sábado, 12 de diciembre de 2020

DESAPARICIONES

 



           Tras la pandemia que había azotado al mundo entero, comenzaron los problemas. Eran muchos y diversos, pero el más preocupante, si cabe, era el económico.

           Miles de familias se quedaron sin trabajo ya, no había ingresos, no podían comprar comida, los comedores sociales no daban abasto, era tal la cantidad de personas que acudían diariamente que la cosa se complicaba a pasos agigantados.

           Aquellas familias desesperadas tenían que hacer algo para no morirse de hambre. Las manifestaciones, motines y demás se hacían a diario pidiendo trabajo y comida para sus hijos.

            Pero las respuestas que esperaban nunca llegaban. Todo eran promesas y palabrería barata, que a esas alturas ya no convencían a nadie.

            Pero luego, de repente, la cosa se paró. La delincuencia empezó a bajar a pasos agigantados, ya no había robos, ni saqueadores, ni nadie moría en la calle por no dar el último trozo de pan que le quedaba.

              El inspector Gutiérrez de la policía, salió un día a pasear por la ciudad, parecía que ahora el mero hecho de dar una vuelta ya no era un peligro.

              Era por la mañana, hacia un día soleado y el verano ya empezaba a repuntar.

              Caminando por las calles, se dio cuenta de que la gente apenas salía, se veía poca concurrencia, muchos comercios cerrados, en otros todavía era visible lo que el vandalismo había hecho en ellos, cristales rotos, pintadas en las paredes y puertas…

              Pero le llamó la atención una cosa. En su paseo, que se prolongó hasta la hora de comer no había visto ni un solo perro ni ningún gato callejero.

              Después de comerse un perrito caliente en un puesto ambulante regresó a comisaria. Sobre su mesa había un montón de papeleo. En las últimas veinticuatro horas habían desaparecido tres hombres y dos mujeres sin dejar pista alguna de su paradero.

               Las desapariciones ocurrían en parques y en calles vacías siempre de noche.

               Sus hombres habían salido a investigar las desapariciones. Él se recostó en su silla y se puso a pensar.

               Le había pasado algo por la cabeza, que no le gustaba nada, pero siempre que tenía una corazonada de ese tipo siempre acertaba, aunque para ser sincero esta vez esperaba estar equivocado.

               Pasaban los días y las desapariciones iban en aumento, hombres y mujeres, de momento no había en la lista ningún niño.

                Un día cansado de no obtener ninguna respuesta a tanta pregunta decidió hacer un poco de trabajo de campo y salió al anochecer a dar una vuelta por la ciudad, esperando encontrar algo.

                 No había nadie por la calle, la gente tenía miedo y en cuanto se ponía el sol se quedaba en sus casas. Estaba cerca de la boca del metro cuando vio a dos tipos que llevaban un bulto enorme tapado con una manta bajando las escaleras. Se escondió entre las sombras para que no lo vieran. Luego los siguió silenciosamente a cierta distancia.

                Aquellas personas se metieron entre las vías del metro y desaparecieron. El inspector se asomó en el momento en que entraban en un agujero que había en una de las paredes del túnel que había escasos metros de donde estaba.

                Siguió avanzando esperando que las sombras fueran sus aliadas y no lo delatasen. Entró por aquel agujero en la pared del túnel, apenas había visibilidad, estaba muy oscuro, encendió la linterna de su móvil para orientarse y no chocar con nada que hiciera ruido y lo delatara.

                  Avanzó unos metros hasta que escuchó voces no muy lejos de donde estaba. Apagó la linterna y escuchó atentamente. Se estaban acercando. Se escondió detrás de una columna a tiempo de que no lo vieran.

                  -Tenemos que salir a buscar más comida, cada vez somos más para comer y no llega. Y ahora lo tenemos más difícil, la gente ya no sale por la noche a la calle. Tiene miedo.

                   El inspector se quedó helado, sus sospechas, por desgracia, eran ciertas. La gente que desaparecía se convertían en su comida.

