martes, 30 de marzo de 2021

LA JOVEN DEL PARQUE

 [-(8-2) +(3+6)], terminó de escribir la profesora en la pizarra, recordándoles que tenían que hacer esa ecuación y dos más para el día siguiente. Sonó el timbre. Había sido un día agotador para aquella mujer. Era su primer día como sustituta de la profesora de matemáticas. Casi no había ni tenido tiempo de colocar sus cosas que todavía seguían dentro de las cajas apiladas en el garaje. Le gustó el colegio y sus compañeros, los otros profesores eran muy atentos con ella. Presentía que se sentiría a gusto allí y eso la animó bastante. Después de preparar la clase del día siguiente, decidió salir a dar un paseo por el parque que no distaba mucho de su nueva casa. Hacía una noche cálida y apacible. En el parque encontró más gente caminando como ella, en grupos y también sola, otros paseaban con sus perros y alguna que otra pareja besuqueándose amparadas por las sombras. A lo lejos, sentada en un banco, vio a una joven, estaba sola y tenía la mirada perdida y triste. Tuvo el impulso de acercarse y hablarle, le entraron unas ganas enormes de abrazarla y decirle que todo iba a salir bien, pero rehusó pensando que la tildaría de loca o algo así. Contuvo las ganas y siguió caminando. Al día siguiente al despertarse la imagen de aquella joven le volvió a la mente y decidió volver al parque esa noche. La encontró en el mismo lugar. Esta vez le hablaría. Se estaba acercando, cuando escuchó que la llamaban por su nombre, era su vecina. Estuvo un rato charlando con ella, y para cuando la mujer se fue, y la profesora dirigió la mirada hacia aquel banco, la joven ya no estaba. La noche siguiente tenía invitados a cenar, hizo la compra y ante de irse a casa para preparar la cena, decidió volver al parque y echar un vistazo, por si la volvía a ver Allí estaba. Ni se lo pensó. Se sentó a su lado y comenzó a hablarle. Al principio, la muchacha parecía asustada, pero poco a poco, se fue soltando. Su hermana y su cuñado, al comprobar que no estaba en casa, salieron a buscarla. La encontraron en el parque, sentada en un banco. Su hermana se acercó a ella, preocupada. La profesora se excusó con la joven y se levantó. La hermana le preguntó con quien hablaba. Allí no había nadie. Desconcertada, soltó la bolsa que llevaba en la mano, sin darse cuenta, desparramándose por el suelo, los ingredientes con los cuales iba a preparar el adobo para la carne. Aquella noche le costó conciliar el sueño. No podía creer que aquella muchacha fuera un fantasma. No estaba loca por mucho que su hermana se lo insinuara. Decidió hacer algunas averiguaciones por su cuenta. Calculaba que tendría unos 16 años, y seguramente estudiaría en el único instituto que había y donde ella daba clases. Sabía su nombre: María González porque ella se lo había dicho. Así que aquella mañana cuando tuvo un descanso, buscó su nombre en la lista de los alumnos del centro. No encontró nada. Lejos de rendirse fue a hablar con el director, pensó que sería la persona más adecuada para preguntarle al llevar allí muchos años dirigiendo el centro. En cuanto le mencionó su nombre, el color de la cara de aquel hombre desapareció, dando paso a una lividez cadavérica. Carraspeó y le preguntó quién le había dado ese nombre. Ella no iba a contarle la verdad, estaba claro, así que le dijo que lo había oído mencionar por los pasillos del centro a los alumnos. El hombre, sin mediar palabra, abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una carpeta, poniéndola delante de la profesora. Ella lo miró de manera interrogante, él le hizo un ademán de que la abriera. Así lo hizo. En ella había una hoja con el emblema de la policía y una palabra subrayada varias veces: SUICIDIO. La fecha era de hacía un año. Esa noche la profesora volvió al parque con la esperanza de encontrarla de nuevo y pedirle que le contara qué había pasado, qué le llevó a quitarse la vida. Pero la joven no estaba, el banco donde solía sentarse, estaba vacío. Pero había algo…. Se acercó casi corriendo, y encontró una hoja de papel doblada varias veces. Se sentó mientras lo desdoblaba con el pulso tembloroso. Había algo escrito, lo leyó en voz alta: “En la taquilla número 101 pegada con cinta adhesiva en la parte de abajo de la estantería metálica, está lo que necesitas saber”.

