Lo de robar, comenzó como un juego, siendo un chiquillo.
Empezó robando caramelos, gomas, lápices, cosas pequeñas que podía esconder,
sin problema, en los bolsillos del pantalón o su cazadora. Ç
Al ir creciendo sus gustos también cambiaron y pasó a
robar revistas pornográficas y alguna que otra lata de cerveza. Siempre le
había resultado fácil hacerlo así que, el día que lo pillaron, fue una
verdadera sorpresa para él. Pero sólo recibió una reprimenda, una semana expulsado
del instituto y un disgusto para la buena de su madre.
Por aquel entonces vivían en un pueblo pequeño y todos se
conocían. Él tenía un sueño: salir de allí e ir a vivir a la ciudad. Su madre trabajaba
en la biblioteca y el sueldo, si bien no era mucho, les ayudaba a salir adelante.
Siguió robando, no podía dejarlo, era una adicción para él, no podía pasar sin
el subidón que le producía aquel chute de adrenalina corriendo por sus venas,
cuando robaba.
Había conseguido algún dinero que guardaba celosamente
para el día que se largara de aquel miserable pueblo. Gracias a él, en la
ciudad consiguió sobrevivir unos días hasta que encontró trabajo en una cadena
de comida rápida. Era un joven amable, bien parecido y hacía muy bien su trabajo.
Nadie lo conocía. No le costó adaptarse.
Le gustaba pasear por la ciudad, ver los lugares donde
sería más fácil hacerse con lo ajeno y sobre todo le gustaba vigilar a la
gente. Era metódico y paciente. No lo volverían a pillar, de eso estaba más que
seguro.
Un día, la madre de su jefe murió. Acudió al tanatorio a
dar el pésame. Nunca había estado en un entierro en la ciudad. En su pueblo no
había lugares como aquel, se velaba el cuerpo en la casa del fallecido. La caja
estaba abierta. Se acercó para ver el cuerpo que descansaba en ella. La señora
era muy mayor. Había muerto mientras dormía. Llevaba varios anillos en sus
dedos y una cadena adornaba su arrugado cuello, todos eran de oro. Le pareció
la idiotez más grande que hubiera visto jamás, enterrar a alguien con sus
joyas, pudiendo sacar partido de ellas, sobre todo económico. Acompañó a su
jefe y su familia al cementerio donde enterraron a la anciana. Tras el entierro
alquiló un coche, compró una pala y esperó a que oscureciera. Saltó la verja de
hierro del camposanto y cavó la tumba de la madre de su jefe. Le resultó fácil,
era joven y estaba en forma. Abrió el ataúd y sin ningún reparo le quitó las
joyas a la difunta. Volvió a colocar la tierra en su sitio y se largó de allí.
A partir de ese día, en su tiempo libre, visitaba las funerarias
de la ciudad. Nadie se fijaba en él. En
una de ellas, hasta le dieron el pésame, pensando que era el nieto del
fallecido. Observaba los cuerpos que descansaban en sus cajas Si había joyas
iba con la comitiva al entierro, sino había nada interesante, se largaba. Moría
mucha gente cada día y a veces “trabajaba” varias noches seguidas.
Un día se encontró sólo, no había nadie en aquella sala donde
estaba expuesto el difunto, un señor muy mayor, podría tener cien años
tranquilamente, teniendo en cuenta la cantidad de arrugas que surcaban su cara.
Le preguntaron si era de la familia. Él nervioso, no supo que decir. El dueño
de la funeraria lo miró con compasión y le dijo que su abuelo había dejado todo
pagado y listo para su entierro. Respiró con verdadero alivio. Se fijó en su “abuelo”.
Llevaba un reloj en la muñeca de su mano izquierda. Brillaba mucho. Podría jurar
que era de oro. Escuchó pasos tras él y fingió que lloraba, se le daba bien
fingir. El de la funeraria, se acercó al difunto, le sacó el reloj y se lo
entregó a él, diciéndole que era suyo, sería un grato recuerdo de su abuelo ¡No
lo podía creer! ¡No tendría que cavar para obtenerlo! Lo observó embelesado.
Pesaba mucho. Era de oro seguro, le darían un dineral por él. Se dio cuenta de
que no funcionaba. Se había parado a las 12. No importaba, pensó, se lo
comprarían de igual manera. Se fue a su casa. Pasó la tarde limpiando e
intentando ponerlo en hora, sin conseguirlo.
Se despertó con el sonido del móvil. Era una llamada.
Miró la hora. Siete de la mañana. ¿Quién lo llamaba un sábado tan temprano?
Logró emitir un “hola” somnoliento.
Escuchó una voz lejana, ronca, desagradable que le decía:
- ¡Devuélveme el reloj!
Se levantó de un salto de la cama, soltando el teléfono que
tenía entre las manos, a causa del terror que lo invadió de pies a cabeza.
El teléfono volvió a sonar. El mismo número desconocido.
- ¡Devuélvemelo!
Quien estuviera haciendo aquellas llamadas de mal gusto
se iba a quedar con las ganas de tenerlo, porque no pensaba deshacerse de él.
Se vistió a toda prisa y cogió el reloj con la intención de venderlo cuanto
antes.
Por primera vez desde que se lo había dado el de la
funeraria se lo puso en la muñeca. Entonces sucedió. Se sintió aturdido,
mareado, la habitación empezó a girar a su alrededor. Cayó tendido en el suelo
mientras múltiples imágenes iban pasaron por su cabeza como si fuera una
película. Imágenes cada vez más y más desagradables. Veía un hombre atando y
amordazando mujeres muy jóvenes, casi unas niñas, para luego violarlas y
matarlas a sangre fría. Había un detalle, aquel hombre llevaba un reloj igual
que el que tenía. Y pudo ver la hora que marcaba.
Se despertó bañado en lágrimas y sudor. Tenía que llamar
a la funeraria y preguntarles quién era ese hombre aun sabiendo que, su mentira
quedaría al descubierto. Cogió el móvil, se había quedado sin batería. Tenía el
cargador sobre la mesilla de noche. Se acercó para cogerlo, pero llegó tarde.
Aquel anciano que debería estar metido en una caja, apareció frente a él con el
cargador en la mano. Gritó presa del pánico e intentó huir, pero el viejo fue
más rápido y lo atrapó. Le pasó el cargador por el cuello apretándolo con una
fuerza descomunal, impensable en un hombre de su edad.
La policía lo encontró colgado de la lámpara de su dormitorio.
En el informe escribieron la palabra, suicidio. Hora de la muerte: 12 de la
mañana.