                

                

 

               

 

 

 


martes, 8 de diciembre de 2020

EL BARCO

 



                         Habían partido del puerto hacía unos tres meses, en busca de nuevas tierras que conquistar. Todos estaban contentos, la tripulación al completo cantaba y silbaba ilusionados y esperanzados por ver lo que el final del viaje les iba a deparar. Nuevas tierras, hermosas mujeres y aventuras que contar a sus nietos frente a una chimenea en las frías noches de invierno.

                        Pero llevaban mucho navegando y solo se veía agua y más agua, sin rastro de un trozo de tierra donde arribar el barco. El capitán estaba nervioso, temeroso de que las cartas de navegación que seguía no fueran las correctas, porque según ellas ya tendrían que haber llegado a alguna tierra hacía más de un mes. Los ánimos fueron decayendo, la comida iba escaseando, el agua potable también, la gente empezó a enfermar, los primeros síntomas fueron fuertes dolores de estómago seguido de fiebres altas, poco a poco, dia tras dia, fueron cayendo uno a uno, hasta que todos murieron.

                        Aries, la constelación, brillaba más que nunca esa noche. La observaba con su catalejo. Llevaba navegando sin rumbo mucho tiempo. Todos estaban muertos. El no se iría, el capitán no abandona nunca su barco desde el mismo momento que elevaban anclas. 

                      El barco seguiría navegando eternamente buscando una tierra prometida que nunca llegarán a encontrar. 


lunes, 7 de diciembre de 2020

AGNES

   




          Agnes era un preciosa muñeca de trapo de pelo marrón, vestía un camiseta blanca y azul a rayas y un peto vaquero con unos flores en un lateral, también lucia unos calcetines marrones a juego con su melena.

           Vivía en una juguetería esperando un hogar donde pudiera jugar con algún niño y hacerlo feliz.

           Pero el tiempo pasaba y pasaba y Agnes seguía allí, sola y triste. Nadie la llevaba a casa, nadie la miraba siquiera. Se acercaba la Navidad y la muñeca seguía en aquel rincón cogiendo polvo y ajándose poco a poco. Sería su última Navidad en la tienda, pronto la llevarían al almacén donde nadie la volvería a ver. 

           La tienda cerró, los últimos clientes se habían ido ya y el dueño se fue a casa. A Agnes se le encogió el corazón, nunca haría feliz a ningún niño. Y de sus diminutos ojos, unas lágrimas asomaron esparciéndose por su carita, mojándola por completo.

           De pronto escuchó un ruido de cascabeles. Una gran luz  iluminó la tienda por completo como si el sol hubiera salido de repente. Un hombre vestido de rojo, con una gran barba blanca se plantó delante de ella. Había oído hablar de él, la gente que acudía a la tienda lo mencionaba, sobre todo en estas fechas, era Papá Noel.. El hombre la miró y la sonrió. Las lágrimas de Agnes dieron paso a una sonrisa y su corazón se llenó de esperanza. Papá Noel la tomó entre sus manos y la colocó suavemente en el trineo, a su lado. 

                         -Jovencita -le dijo- nos vamos a dar un paseo

             El trineo tirado por unos renos emprendió el vuelo, cada vez alcanzaban más y más altura, Agnes tuvo miedo, pero aquel hombre la miró con ternura y su miedo se esfumó.

            Llegaron a la Luna, estaba preciosa llena de luces de colores, Papá Noel le señaló con el dedo hacia la tierra, ella miró en aquella dirección haciendo que su corazón se llenara de alegría, la gente cantaba villancicos, se reían, había luces de todos los colores por todas partes, muñecos de nieve, niños jugando con la nieve, papás tomando chocolate caliente, árboles de navidad, de todos los tamaños adornados con bolas y guirnaldas.

             Agnes era tan feliz...... Aquello era maravilloso. Papá Noel le pidió que cerrara los ojos y descansara un poco, no tenia que insistirle mucho, estaba muy muy cansada y pronto se quedó dormida acurrucada junto a aquel hombre en aquel hermoso trineo.

