sábado, 13 de marzo de 2021

SUCESO EN EL HOSPITAL

 


 

Estaba en el hospital, mi madre llevaba días ingresada a causa de un fuerte dolor en el abdomen. Los médicos, después de días observándola, decidieron operarla. Hablaron conmigo y me informaron que dicha operación era bastante arriesgada para una persona de su edad (80 años) y que podría tener un desenlace fatal. Pero, por otra parte, si todo salía bien podría tener una buena calidad de vida durante bastantes años más. Así que después de pensármelo y sopesar los pros y contras les di el consentimiento para la intervención quirúrgica.

El día de la operación estaba bastante nerviosa, el cirujano me dijo que podría demorarse varias horas, que intentara relajarme un poco y me aconsejó ir a dar un paseo, si era fuera del hospital mejor que mejor, que en cuanto terminasen se pondrían en contacto conmigo.

Le hice caso, y en cuanto mi madre entró en quirófano decidí salir a la calle y dar una vuelta. Desde las ventanas del hospital podía ver el día tan estupendo que hacía fuera. Un paseo no me haría daño.

Cogí mis cosas y me puse a caminar por el largo pasillo que desembocaba en el ascensor. Se abrieron las puertas y al fondo, apoyada contra la pared, había una adolescente, calculé que no tendría más de quince años. Muy guapa, con una larga melena rubia y bastante alta. Me saludó y se hizo a un lado para dejarme espacio. Tras de mí un hombre vestido con una bata blanca, uno de los muchos médicos del hospital, entró corriendo. Nos saludó cortésmente a la joven y a mí y pulsó la planta a la que se dirigía, curiosamente iba a la planta principal como yo, y el ascensor se puso en marcha. Se hizo un silencio incómodo y para romper el hielo le pregunté a la chiquilla si venía a ver a alguien. El ascensor parecía que no tenía mucha prisa por llegar al destino que le habíamos indicado, porque hacía paradas en cada planta, tomándose su tiempo, que me parecía eterno. La joven en cuestión me dijo que venía a recoger a su abuela. Le hice saber que me alegraba que se hubiera recuperado y que pudiera irse a casa. El médico no hablaba, pero me fijé en su cara y vi incertidumbre en ella y algo parecido a miedo, quizá. El ascensor se pasó nuestra planta de destino y siguió subiendo. Miré incrédula hacia los botones por si se habían desactivado, pero la planta 0 seguía marcada. No entendía nada. Llegado a este punto, el médico se puso visiblemente nervioso, unas gotas de sudor resbalaban por su frente. Por fin el ascensor se detuvo, y lo hizo en el piso sexto. Se abrieron las puertas y una ancianita vestida con el camisón del hospital apareció en el umbral. La joven la abrazó con ternura, mientras la colmaba de besos, luego la ayudó a entrar en el ascensor. En un visto y no visto, el médico desapareció. Desconcertada dirigí la mirada hacia el pasillo y lo vi alejarse con paso ligero, casi corriendo. No lo pensé y corrí tras él. Lo llamé, pero parecía que no me escuchaba o que tenía mucha prisa para llegar a donde fuera que iba y no quería pararse. Finalmente lo alcancé, su aspecto era terrible, estaba sudando copiosamente, su cara se había puesto lívida y cuando me miró vi miedo, pánico, desconcierto, en su mirada, se tambaleaba como si estuviera borracho, lo agarré a tiempo, antes de que se desplomara en el suelo. Vi una sala de espera cerca de donde estábamos y lo llevé hasta allí, no había nadie. Lo conduje hasta una silla para que se sentara. Le serví un vaso de agua del dispensador, se lo bebió a pequeños sorbos, por fin, el color volvió poco a poco a sus mejillas. Al cabo de un rato, todavía conmocionado, logró contarme lo siguiente: el día anterior, ya entrada la tarde, había llegado en una ambulancia una chiquilla, víctima de un atropello. La joven ingresó cadáver. Su abuela que acudió al hospital en cuando la hubieron llamado, no pudo soportar la noticia y le dio un infarto, muriendo casi en el acto. Intentaron reanimarla, pero no pudieron hacer nada por salvarle la vida.