La incertidumbre la estaba matando, decidió ir hasta el instituto, sabía que a esas horas el servicio de limpieza estaba allí, daría cualquier excusa para que la dejaran entrar y encontrar aquello de lo que hablaba aquella chica en esa nota. No le costó entrar, se dirigió hacia la taquilla 101, no le costó abrirla porque tenía la cerradura forzada, palpó debajo de la estantería y encontró algo. Efectivamente estaba pegada, quitó la cinta adhesiva con cuidado y encontró un pendrive, lo guardó en el bolso y salió de allí. Cuando llegó a su casa y lo puso en su portátil, las imágenes allí grabadas la dejaron sin palabras. Había sido víctima de abusos sexuales por parte del director del instituto. Era hora de que la policía interviniera y tomara medidas al respecto.

domingo, 28 de marzo de 2021

LA NIÑA DE LA CAPA ROJA

 



 

 

Había una vez una niña que vivía en una casa al lado del bosque. Su madre le había hecho una capa roja con capucha que ella, odiaba. Pero para no hacerle el feo, se la ponía. Con 11 años ya no era una niña pequeña, pensaba, para ir así vestida. Su madre era costurera y hacía la ropa que la gente del pueblo le encargaba. A ella le gustaba el abrigo que le había confeccionado a su mejor amiga. Eso sí que era elegante. Como una modelo de las revistas de moda que tenía su madre.

A la salida de la escuela, quedó con su mejor amiga para ir a su casa. Pero, para su sorpresa y gran enfado, al llegar a casa, su madre tenía otros planes para ella, tenía que ir a casa de la abuela, a llevarle una compra que le había hecho porque estaba enferma y no podía salir de casa. ¡Vaya faena! Pensó la niña. Ya no podría ir con sus amigas. Y por encima el camino más corto para ir hasta el otro lado del bosque, donde vivía su abuela, era un sendero que lo atravesaba, y ese sendero pasaba justo al lado de la casa de su mejor amiga y no soportaría verla a ella y a las demás niñas jugando, mientras ella tenía que hacer aquel recado. Y la cosa no terminó ahí, para colmo, su madre le pidió que se pusiera la capa roja. Cuando se dispuso a salir de casa estaba realmente enfadada, con su madre, con ella misma, por no decirle a su madre que no le gustaba nada aquella capa y por supuesto, con el mundo entero. Entonces se acordó de que se olvidaba de algo, así que antes de irse, subió a su cuarto, cogió una cosa que tenía guardada en el último cajón de su mesilla de noche, se lo guardó en uno de los bolsillos de la capa y salió sonriendo, llevaba tal prisa, que casi se olvida de la bolsa para la abuela. Su madre le había dicho que si regresaba pronto podría ir a jugar. Pasó por delante de la casa de su amiga, estaban todas allí, la saludaron alegremente.  Ella les explicó a dónde iba y éstas le dijeron que se diera prisa en volver, que la estarían esperando. La niña apretó el paso para llegar antes a su destino. En su loca carrera, se le cayeron las naranjas que llevaba en la bolsa, se paró para recogerlas. Cuando levantó la vista vio alguien acercándose a ella. No le gustó mucho la pinta de aquel personaje, así que dio media vuelta, bufando y continuó su camino sin mirar atrás y sin hacerle el mínimo caso. Aquel personaje le empezó a hablar, con voz dulce y zalamera, hasta se ofreció a llevarle la bolsa, que, según él, tenía pinta de pesar mucho. Cada vez se iba acercando más y más. La niña no estaba asustada, estaba más bien harta de gente como aquella, que tanto había oído hablar: los pesados de turno. Además, no tenía el día para cuentos, estaba desando llegar pronto a casa de su abuela, darle la bolsa y reunirse con sus amigas. No tenía tiempo que perder. Cansada de la cháchara de aquel individuo, se plantó en medio del camino. Dejó la bolsa en el suelo, hurgó en el bolsillo de su capa y sacó el tirachinas que había guardado allí antes de salir de casa. Por el camino había ido recogiendo piedras, había que ser precavida. El personaje detuvo sus pasos y se la quedó mirando fijamente. Por un instante, ella pudo ver miedo en sus ojos. Luego burla y mofa. Se estaba riendo de ella. Le decía que no tendría puntería para acertarle, las chicas no sabían disparar. Ella no titubeó. Tampoco perdió la calma. Sacó una piedra, la colocó en el tirachinas apuntó y le dio directamente en un ojo. El hombre se puso a chillar como un loco de dolor, mientras le gritaba que la iba a matar por aquello. Como se temía, era un lobo disfrazado de corderito. La niña, cogió la bolsa del suelo y siguió su camino. Un poco más adelante se encontró con un cazador. La saludó amablemente. Había visto lo que había pasado y sabía que aquella niña no necesitaba ayuda. Sabía defenderse por sí misma. La niña lo saludó y continuó su camino. Nadie la volvió a molestar. Estuvo un rato con su abuela y luego se fue hasta la casa de su amiga. Jugaron un rato hasta que oscureció, después regresó a su casa. Había sido un día muy productivo.