             A la mañana siguiente un grito la despertó. Vio ante ella a una niña pequeña con unas grandes coletas adornadas con unos lazos de color rojo y con unos grandes ojos azules que la sostenía en brazos. La niña la abrazó, la colmó de besos mientras gritaba, ¡¡gracias Papá Noel! y corría por toda la casa. Agnes al fin había encontrado un hogar.



domingo, 6 de diciembre de 2020

HOSPITAL

 

                                                 



                                 Se fue a casa. No aguantaba más en el hospital. Hacia una semana que los hombres del gobierno andaban revoloteando por allí. Estaban en todas partes, en la administración, en la uci, en las consultas, incluso en la cafetería. En un principio pensó, porque así se lo pintaron, que era por el bien de todos, por el bien de los pacientes y del personal del hospital, sobre todo médicos y enfermeras. Pero los días pasaban y él desconfiaba más y más. Faltaban dos días para Navidad.
Cuando llegó a casa Ana y las niñas no estaban, demasiada calma, demasiado silencio. Habían ido a buscar a sus padres al aeropuerto, pasarían las fiestas con ellos. Se alegraba, le caían bien sus suegros, eran gente mayor, con mucho conocimiento de la vida y con consejos muy sabios. 
                               Entró en su despacho y cerró la puerta, por costumbre, más que por otra cosa. Ahora estaba solo y nadie lo iba a molestar, por lo menos en un par de horas. 
                              Se sentó ante el escritorio y abrió su portátil. Repasó los datos que tenia una y otra vez, lo mismo que había hecho desde que se levantó esa mañana a las 6. Y seguía pensando lo mismo. Nada estaba bien. Los del gobierno estaban mintiendo. Había descubierto que encubrían datos, y daban otros completamente distintos. Había que salvar la Navidad. Sólo les importaba eso nada mas, para ellos cada persona que se moría era un número más, no sabían que detrás había una familia que quedaba destrozada, un hijo, una hija, un nieto, que los echarían de menos y llorarían su pérdida.
                            Llamó a otros hospitales y habló con sus colegas, los otros directores. Todos tenían gente del gobierno por el edificio igual que él. Les hizo algunas preguntas y las respuestas que consiguió de ellos, no le gustó. No querían meterse en líos, miraban para otro lado. Les daba igual lo que hicieran con tal de no tener problemas con ellos. 
                           Se frotó la cara con las manos. Era una decisión difícil, si hacia lo correcto corría peligro su integridad física y la de su familia así como su carrera, pero si miraba hacia otro lado muchas personas morirían por no haber hecho nada.
                           HacÍa dos días un colega médico de su hospital, había ido hasta su despacho y le había dicho que la gente mayor no estaba recibiendo el tratamiento que necesitaba. Se lo había dicho a él, como director, y ¿qué pasó? pues que tuvo un accidente y murió. Aquello era un aviso. O colaboras o te sacamos de en medio.
                           Supo que su teléfono estaba pinchado, ¿cómo sino sabían lo que su colega le había dicho?. Así que trataba de hablar con ellos fuera del hospital. Tenia gente que lo apoyaba, gente con valores y principios como él. Pero no quería meterlos en aquello, no quería tener mas muertes a sus espaldas.
                          Se reunían en el parque lejos de posibles escuchas encubiertas y dialogaban y hablaban sobre la situación que estaban viviendo. Les controlaban todo lo que hacían, sobre todo a la gente que llegaba por urgencias victimas del virus que estaba asolando el mundo entero. Les daban un tratamiento que según ellos era eficaz, se lo daban sobre todo a la gente mayor y ¡¡oh sorpresa!! en cuarenta y ocho horas esa gente fallecía. Al resto de la gente infectada parecía que les iba bien. Él sabia que no era el mismo medicamento que le daban a unos y a otros y tenia pruebas. Una enfermera había sido capaz de burlar la vigilancia y de tomar ambos medicamentos, llevarlos al laboratorio y analizarlos, uno era letal el otro era no, venían en un mismo formato, píldoras blancas ambas, con el mismo logotipo y mismo envase. Pero con componentes muy diferentes. 
                          Tenia unos datos diferentes a los de ellos, los de él eran los pacientes reales que habían muerto o asesinado, ellos los encubren como fallecimientos por causas diversas como paradas, neumonías.... Todos mayores de 60 años. No se hacían autopsias a los cuerpos, se despachaban rápidamente, se los daban a sus familias para que fueran enterrados. Si alguna familia protestaba eran acallados rápidamente. Tienen métodos muy eficaces para llevarlo a cabo. Era consciente.
                          Tenía que poner a su familia a salvo, mandarlos lejos, no quería que estuvieran allí cuando el destapara todo aquello. Sabia cómo hacerlo y lo haría.
                          Lo haria despues de navidad, seria, lo sabia, su ultima navidad. Pero se iría en paz sabiendo que hacia lo correcto.
                          Sacó una tarjeta del cajón de su escritorio, la puso al lado del portátil, era del inspector Gutiérrez, un viejo amigo del instituto, lo llamaría y lo pondría al tanto de todo. Estaba decidido. Solo faltaban dos días.
                                  