Luego añadió algo que cambiaría mi vida para siempre.

La joven del ascensor, era la víctima del atropello y la anciana a la que abrazó, su abuela.

El móvil sonó en mi bolso, con el pulso tembloroso, respondí, el cirujano había terminado de operar a mi madre, todo había salido bien.

 


EL TENDERO

 


Quesos por todas partes. Aquello era el paraíso para los amantes de aquel producto. Yo lo odiaba. Pero a mi marido le encantaba y yo, como no, era la encargada de comprárselo. Cerca de casa vi esa tienda. El escaparate estaba hasta arriba de quesos. Era el primer día que abría. Entré. Era la típica tienda de barrio y el tendero, un señor mayor, llevaba un delantal blanco, impoluto. Al otro lado del mostrador me recibió con una gran sonrisa. Le expliqué la obsesión de mi marido por los quesos y muy amablemente me hizo una bandejita, muy chula, por cierto, con una gran variedad de ellos. Repetí la visita todas las semanas, mi marido estaba encantado con aquellos quesos que le llevaba. Un día, entré y el tendero no estaba tras el mostrador, lo llamé, pero no recibí respuesta. Me parecía extraño que hubiese dejado la tienda sola. Así que me adentré en la trastienda, pensando que, tal vez, se encontraba mal y necesitaba ayuda o que no me había escuchado entrar, a pesar de que una campanita colgada sobre la puerta avisaba de la entrada de los clientes. No pensé, en ese momento, que estaba siendo una fisgona y estaba violando su intimidad. Pesaba más mi preocupación por aquel anciano, que tan amablemente se había portado siempre conmigo, que el hecho de colarme en una parte privada. Entré. Tampoco estaba. Pero me sorprendió algo, que a simple vista parecía que estaba fuera de lugar. Había tres puertas al fondo, cada una pintada de un color distinto, eso es lo que me llamó la atención, ¿quién pinta las puertas distintos colores? Yo no lo haría. Una era verde, otra roja y la otra blanca. Nerviosa, miré hacia ambos lados. Como si fuera a cometer un delito. Al fin y al cabo, iba a dar un paso más en violar la intimidad de aquel hombre. No sé por qué, pero me puse nerviosa. Nadie. Abrí la verde, había un baño, luego abrí la roja, era un almacén lleno de cajas, muy desordenado y sucio y por último abrí la blanca, una gélida brisa me dio de lleno en la cara como una bofetada y delante de mí vi pingüinos. Un carraspeo a mis espaldas hizo que me girara. El anciano me observaba desde el otro extremo de la habitación. El corazón me latía muy deprisa en el pecho. Lo miré asustada, como si fuera una niña pequeña que la acaban de pillar haciendo una trastada, él me miró, pero no vi enfado en su cara, en ella estaba aquella sonrisa amable y bonachona con la que siempre me recibía. Aquel detalle hizo que me relajara, por lo menos un poco. Aunque esperaba, como no, y con todo su derecho a hacerlo, una regañina por su parte. Pero no fue así. Me mostró una silla de madera, ajada por el paso de los años y con un ademán me indicó que me sentara, así lo hice, él hizo lo propio en otra que colocó muy cerca de mí. Seguía mirándome sin mediar palabra. Abrí la boca para pedirle disculpas por mi atrevimiento, pero él amplió más su sonrisa dándome confianza. Entonces habló. Y lo hizo de manera pausada, como si le relatara una historia a un niño pequeño antes de irse a dormir.

-Lo que has visto tras esa puerta te dejó desconcertada. Pero no temas, todo tiene una explicación. La primera puerta, la verde, es tu pasado, un tiempo que se esfumó y despareció por el retrete y no volverá jamás, lo que hayamos hecho, bueno o malo, determinará el presente, que es la puerta roja. Has visto un almacén, sucio y desordenado, porque así es como te sientes ahora mismo, en tu vida falta algo, algo que necesitas tanto como el aire que respiras pero que no puedes conseguir. Tu futuro, la puerta blanca, se presenta así, frío, inhóspito, sino enmiendas tu presente.