FOBIAS

 


 

 

Me cuesta mucho recordar aquel día, a pesar de los años que han pasado. Hablar de ello es sinónimo de sufrimiento e impotencia. Mi terapeuta me dice que escribirlo, plasmarlo en una hoja de papel, me hará más bien que mal. Así que lo voy a intentar. Lo he perdido todo, ya no me queda nada. Me casé joven, enamorada y muy ilusionada. Queríamos formar una gran familia, pero los niños no venían. Pero después de un par de años de tratamiento, por fin, me quedé embarazada y tuve a mi pequeño Juan. A partir de ahí una obsesión empezó a rondar por mi cabeza, tenía miedo de perderle, no sólo que lo apartaran de mi lado, sino también de que se muriera. Reconozco que me volví muy protectora y sufría de ansiedad si se iba a pasar la noche a casa de algún amiguito. Sentía una verdadera fobia. A raíz de mi obsesión por estar siempre con él y no perderlo de vista, mi pequeño empezó a crear una propia. Nos dimos cuenta de ello, un día en que tuve que salir y quedó con su padre en casa, nuestro hijo ya tenía 9 años. Nuestro vecino le pidió si podía ayudarle a mover unos muebles porque quería pintar, mi marido fue, no sin antes avisar a Juan de que no iba a tardar mucho. Al final se demoró un poco más de lo acordado y los gritos del niño se escucharon por toda la calle, cuando llegó mi marido, nuestro hijo estaba en un rincón de su habitación en posición fetal llorando y chupándose un dedo como si fuera un bebé. Le compramos un peluche, un osito, parecía que aquello funcionaba, dormía con él todas las noches y lo llevaba consigo a todas partes. Eso y que ya nunca más lo dejamos solo. Pero para quedarnos más tranquilo, le pusimos una cámara en su habitación, gracias a ello, nos dimos cuenta que, gracias a aquel regalo se sentía protegido. Un día recibimos una llamada, a mi marido le iban a hacer un homenaje en reconocimiento a sus muchos años de trabajo y los muchos éxitos de su carrera. Teníamos que ir el sábado a aquella cena, era muy importante para él. Pero el problema era nuestro hijo, no lo podíamos llevar y no podía quedarse solo. Así que después de darle vueltas al tema, decidimos dejarlo con una chica adolescente que vivía en nuestra misma calle y conocíamos desde siempre. Le gustaban los niños y conocía al nuestro y se llevaba muy bien. Así que llegó el día. La canguro llegó y nosotros nos fuimos. A Juan lo dejamos durmiendo, abrazado a su osito y la niñera sólo tenía que ir a verlo de vez en cuando para cerciorarse de que no se despertaba. No sabíamos que la joven tenía miedo a la oscuridad. En cuanto nos fuimos encendió todas las luces de la casa, incluida la de la habitación de nuestro hijo. La joven se fue al salón a ver la tele y cada diez o quince minutos iba al cuarto del niño para ver que todo seguía igual. Estaba tranquilamente viendo una película cuando las luces se apagaron, todas, sin excepción, quedando toda la casa, totalmente a oscuras. Entró en pánico. Con la linterna del móvil, fue hasta la caja de fusibles, dándose cuenta de que allí no estaba el fallo. Escuchó llorar a Juan en su habitación. Subió corriendo. El