                               

sábado, 5 de diciembre de 2020

MÍA

    


                             Cuando se despertó estaba en un bosque cubierto de tierra y hojas. Intentó recordar como había llegado hasta allí, pero no lo logró. Intentó levantarse y vio a una joven, con una larga melena negra , vestida con una túnica blanca, que le tendía la mano para ayudarle a levantarse, mientras le sonreía tímidamente.

                             La miró embelesado, estaba seguro de que era un ángel. Ella le dijo que era la princesa Mía que vivía en el Palacio de la Mareas y que había venido a ayudarle. Su barco había naufragado y era el único superviviente. Él se enamoró perdidamente de ella. 

EL DEPREDADOR

 

             

      El depredador acecha entre las sombras de la noche a su presa, pacientemente, esperando que ésta se acerque, ajena a lo que está pasando, para abalanzarse sobre ella.

       Luis, un treintañero adicto a los videojuegos, se calzó las zapatillas de deporte y salió a la calle como cada noche para correr por el parque que había frente a su casa. Lo hacía durante una hora más o menos. Empieza con unos estiramientos, se coloca los cascos y comienza la carrera.

      Luna, una adolescente que vivía en el portal de al lado, salió con su perro para el último paseo del día. Le quitó la correa y este empezó a correr como un loco, de un lado para otro, siguiendo algún rastro que había llamado su atención. Ella lo seguía de cerca mientras jugueteaba con su móvil.

      Eran las 11 de la noche. Hacía fresco. Acababa de comenzar el otoño y el suelo estaba cubierto de hojas. Una ligera brisa hizo que éstas se movieran, cambiándolas de sitio como si se tratara de un juego. Luna se abrochó el anorak hasta arriba y siguió caminando.

       El depredador, escondido, espera el momento justo para cazar a su presa. No tiene prisa, sabe que en la paciencia está el éxito. Y él es un ganador.

      Luis llevaba 15 minutos de carrera cuando sintió un pinchazo en la pierna derecha. Se apoyó en un árbol esperando que el dolor remitiera.

      Luna escuchó ladrar a su perro a lo lejos, levantó la cabeza de la pantalla de su móvil, expectante, en alerta. El ladrido cesó. Ahora se oían aullidos de dolor. Luna echó a correr en su busca, la preocupación se dibujaba en su rostro.

       Luis se despertó. Le dolía la cabeza. Abrió los ojos. Una luz mortecina cubría como un manto la oscuridad, provenía de una única bombilla en el techo. Intentó levantarse pero no pudo. Estaba sentado en una silla, tenía los pies y las manos atadas fuertemente con una cuerda. Intentó liberarse pero cuanta más fuerza hacia más se clavaba en las muñecas y en los tobillos.

        Miró a su alrededor. Justo a su lado había una chica rubia de pelo corto de no más de 16 años. Tenía los ojos cerrados, así que supuso que todavía seguía inconsciente. Él le gritó para que se despertara y ella poco a poco fue abriendo los ojos.

      Luna logró girar la cabeza hacia dónde venían los gritos, confusa, sin entender qué pasaba. Vio a un hombre con ropa de deporte y con cara de loco que le gritaba algo que no lograba entender. Le dolía mucho la cabeza.

      Podía descifrar alguna palabra de las que salían de la boca de aquel tipo. ¡Estamos atados!, ¡nos han secuestrado!, creía entender.