Lo miré desconcertada. Él continuó hablando.

-Deseas sobre todas las cosas ser madre. Y ese deseo te fue denegado.

Unas lágrimas empaparon mis mejillas. Había acertado.

-Yo puedo solucionar eso. Pero todo tiene un coste. Si aceptas mi ayuda, aceptarás lo que quiero. Depende de ti aceptar mi proposición. Eres libre para hacerlo.

Estuvo hablando un rato más y yo acepté las condiciones de aquel “contrato”.

Meses después tuve mi primer hijo, aquel fue un momento inolvidable, maravilloso, un sueño hecho realidad, mi marido y yo estábamos pletóricos. Un par de años después vino una niña a colmar de felicidad nuestro hogar. A aquel anciano no lo volví a ver, de hecho, la tienda de quesos que regentaba pasó a convertirse en una tienda de ropa. A medida que pasaban los años, me fui relajando. Tal vez aquella conversación en la trastienda con aquel anciano hubiera sido un sueño, o tal vez, el “contrato” había expiado. Pero me volví a quedar embarazada. Entonces supe que lo volvería a ver.

El día del parto, en la maternidad, un parto difícil, porque el niño venía de nalgas, lo vi. Aquella sonrisa amable dibujada en su cara no me inspiró la confianza de años atrás, esta vez un escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Parecía que nadie más lo veía salvo yo. Grité desesperada mirando hacia la pared donde estaba aquel hombre apoyado, sonriéndome, pero nadie me podía ayudar. Se acercó a mí y me susurró al oído “vengo a cobrar lo que me debes”. Sabía lo que eso significaba, venía a buscar el alma de mi pequeño recién nacido, eso era lo que quería, porque él mismo me lo había dicho aquel día en la trastienda. “El pago será el alma de tu último hijo”.


viernes, 12 de marzo de 2021

AMOR ETERNO

 


 