pequeño estaba sentado en la cama y al verla le señaló con un dedo hacia una esquina de la habitación. Ella iluminó esa parte, pero no vio nada. Juan ya no tenía el peluche consigo. Lo cogió en brazos para calmarlo. Quería salir de allí. La puerta del cuarto del niño se cerró de golpe como si hubiera un golpe de aire. Retrocedió hasta la cama, asustada, dejó al niño en el suelo y se dispuso a llamarnos. De repente, sintió algo punzante en la espalda, se giró, pero no logró ver nada, sólo sombras. Nuestro hijo se puso a gritar y se escondió debajo de la cama. Ella notó algo húmedo en su espalda se la tocó, comprobando desconcertada, que era sangre. Se asustó mucho, corrió hacia la puerta. Una figura apareció reflejada en ella. Tenía la forma del peluche de Juan, pero algo no iba bien, su altura era de unos dos metros. Se giró con el corazón desbocado y lo vio frente a ella. Aquel peluche se había convertido en un ser maquiavélico, tenía los ojos de color rojo, dientes afilados y sus manos y sus pies eran garras. Aquello se abalanzó sobre ella. Antes de morir vio el cuerpo de Juan inerte, en medio de un gran charco de sangre. Aquel monstruo lo había matado. Desde el móvil de la joven, se escuchaba mi voz, desesperada, desgarrada. Cuando llegamos a la casa subimos corriendo al cuarto de Juan. Ante nuestros ojos vimos una auténtica masacre. Nuestro hijo y su niñera estaban muertos. Pero parecía que quien los hubiera matado, se habían ensañado con la chica, estaba destripada y las vísceras las habían colgado de la lámpara del techo. Mi marido, desesperado cogió en brazos el cuerpo de nuestro hijo, detrás de él estaba el armario. Las puertas se abrieron y aquel monstruo se abalanzó sobre él, lo cogió por sorpresa y no pudo hacer nada por salvar su vida. Yo logré huir. Salí a la calle gritando desesperadamente, pidiendo ayuda. El resto es historia, creé otra fobia, la de salir a la calle. Estoy internada en un hospital psiquiátrico, intenté suicidarme varias veces. Creen en mí, no me dan por perdida. Pero en cuando acabe de escribir, sé lo que debo hacer. Me reuniré con ellos.  Esta vez no fallaré.


sábado, 27 de marzo de 2021

REGALO

 

 

Soy ciego. Pero no nací privado de la vista. Un fatídico accidente de coche, hace cinco años, envolvió mi vida en sombras. Imagínense ustedes cómo me sentí cuando me di cuenta de lo que pasaba. La alegría de seguir con vida, dio paso a la ira de no haber muerto, para qué vivir si ya no podía contemplar el rostro de mi amada esposa y el de mi querida hija.  Meses de terapia para superar el trauma. Aprendía a utilizar mis otros sentidos y a fingir que todo iba bien. Me gustaba dormir, mi esposa dice que parezco una marmota, pero no es así. Finjo que duermo. Las noches son lo peor, no hay una en que no escuche pasos en la habitación, voces susurrándome al oído, incluso vislumbro, figuras altas y delgadas, de dientes afilados y garras que me acechan entre las sombras de mi habitación. No se lo cuento a nadie, para qué, pensarán que son alucinaciones provocadas por mi trauma. Tal vez sea así, pero son tan nítidas….