       Entonces, su cuerpo se puso en alerta. Intentó moverse, pero se dio cuenta de que no podía. La habían atado a la silla. Entró en pánico. Se puso a gritar.

      Se escuchó un chirrido al fondo, como de una puerta metálica al abrirse. Luis y Luna dejaron de gritar, como si les hubiesen dado un bofetón con la mano abierta. Giraron sus cabezas en dirección a aquel ruido, pero no lograron ver quien había entrado. Aquella luz apenas iluminaba lo que tenían delante. Todo eran sombras y oscuridad.

      Escucharon unos pasos que se acercaban. Quien hubiese entrado allí, no tenía prisa, su paso era lento y acompasado como quien está dando un agradable paseo, disfrutando de una bonita tarde de verano por la orilla de una playa.

      Ellos podían escuchar los latidos de sus corazones, que sonaban tan fuerte que les parecía que se podían oír a kilómetros. En unos segundos que a ellos les parecieron horas, un hombre alto, delgado, con el cabello rubio recogido en una coleta se puso delante de ellos.

      Luna había comenzado a gimotear. Luis estaba tenso, expectante. Aquel hombre esbozó una sonrisa que dejaba ver una dentadura perfecta, inmaculadamente blanca. Y comenzó a hablar:

   -Bienvenidos a mi casa. Bueno, más concretamente, bienvenidos a mi sótano. Me                    llamo Eduardo. Sois mis invitados. No todos los días tengo el placer de tener invitados. Aunque disfruto mucho de la compañía de otras personas, no siempre tengo la necesidad de invitar a gente a mi sótano, sólo de vez en cuando. Pero hoy podéis sentiros afortunados de estar aquí. Quiero que os sintáis como si estuvierais en vuestra casa. Poneos cómodos. -Y tras esta perorata se echó a reír como si hubiera contado el mejor chiste del mundo.

      Luis y Luna se miraron entre ellos. Estaban ante un loco. Se veía a leguas que ese hombre no estaba en sus cabales. Nadie va por ahí secuestrando gente y metiéndola en su sótano. Aquello era demencial.

    -Bueno, yo os he dicho mi nombre -les dijo el hombre- ahora me gustaría conocer el vuestro, si no es mucha molestia.

    A medida que iba hablando se fue acercando a ellos. Se puso tan cerca que sentían el aliento en sus caras. Observaron que tenía unos ojos negros como el azabache, que si los mirabas fijamente podías llegar a ver la oscuridad absoluta tras ellos.

-      A ver, señorita, -se dirigió a la chica señalándole con el dedo- ¿cómo te llamas?

Que se dirigiera a ella hizo que el corazón le diera un vuelco. Le dijo su nombre con un hilo de voz.

-      Lo siento señorita, ¿no lo he entendido bien? ¿Me lo puede repetir?  –le pidió el hombre amablemente.

-      Luna… me llamo Luna, -logró responder la chica en un tono más alto.

-      ¡Luna! Pero qué nombre más maravilloso -exclamó- ¿y usted, caballero, quiere compartir su nombre con nosotros? –le preguntó al hombre atado en la silla.

-      Me llamo Luis -respondió.

-      Perfecto, ya no somos desconocidos, nos hemos presentado- le debió hacer mucha gracia lo que había dicho porque se puso a reír como un poseso.

Luis y Luna se miraban entre ellos, asustados, aterrados, temerosos de lo que ese hombre quisiera hacer con ellos.

-      Me imagino que tenéis muchas preguntas y que queréis una respuesta por mi parte. Pues os las voy a responder a todas. Somos amigos, ¡qué menos que resolver vuestras dudas!  ¿Quién quiere empezar?  –les preguntó mientras los contemplaba regocijándose con el miedo que emanaba de ellos.

      Los rehenes se miraron entre ellos, como decidiendo quién iba a empezar esa ronda de interrogatorio. Eduardo los estaba observando, empezaba a impacientarse. No solía perder la paciencia fácilmente, pero esos dos eran unos auténticos idiotas. Dio una patada en el suelo que hizo que los dos chicos dirigieran su mirada hacia él.