Hora de sembrar el trigo. Para ese otoño se preveían grandes lluvias. El hombre estaba haciendo la siembra en un terreno muy cerca de la casa, donde su mujer, estaba preparando la comida. En el salón había una fotografía enmarcada, donde se veía a un joven rodeado de pingüinos, era el hijo del matrimonio, en las vacaciones del año anterior. Se le veía feliz, disfrutando de aquella aventura. El hombre regresó de su trabajo en el campo, se le veía cansado. Se quitó las botas en la entrada de la casa y se dirigió a la cocina donde le esperaba un gran plato de guiso en la mesa. En el televisor, uno pequeño, que habían puesto en la cocina a petición de la mujer, se veía a un joven haciendo malabarismo con unas pelotas pequeñas de color rojo, mientras montaba en un monociclo. Al finalizar de comer, decidió echarse una siesta, por la tarde si tenía fuerzas, cortaría algo de leña para el invierno. Pero eso sería más tarde, ahora necesitaba descansar un poco su dolorida espalda. Y luego, tal vez, entrada la noche, echaría una partida de dominó con su esposa, sabía que ella adoraba esos momentos que pasaban juntos y él haría cualquier cosa por ella con tal de verla feliz. Se metió en la cama, cerró los ojos y esperó a que el sueño se adueñara de él. Al cabo de un rato se dio cuenta de que no se dormiría. Echaba la culpa a su espalda dolorida pero no quería reconocer que era otra cosa lo que le rondaba por la cabeza y no le dejaba descansar. Se había levantado con una sensación extraña en el cuerpo, que le provocaba nerviosismo y malestar, era un presentimiento. No creía en esas cosas, ni nunca había tenido uno. Dejó volar su cabeza y sus pensamientos le llevaron al día en que conoció a aquella chiquilla tan guapa y encantadora, que llevaba un par de quesos a la feria para venderlos. Él iba ufano en su flamante motocicleta que se había comprado recientemente. Fue amor a primera vista, sabía que aquella jovencita sería su mujer y que cada día que estuviera con ella, viviría para hacerla feliz. Se casaron. El día de la boda, sus amigos hicieron un campamento junto al río y celebraron un partido de rugby. Fue el mejor día de la vida de ambos. Arropados por familiares y amigos que los querían, comenzarían a caminar juntos por el sendero de la felicidad. Se abrieron muchas botellas de champán, los corchos volaban por todas partes, entre risas y aplausos de los asistentes. Un fuerte ruido lo sacó de sus recuerdos. Sonó en la parte de abajo, tal vez en la cocina. Se levantó de un salto, obviando su dolor de espalda y corrió lo que sus viejas y cansadas piernas le permitieron, hasta llegar a la planta de abajo. Sobre el frío suelo de baldosas yacía su amada esposa. Todo hacía indicar que había resbalado. El suelo estaba mojado. Se acercó a ella, mientras unas lágrimas afloraban a sus ojos. Le tomó el pulso y vio que no tenía. Un gran charco de sangre se estaba formando debajo de su cabeza. Estuvo mucho tiempo tendido sobre ella llorando, mientras le cubría la cara de besos y le decía, le suplicaba que no lo dejara solo, que no podría vivir sin ella. El murió pocos días después, era tal la pena que le embargaba el corazón que se dejó llevar. Murió de amor. Al vivir en una granja bastante apartada del pueblo, los vecinos no se enteraron, a veces tardaban días en verlos, bajaban uno o dos veces al mes al pueblo para hacer las compras y luego no se les volvía a ver en varias semanas. Pero su hijo sí se preocupó. Había llamado varias veces a la casa sin recibir respuesta. No era normal en su madre, que siempre estaba pendiente de una llamada suya y descolgaba casi al primer tono. Así que fue hasta allí. Vivía a dos horas de viaje. Cuando llegó se llevó una gran sorpresa al no encontrar a nadie. La casa parecía vacía. Los llamó, pero no recibió respuesta. Subió al piso de arriba y fue directo a la habitación de sus padres. Su padre yacía en la cama, se le veía muy delgado y demacrado. Estaba frío y los signos de descomposición eran evidentes en su cuerpo. Sin embargo, la habitación olía muy mal y ese olor no provenía del cuerpo de su padre porque dedujo que no llevaría más de un día muerto. Entonces, ¿de dónde provenía? Llamó a la policía y éstos llegaron seguidos por una ambulancia. Levantaron el cuerpo de su padre y lo metieron dentro de una bolsa negra, de esas que se utilizan paras los cadáveres y se lo llevaron. El hijo que estaba en la habitación con dos policías, mientras los sanitarios se hacían cargo de su padre, se fijó en algo que había en el colchón. Se acercó. Notó que no estaba uniforme, el lado derecho sobresalía un poco. Levantó la sábana bajera y vio que estaba roto, rajado por la mitad con un cuchillo o algo punzante.  Los policías, que lo estuvieron observando le dijeron que no siguiera, que ya lo hacían ellos. Y así fue. Quitaron la sábana y lo que encontraron allí no lo olvidarían mientras les quedara un halo de vida. El anciano había rajado el colchón paras luego vaciarlo y dentro había metido a su difunta esposa. De ahí el olor a podrido de la habitación. Se habían jurado que estarían juntos incluso cuando la muerte los sorprendiese. Cumplió su promesa.


sábado, 6 de marzo de 2021

HISTORIA DE UNA GUERRA

 


 

