los dientes. Les tiró unas botellas de plástico que había tiradas en el suelo para
ahuyentarlos. Los animales se enfurecieron más. Aquello no tenía buena pinta.
Se levantó muy despacio del banco, bajo la atenta mirada de los perros y echó a
correr. Éstos hicieron lo mismo tras él. En su alocada carrera por salvar su
vida, tropezó y se cayó al suelo. Ya no pudo levantarse. Los canes se le
echaron encima. Empezó a gritar con todas sus fuerzas cubriéndose la cara.
El hombre postrado en la cama de la habitación número dos
había empezado a gritar y a convulsionar de manera preocupante. El monitor
mostraba que sufría fuertes ramalazos
en la zona lumbar. Un médico que lo estaba viendo en el monitor desde la sala
de control, fue corriendo a la habitación para inyectarle un tranquilizante. El
ataque de los perros había sido el detonante de aquel ataque. La manada
prevalece ante un animal solo. El instinto de supervivencia se incrementa ante
las adversidades. Sonrió.
En aquel laboratorio se estaban realizando unos
experimentos con una serie de personas que se habían presentado voluntarias y a
las cuales se les retribuiría con una gran cantidad de dinero por aceptar formar
parte de aquel proyecto gubernamental sobre el comportamiento humano ante
adversidades de origen tanto medioambiental, como el provocado por el hombre.
En la habitación número uno había una mujer, monitorizada
y con un proyector de retina en forma de pantalla en su cabeza, donde estaba
siendo parte de una catástrofe natural, vivida en tiempo real, para estudiar
con detenimiento el comportamiento del ser humano ante tales sucesos.
En la habitación número tres, un hombre se enfrentaba a
una invasión alienígena.
Y en la habitación número dos, estaba nuestro hombre. Ahora
más relajado tras el sedante que le habían inyectado. Esperarían un par de
horas para continuar con la experimentación. Esta vez volvería a empezar de nuevo,
despertándose en su casa tras una larga jornada de trabajo.