-No tengo toda la noche, tengo muchas cosas que hacer. Os diré yo lo que pasa, ¿entendido? Porque veo que ninguno quiere preguntar nada. -les espetó- Ya sabéis que estáis en un sótano, en mi casa. Os he secuestrado, pero no voy a pedir nada a nadie por vosotros. –hizo una pausa como sopesando la idea y continuó- De hecho, uno de vosotros saldrá de este sótano

      Luna comenzó a llorar. Luis tensó la boca en un ademán de asco. El hombre continúo hablando. El que no pase la prueba que os tengo preparada formará parte de una cena que daré en un par de días con unos cuantos amigos que he invitado.

 Luis carraspeó y se aventuró a hacerle una pregunta a aquel hombre.

      -Entonces el que pierda, ¿se quedará a cenar?, ¿pero qué tonterías está diciendo?

      -Amigo mío, amigo mío- le respondió Eduardo- el que pierda no cenará, será la cena. Y comenzó a reírse a carcajadas. – ¿lo pilláis? Lo cortaré en filetitos, lo cocinaré y se lo daré a mis amigos.

 Luna se puso a gritar pidiendo auxilio Luis se unió a ella.

     -No vale de nada que gritéis, nadie os va a escuchar. No hay una sola casa en dos kilómetros a la redonda, así que guardad fuerzas para descifrar el enigma que os voy a poner –les dijo el hombre con toda la calma del mundo.

     -Escuchadme bien. Os doy 5 minutos para que penséis en la respuesta correcta al acertijo que os voy a decir. El que me dé la respuesta acertada será el ganador. ¿Entendido?  -les preguntó el hombre?

Luis y Luna asintieron con la cabeza.

      -Muy bien, ahí va el acertijo.

      -UN HOMBRE MAYOR MUERE DEJANDO ATRÁS DOS HIJOS. EN SU TESTAMENTO. PIDE QUE LOS HIJOS COMPITAN CON SUS CABALLOS, Y EL DUEÑO DEL CABALLO MÁS LENTO RECIBIRÁ LA HERENCIA. LOS DOS HIJOS CORREN, PERO COMO AMBOS ESTÁN INTENTANDO RALENTIZAR A SUS CABALLOS NO LLEGAN A UN CONSENSO. ACUDEN A UN SABIO PARA PREGUNTARLE QUÉ DEBERÍAN HACER. DESPUÉS DE ESO, LOS HIJOS COMPITEN DE NUEVO, ESTA VEZ A TODA VELOCIDAD. ¿QUÉ LES DIJO EL SABIO?

        -Tenéis cinco minutos para resolverlo – sentenció aquel hombre.

Alguien había llamado a la policía porque había un perro en el parque que no paraba de ladrar. Llegaron un par de agentes uniformados, dejaron aparcado el coche en la entrada del parque, cogieron sus linternas y se dirigieron hacia el lugar de donde provenían los ladridos del can.

Cuando llegaron, vieron un cuerpo tirado en el suelo. Se acercaron, lo iluminaron con sus linternas y descubrieron que se trataba de una chica de entre 15 y 17 años. Pidieron una ambulancia.

 

 

 

miércoles, 2 de diciembre de 2020

EL ESPEJO

 

      Sentía las piernas entumecidas y le costó ponerse en pie. Empezó a caminar hacia el baño, tenía que hacer pis con urgencia.

     Por el pasillo las piernas empezaron a responderle algo mejor, llegó al baño y se sentó en la taza del inodoro.

     Allí sentada se percató del gran silencio que invadía la casa. Esa sensación la entristeció. Los pequeños estaban de campamento, estarían fuera unas dos semanas y Abel, llegaría tarde de trabajar. Le gustaba aquella paz, pero a veces le entraba pánico, como madre estaba alerta a cualquier ruido que hubiera en la casa, por si a alguno de sus chicos le pasaba algo, estaba siempre pendiente de todo, de las peleas entre ellos, de las peticiones que les hacía…

      Y ahora… ahora no se escuchaba nada, nadie le pedía nada, nadie gritaba, nadie se peleaba…

     Pero tenía que disfrutar de esos días, dedicárselos a ella, salir a pasear, y a cenar con su marido. La rutina volvería pronto y luego echaría de menos esos momentos de paz y tranquilidad que estaba viviendo ahora.