Aquellos tres jóvenes habían sido llamados a alistarse al ejército. Tenían 18 años, vivían en el mismo pueblo y eran amigos desde muy pequeños, siempre andaban juntos. Tenían muchos planes para cuando acabaran el instituto, uno de ellos quería ser mecánico como su padre y trabajar con él en el taller, a otro le fascinaba el mundo de las leyes, tal vez llegaría a ser un gran abogado y el tercero soñaba con ser una estrella del cine, algún día. Aquel fatídico día en el que tenían que partir hacia una guerra que les quedaba grande, sus familias y amigos los fueron a despedir al tren. Hubo lágrimas, abrazos y buenos deseos. Cuando llegaron a su destino, tuvieron unos meses de entrenamiento militar, les enseñaron a formar y a disparar. Hubo una selección entre los soldados recién llegados y más jóvenes, y quiso el destino que los tres fueron escogidos para pilotar. Que no tuvieran ni idea de manejar un bombardero no fue impedimento, unas cuantas clases rápidas y los declararon aptos para tal fin. Sus primeras salidas solos, fueron de infarto, ninguno de los tres esperaba aterrizar sanos y salvos, pero sí lo hicieron. Las siguientes salidas fueron más relajadas y poco a poco fueron ganando en experiencia y seguridad.  Un día les dieron una misión, tenían que entrar de lleno en las defensas del enemigo y bombardearlas. Fue un día de locos, fueron a por todas y no le dieron tregua al enemigo, éste ante tal ofensiva, optó por retirarse. Habían ganado esa batalla. Tras la misión los tres jóvenes pilotos regresaron a la base, en sus caras llevaban reflejado el terror absoluto.

El capitán al mando que estaba esperando el regreso de los aviones, les dio una cálida bienvenida, había tenido muchas bajas y ver a aquellos jóvenes con vida era todo un acontecimiento. Les dijo que elaboraran un informe detallado de lo que había pasado y luego les dio un permiso para que se relajaran y tomasen unas cervezas.

El capitán siguió esperando la llegada de más soldados que había enviado a esa misión. Llegaron dos más. Estaban exhaustos, aterrados ante la batalla sangrienta que habían vivido, pero al mismo tiempo contentos por haberla ganado. La pérdida de compañeros no había sido en vano. Le preguntaron al capitán si habían llegado más compañeros. Les habló de los que habían llegado hacia una media hora y que estaban realizando el informe. Los soldados se miraron entre ellos, pensando que aquello no era posible. El capitán les iba a preguntar qué pasaba cuando el ruido de unos pasos a sus espaldas hizo que se giraran para ver quien llegaba. Y allí estaban aquellos muchachos, con el informe en la mano. Se lo entregaron al capitán sin mediar palabras. Sus semblantes estaban pálidos, los ojos sin brillo y mirando hacia un punto lejano situado entre las montañas que les rodeaban. Se alejaron de allí con paso lento y cansado como si hubieran envejecido sesenta años durante esa media hora. El capitán leyó el informe, bajo la atenta mirada de los otros dos soldados. En él se detallaba con todo tipo de detalles lo que habían vivido en aquella batalla, incluso…. Levantó la mirada hacia el lugar por donde se habían ido los jóvenes, estaba pálido y con el pulso tembloroso, pero no había rastro de ellos, era como si se hubieran desvanecido. Luego miró a los dos soldados que estaban con él, esperando una respuesta. Los muchachos le dijeron que habían visto como derrumbaban los aviones de los tres jóvenes, era imposible que estuvieran con vida. El capitán les mostró el informe que habían hecho, lo leyeron atentamente. Un escalofrío les recorrió el cuerpo, en él relataban con pelos y señales cómo habían muerto.


DAMAS

 



 

 

 