Hoy es un día especial y aunque no me apetezca mucho celebrarlo sé que mi esposa lleva días preparándolo todo para darme una sorpresa. Hoy, 26 de marzo, celebro mi cumpleaños número 40. Me haré el sorprendido, sonreiré y fingiré (son un experto en eso) que soy feliz. El olor del adobo llega a mi habitación, y aviva mis ganas de desayunar. Pero antes debo escuchar el radiograbador que puse por la noche, espero que no haya nada grabado en él.

Cuando mi vida dio este giro inesperado, tuve que mandatar a mi hermano para que se hiciera cargo de mis negocios. Hace un buen trabajo, le ayudo cuando me lo pide, pero sin salir de la sombra y exponerme a miradas curiosas.

Me levanto para ir al baño. Conozco el camino de sobra, no me hace falta el bastón. Pero sobre la silla que está al lado de la cama hay algo, lo toco y sé lo que es, el vestido que mi esposa se pondrá esa tarde, sé que es de color rojo, no porque lo “vea” ni sea adivino, sino porque me lo dijo ella, le encanta ese color. La habitación está tan ordenada que, como siempre, no encuentro ningún obstáculo en mi camino al baño.

Otro olor inunda la casa, es el olor a manzana. Intuyo que, en la cocina, se está preparando una tarta, es mi preferida.

Salgo un rato al jardín, me gusta el olor que trae la primavera consigo. Es el olor del resurgir de la vida. Me siento a escuchar los ruidos que hay a mi alrededor, casi puedo escuchar crecer la hierba, las flores abrir sus pétalos al sol y por primera vez en mucho tiempo me siento en paz conmigo mismo y con la naturaleza.

Los invitados a mi cumpleaños empiezan a llegar. Me saludan, me abrazan y parecen alegrarse de verme. Estoy feliz de que estén conmigo en este día tan especial, los cuarenta no se celebran todos los días y tengo que reprimir unas lágrimas por la emoción que aflora en mí. La comida se celebra en armonía y con muy buenas vibraciones, la primavera está haciendo efecto en todos y cada uno de nosotros. Mi sobrina se acerca a mí y me da un paquete. Un regalo. Lo abro, lo toco y me doy cuenta de que es un jersey, la abrazo emocionado, me dice que lo hizo ella, eso tiene un valor añadido. Me lo pruebo, es ligero, pero abriga. Fue el primer regalo de varios. Debido a la emoción que me embarga no puedo evitar romper a llorar. No me avergüenzo de ello, los hombres también lloramos y sienta muy bien hacerlo de vez en cuando.

Creía que la ronda de regalos había llegado a su fin. Pero me equivoqué. Sonó el timbre de la puerta. Entonces el silencio se hizo a mi alrededor. En mi mundo de oscuridad, no podía apreciar lo que estaba pasando. Nadie decía nada. Escuché la voz de mi esposa hablando con alguien, parecía la voz de un hombre. También los pasos de ambos dirigiéndose al comedor donde estábamos reunidos. Me saludó por mi nombre y me entregó algo. Parecía un sobre. Reconozco que estaba nervioso, inquieto y asustado incluso. Las manos me temblaban. Me dio la impresión de que tenía corchetes, pero eran unos clips, que sujetaban aquellas hojas de papel. Era obvio que no podía leer lo que hubiera allí escrito, a no ser que estuviera en braille. Mi querida esposa ese acercó a mí y dulcemente me dijo que aquello era un regalo que aquel hombre, muy amablemente, me hacía. El citado hombre era un prestigioso cirujano oftalmólogo y lo que estaba escrito en aquellas hojas era un consentimiento que debía firmar para una operación que me devolvería la visión. Le pregunté, en un hilo de voz, a causa de la emoción, las probabilidades de éxito, me dijo que eran del 99%. No os podéis imaginar lo que sentí en esos momentos, un cúmulo de sentimientos se agolparon en mí, quería llorar, gritar, saltar, pero no hice nada de todo aquello. Sólo pude asentir con la cabeza y firmé aquella hoja. Había abierto de nuevo la puerta que se había cerrado tras de mi hacía cinco años. Y lo primero que se me vino a la cabeza fueron embarcaciones navegando por el largo y ancho mar. Y mi deseo cuando recuperara la vista, sería ir en una de ellas, sentir la brisa y el sol en mi cara y gritar a pleno pulmón. Y tal vez, el regreso de la luz a mi vida, disiparía los monstruos y las voces que surgían de la oscuridad.