      Se levantó del wáter y fue a la pileta a lavarse las manos. Cogió el jabón entre sus manos y levantó la mirada hacia el espejo, se asustó y lo dejó caer, allí había una mujer que la estaba mirando fijamente, e incluso le pareció ver como se dibuja una sonrisa malvada en su cara. Se apartó del espejo horrorizada, la mujer seguía allí, mirándola. Era mayor, su cara estaba surcada de arrugas y tenía el pelo completamente blanco recogido en un moño.

      Salió del baño al pasillo a trompicones. El corazón le latía fuertemente en el pecho. Las manos le temblaban.

      Decidió llamar a Abel, tenía una necesidad urgente de escuchar su voz y sobre todo oírle decir que no pasaba nada que todo estaba bien. El teléfono estaba en el salón. Se encaminó hacia allí, sobre una pequeña mesa auxiliar junto a la ventana, estaba el aparato, era grande, de color negro y redondo, cogió el auricular para marcar el número de la oficina donde trabajaba su marido, lo sostuvo un rato en alto, las manos le seguían temblando, no se acordaba del número, últimamente se olvidaba de cosas, pequeñas cosas sin importancia, tendría que mirarlo en la agenda. Abrió el cajón de la mesita y la cogió. Lo buscó durante un rato hasta que lo encontró y empezó a marcarlo, pero se detuvo un momento antes de marcar los dos últimos números pensando que tal vez no fuera buena idea molestarlo en la oficina por una tontería, la tomaría por una loca. Así que colgó el auricular y respiró hondo en un intento por tranquilizarse.

     Pensó que tal vez sus ojos le hubiesen jugado una mala pasada, una taza de té le vendría bien.

       Se levantó y se encaminó a la cocina. En el pasillo había otro espejo, uno grande de cuerpo entero al lado de la puerta que daba a la calle, no quería mirarlo cuando pasara por allí, pero también sabía que no podría resistirse a hacerlo, si lo hacía y allí no estaba aquella mujer entonces respiraría tranquila, todo habría sido fruto de su imaginación. ¿Pero y si resultaba que la mujer aquella estaba allí, esperándola?

      Salió hacia el pasillo despacio casi contando los pasos y a la altura del espejo se paró y se giró.

      Un grito salió de su garganta, la mujer que había visto en el espejo del baño estaba allí, mirándola fijamente, sonriéndole. Llevaba puesto un camisón blanco y unas zapatillas rojas. Rita se separó del espejo hasta apoyarse en la pared que había detrás de ella y caminó pegada a ella hasta la cocina.

      Ya no le apetecía el té. Se sentó, se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Había visto muchas películas de apariciones en los espejos, casi siempre eran espíritus malignos que acababan matando al protagonista de la película, siempre, o la mayoría de las veces eran mujeres.

      Tendría que llamar a Abel, ya no le parecía una tontería todo aquello, estaba realmente asustada, pero no quería volver a pasar por el pasillo.

      En su habitación había otro teléfono, un supletorio, desde allí podría llamarlo, todavía se acordaba del número que había visto en la agenda. Pero en su habitación también había otro espejo.

      Se levantó poco a poco de la silla donde estaba sentada ante la mesa de la cocina. Despacio como si sobre su espalda llevara el peso del mundo se encaminó hacia su habitación.

      Abrió la puerta despacio y entró con sigilo como si temiera despertar a aquella mujer. El espejo estaba al fondo de la habitación y el teléfono estaba al lado en su mesilla de noche, apenas un par de metros los separaba.

      Se encaminó hacia allí.

     Cogió el auricular en la mano. Mientras lo hacía no pudo evitar que su cabeza se moviera unos centímetros, sus ojos clavaron la mirada en el espejo.

      La mujer estaba allí. Estaba en todos los espejos de su casa.

      Agarró el teléfono con todas sus fuerzas con las dos manos, lo arrancó de la pared y lo lanzó contra el espejo mientras no dejaba de gritar.

EL RESURGIR

  El Olimpo había sido un lugar de copas muy conocido no solo en la ciudad sino en todo el país. Allí bellas jovencitas cantaban ligeritas d...