Damas, habían vivido en aquella casa colonial del siglo XVIII, dos hermanas, con una diferencia de edad de menos de un año. Perdieron a sus padres a una temprana edad, quedando al cargo de un tío paterno. Sus vidas transcurrieron rodeadas de lujos y atenciones constantes. El tío falleció siendo muy anciano. Ellas habían cumplido la mayoría de edad.  Al leer el testamento que habían dejado sus padres, descubrieron que su difunto tío había derrochado el dinero que les correspondería a ellas por herencia. Sólo quedaba la casa, las joyas de su madre y poco más. Los criados se fueron, dejándolas solas en aquella enorme casa. No tenían más familia. Su tío no se había casado y no tenía descendencia. Aquella situación hizo que la hermana mayor enfermara gravemente. Una gran depresión la postraba en la cama casi las 24horas del día. Su hermana, un día, cansada de largos meses de cuidarla, viendo como su juventud pasada sin disfrutar de la vida, sin poder casarse y así formar el hogar que tanto anhelaba, empezó a idear un plan. Al poco tiempo la hermana enferma desapareció de la casa. Inmediatamente, empezó a frecuentar sitios de moda, a dar fiestas en su casa, a vestir elegantemente. Si le preguntaban por su hermana respondía, casi automáticamente que la había tenido que ingresar en un centro especializado en enfermedades mentales, por la grave situación en la que se encontraba. Nadie puso en duda aquella argumentación y la vida siguió pasando. Se casó, vivió en aquella casa con su esposo, un reputado congresista, tuvieron un hijo y parecía que todo iba bien. Hasta que empezaron los fenómenos extraños, movimiento de muebles, caída de objetos al suelo, una voz que se escuchaba sobre todo por las noches. Un mañana, apareció tendida en el suelo, al pie de las escaleras que conducían al piso superior. Tenía roto el cuello, supuestamente, por la caída. Su viudo y su hijo abandonaron la casa poco tiempo después porque vivir allí se hizo prácticamente imposible. Los fenómenos extraños se habían acrecentado hasta tal punto que un día, muertos de miedo, cogieron un par de maletas y se largaron, dejando atrás libros antiguos, objetos de valor y personales.

 Actualmente, la casa que llevaba tiempo deshabitada, necesitaba algún que otro arreglo, pero eso no fue impedimento para que aquella mujer la comprara. El vendedor en ningún momento mostró su identidad, cualquier transacción se realizaba a través de un bufete de abogados. Quería mantenerse en el anonimato. Después de hacer los arreglos necesarios para hacerla habitable de nuevo, se instaló allí. Desde el primer momento en que la había visto se había enamorado completamente de ella. Sus días pasaban tranquilos y apacibles. Una noche empezó a escuchar ruidos de pasos en el piso inferior de la casa. Instaló una alarma para sentirse más segura. En los días siguientes aparte de escuchar ruidos, comenzó a tener sueños extraños, angustiosos, se despertaba gritando y llorando. Hasta que una noche se despertó en medio de una pesadilla, el corazón le latía desbocado en el pecho. Abrió los ojos y vio como sobre ella flotaba una mujer joven, vestida con ropajes antiguos, no tenía ojos, solo estaban las cuencas, mostrando una sonrisa siniestra en su cara cadavérica. Pidió ayuda, estaba muerta de miedo. La policía se personó en su casa, uno de ellos recordaba que sus abuelos contaban historias siniestras sobre esa casa y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Ella decidió buscar información en la hemeroteca del pueblo. Encontró historias sobre la casa que le ponían los pelos de punta. Sonidos extraños, luces que se encendían y apagaban, la gente que intentaba vivir allí, duraba menos de un mes, hasta que ya nadie se interesó por ella. Sin embargo, alguien no dejaba que se deteriorada y todos los años se hacían limpieza en los jardines, se abrían ventanas para ventilar y se hacían pequeños arreglos. Nadie sabía quién mandaba hacerlo. Aunque circulaban rumores que indicaban que era aquel dueño anónimo.

Una mujer de mediana edad la abordó un día por la calle, le contó una historia sobre aquellas hermanas, que le había escuchado a su abuela. Corría el rumor entre los vecinos, que la hermana pequeña había matado a la mayor para librarse de ella y poder quedarse con las joyas de su madre y así poder llevar la vida que siempre había soñado.