 

 

 


domingo, 21 de marzo de 2021

SUCESO EN EL TAXI

 


 

 

 

Llevo siendo taxista desde muy joven. Al cumplir los 18 y en vistas de que lo de estudiar no iba conmigo, mi padre me puso a trabajar conduciendo el taxi, que nos daba de comer. Él lo conducía de noche, yo de día, hasta que un día mi madre, se puso pesada y me sugirió en tono de orden más bien, que le cambiara el turno al viejo, porque ya iba mayor y que necesitaba descansar y todo eso que dicen las madres para tratar de convencerte y que en el fondo sabes que es verdad. Un chantaje psicológico y que siempre les funcionaba, vaya si le funcionaba.

Y ahí me vi yo, de noche por las calles de la ciudad en busca de algún cliente. Echaba de menos ver a mis amigos y tomar un refresco cuando hacía un descanso. Ahora si los veía sería divirtiéndose en alguna discoteca de moda o pub a donde iría a buscar a algún pasajero que necesitara de mis servicios. Y vaya si había, muchos, porque los que frecuentaban esos sitios acababan más bien temprano que tarde, incapacitados para conducir. Siempre trataba de estar ahí, al caer la noche y la gente quería ir a sus casas.

Un día, era domingo, estaba delante de la discoteca de moda esperando clientes, mis amigos estaban por allí poniéndome los dientes largos al ver como se divertían y ligaban con unas chicas muy guapas. Recibí una llamada de la central diciéndome que tenía que ir, lo más rápido posible a una dirección a buscar a una persona que tenía que coger un avión en menos de una hora.

Me despedí de los colegas y fui hasta allí. Era una zona residencial, con pinta de ser muy cara. Un hombre con un traje negro, impecablemente planchado, me esperaba en la entrada de su casa con una gran maleta. Paré el coche, me apeé y me dirigí hacia él para ayudarle a meter la maleta en el maletero. Él rehusó, muy amablemente, todo hay que decirlo, diciéndome que ya lo hacía él. No me pareció extraño, en ese momento, porque no era la primera vez que me pasaba. Así que cerré el maletero y nos metimos en el coche. Dirección aeropuerto. El hombre se sentó en la parte de atrás y era más bien parco en palabras. Puse la radio, una emisora de música para hacer la media ahora que nos separan del punto de destino, un poco más ameno. Por el retrovisor observé como se recostaba contra la ventanilla del coche y cerraba los ojos, me dio la impresión de que se había quedado dormido, un truco que hacía mucha gente para no darme conversación. No me importó. Seguí conduciendo. Cuando llegamos, me ofrecí a bajar la maleta, la verdad, es que tenía toda la pinta de pesar bastante. Pero rehusó de nuevo. Vi el esfuerzo que hacía para sacarla de allí, pero me mantuve al margen. Me pagó la carrera, me dejó una buena propina y lo perdí de vista tras las puertas del aeropuerto. Me quedé allí, esperando que llegara algún avión y algún cliente necesitara que lo llevara a la ciudad. Estuve cerca de media hora, estaba adormilado, escuchando, más que viendo, cómo se abrían y cerraban las puertas de la terminal. En esto veo al hombre salir de allí. No llevaba la maleta. Me pareció extraño ¿qué había hecho con ella? Yo estaba el tercero de la fila de la parada, así que pilló el primer taxi. No le di importancia. Y seguí esperando.