Su hermano decidió pasar el fin de semana con ella. Decidieron mover algún que otro mueble y colocar algún cuadro por la casa, para darle un ambiente más personal. Uno de ellos, iría en la cabecera de su cama. Cuando estaban taladrando la pared, ésta se resquebrajó casi por completo. Lo que encontraron allí les dejó sin palabras. Había un cuerpo momificado, emparedado, colocado en posición fetal. Parecía el de una mujer joven, vestida con el mismo ropaje que llevaba la mujer que se le aparecía. Tiempo después de aquello y tras realizar las averiguaciones pertinentes, tuvieron la certeza de que aquel cuerpo momificado, pertenecía a la hermana mayor. Hubo un detalle que no pasó por alto, el apellido del marido de la hermana más joven correspondía a alguien que ella conocía muy bien. Entonces si hilaba los datos que tenía, con los nuevos, aquel hombre podría ser el descendiente anónimo. El heredero de aquella casa. Recordó el día que su hermano se lo presentó, eran grandes amigos, nunca hablaba de su familia. Un hombre educado, simpático, inteligente, que se labró una buena reputación entre los de su gremio. Pero, sobre todo, le intrigó la insistencia de que invirtiera su dinero en aquella casa. Se trataba de su abogado.


viernes, 5 de marzo de 2021

AQUELLA DESCONOCIDA

 



 

 

Hacía unos días que había salido en libertad. Los últimos dos años los había pasado entre rejas, condenado injustamente. Si no fuera por aquella mujer, que después de todo ese tiempo, se decidió ir a declarar a comisaría, todavía estaría encerrado. Le acusaron de matar a un anciano que se había puesto delante de su coche, sin darle tiempo a frenar. No iba a mucha velocidad, respetaba el indicador de 40 por hora, no iba bebido, ni había tomado sustancias sospechosas, pero resultaba que aquel anciano era el padre del fiscal y éste utilizó todas las armas que tenía en su poder para culparlo. Aquella mujer, confesó que el anciano en cuestión, muy amigo de ella, le había dicho dos días antes del accidente, que quería suicidarse. El caso se reabrió y lo dejaron en libertad, con una carta de disculpa y sin antecedentes, y una bonita cantidad de dinero con la que podría empezar de cero. Su padre, daba la casualidad, que era el alcalde. O sea, que en todo ese tema había mucho politiqueo de por medio. Y él se vio envuelto en aquella trama sin comerlo ni beberlo. Pero ahora estaba libre y quería disfrutar a tope de esa segunda oportunidad que la vida le daba.

Ahora vivía en un pequeño apartamento, situado en una calle peatonal, donde cuando hacía buen tiempo se llenaba de gente, paseando y de compras, las cafeterías ponían las terrazas y éstas estaban llenas la mayor parte del tiempo. Le gustaba contemplar el ir y venir de la gente desde la ventana. Se fijó en una chica, parecía triste, sentada sola ante una mesa tomando un refresco. Llevaba gafas de sol, era morena y no llegaba a la treintena. No es que se enamorara a primera vista, pero sintió algo por aquella muchacha, algo la identificaba con ella, y le entraron unas ganas enormes, casi obsesivas, de besarla.

No lo pensó mucho y salió a la calle, pero cuando hubo llegado a la terraza, no lejos de su portal, aquella joven ya no estaba. Volvió a su apartamento, estaba inexplicablemente triste, sin ánimos y decidió poner un rato la tele. Estaban hablando de aquella nave que acababa de amartizar, y que al poco de hacerlo, se encontraron en medio de una erupción volcánica. Estaba ensimismado esperando que dijeran algo sobre cómo estaban los astronautas, cuando sonó el teléfono. Era su abogado. 

Ese día, dio paso al viernes, y se vio, casi sin darse cuenta, asomado en la ventana por si volvía a ver a aquella joven. Y así fue. Así que, antes de que se volviera a esfumar salió corriendo a la calle. De cerca era aún más guapa, el corazón le latía desbocado en el pecho. Unas enormes ganas de abrazarla y besarla le embargaron. Se quedó mirando para ella embobado. La muchacha le hizo un ademán de que acercara a su mesa. Estuvo a punto de pisar a un gato siamés que pasó corriendo como una exhalación, delante de él. Ella se rio de lo cómico de la situación. Y entablaron conversación.  Notaba como ella lo devoraba con la mirada, con deseo, él apenas la escuchaba en su cabeza se imaginaba quitándole la ropa, besándole el cuerpo mientras ella gritaba de placer. Hubo un momento en que sus cuerpos se rozaron, y el deseo brotó como aquella lava del aquel volcán en Marte. Se besaron con ímpetu, mientras en la mesa de al lado unos chavales los miraban embobados mientras jugaban a las damas. En la universidad le habían puesto un alias “el conquistador” por lo rápido que ligaba con las chicas, pero aquello era una nueva faceta en él. Tal vez, la cárcel le había sentado bien, dándole un aspecto más seductor. Tiraron los vasos y los refrescos que había sobre la mesa, las sillas acabaron volcadas en el suelo, era tal la atracción que sentían el uno por el otro que para ellos la gente había desparecido de su alrededor. Fueron a su apartamento, todavía olía al chinchulín que había cocinado al mediodía. Lo que había recreado en su cabeza minutos antes, se hizo realidad. Le arrancó la ropa, le besó su tersa y suave piel, haciendo que gimiera de placer. Estuvieron amándose hasta bien entrada la madrugada. El amanecer los sorprendió acurrucados, sudorosos y exhaustos después de una gran noche de placer, una noche inolvidable.

El ruido de unas sirenas lo sacó de su sueño, le costó abrir los ojos, la luz del sol le daba de lleno en la cara, sintió una ligera brisa en la habitación, palpó el otro lado de la cama, estaba vacío. Se incorporó, las cortinas se agitaban por el aire que entraba por la ventana abierta. Su ropa y la de ella estaba tirada por el suelo de la habitación. Supuso que no iría muy lejos desnuda. El ruido de las sirenas paró justo debajo de su ventana. Escuchó mucho bullicio fuera. Se asomó a la ventana para ver lo que estaba pasando. En el suelo, en medio de un gran charco de sangre, estaba la mujer que había compartido cama con él aquella noche.

 

 


miércoles, 3 de marzo de 2021

ANCIANO

 



Anciano, era aquel hombre que murió a causa de un infarto mientras dormía. Delante de la comitiva iba el sacerdote rezando por el alma del difunto, seguido, muy de cerca, por el féretro, portado por sus tres hijos y un sobrino. Detrás, la viuda, triste y desolada, arropada por familiares y amigos, era la viva imagen del dolor y la pena. La verja del camposanto estaba abierta de par en par. La gente fue entrando, en silencio, mostrando así respeto a los familiares y amigos del fallecido. Su cuerpo descansaría eternamente, en el panteón familiar. Los sepultureros habían llegado antes para acondicionar una de las sepulturas. Eran dos hombres con muchos años de experiencia en su trabajo, con los nervios templados y acostumbrados a enfrentarse a muy diversas circunstancias que pudieran encontrarse en un lugar como aquel. Cuando la comitiva estaba llegando los vieron en la entrada, visiblemente nerviosos. El sacerdote se acercó a ellos y les preguntó qué pasaba. Se escuchó la sirena de un coche de policía. Se detuvieron delante del camposanto. La gente, asustada y desconcertada, hablaban entre ellos sin comprender qué pasaba. La policía entró en el panteón, seguida por los sepultureros y el sacerdote. En la tumba, destinada a aquel anciano yacía un cuerpo, el de un hombre de mediana edad. Llamaron al juez, se procedió al levantamiento de aquel cadáver y fue trasladado al hospital donde le realizarían la autopsia. Ésta desveló que la causa de la muerte había sido por apuñalamiento. Se trataba de un asesino, buscado por la policía hacía tiempo y al que no habían logrado atrapar, hasta ahora. Sabían que había matado al menos a 5 personas. Todos mendigos. La pregunta era ¿Quién lo había matado? En la autopsia no encontraron indicios que pudieran aclarar aquel asesinato. El que lo hubiera hecho, lo conocía, porque no había signos de pelea en el cuerpo. Lo apuñaló sin levantar sospechas en el difunto de lo que le iba a hacer. La policía por fin pudo cerrar el caso del apodado “El cuervo”.

 

 


MASACRE

  —¿No los habéis visto? Gritaba una mujer enloquecida corriendo entre la muchedumbre congregada en la plaza de Haymarket el 1 de mayo, conm...