Horas después estaba en la cama durmiendo plácidamente, me había olvidado por completo de aquel hombre y su maleta.

Días después me levanté a la hora de comer, como siempre hacía. Mi madre estaba en la cocina, sirviendo la comida, tenía el televisor encendido. Estaban puestas las noticias de la tarde y hablaban de una misteriosa desaparición en una urbanización a las afueras de la ciudad. Levanté la mirada del plato al escuchar el nombre, me sonaba ese sitio. Allí había recogido al hombre de la maleta. Decían que había desaparecido una mujer. A los pocos minutos entró mi padre en la casa. Había llevado el taxi a lavar. Se sentó a la mesa y mientras mi madre le servía la comida, me comentó, como de pasada, que tenía que limpiar el maletero de vez en cuando, que había encontrado unas manchas rojas en él y que le había costado mucho limpiarlas.

Unas alarmas se dispararon en mi cabeza. Una idea descabellada pasó por ella. Pero eran tan disparatada que hasta el mero hecho de pensarla me producían náuseas. Desde la noche del hombre y su maleta, nadie más, por lo menos en mi turno, había utilizado el maletero. Y si lo que llevaba aquel hombre en la maleta era a su mujer descuartizada, de ahí la sangre, y la había facturado en el aeropuerto mandándola lejos. Tenía sentido, el hombre había salido sólo, sin maleta del aeropuerto. Aquello era una locura.

Después de darle vueltas, decidí ir a la policía, por lo menos a comentarles mis teorías. Aun sabiendo que me tildarían de loco, pero y si ¿era cierto? Al entrar vi mucho revuelo. No había nadie tras el mostrador de denuncias. Media hora después apareció una joven uniformada pidiéndome disculpas por el barullo que se había formado. Yo le pregunté qué había pasado. Ella, muy amablemente, me respondió que habían encontrado una maleta con los restos de una mujer descuartizada dentro, que los estaban analizando pero que seguramente eran los de la desaparecida días atrás. A cuadros me quedé, al final mis sospechas eran fundadas.

 


EXTRAÑA LLAMADA (CONTINUACIÓN)


 

 

Esa noche los chavales no pudieron conciliar el sueño. Estaban muy nerviosos. Había muchas preguntas sin respuesta flotando en el aire. La chica, que compartía habitación con su hermano, tenía una muy importante que le rondaba por la cabeza como un mosquito molesto. Suponiendo que aquel hombre recibiera el sobre, que lo más seguro era que sí, y no hacía nada, no podrían volver a contactar hasta dentro de seis meses, que se produciría el siguiente equinoccio, el del otoño. No era mucha la espera, teniendo en cuenta, el tiempo que habían esperado hasta ahora. Pero la adrenalina, todavía corría por sus venas y la ansiedad la embargaba. Y otra pregunta, la que más temía. Si la gente del pasado tomaba medidas para que aquella guerra no se produjera, ¿qué sería de ellos? Tal vez, lo más seguro, es que no llegarían a nacer. Estuvo un buen rato acostada en su cama, mirando hacia el techo, como esperando que le hablara y le diera las respuestas a sus inquietudes. Pero no pasó nada y al cabo de un rato, a causa del cansancio, el sueño al final llegó.

Aquel hombre hizo varias llamadas. Ponía énfasis, en cada una de ellas, en que el motivo era de máxima urgencia. Después de mucho insistir al fin el presidente lo recibiría en una hora. Mientras tanto, ya en su casa, esperando que lo vinieran a recoger, empezó a buscar información en su portátil. Imprimió algunas hojas y las estaba guardando en una carpeta cuando sonó el timbre de su casa. Era la hora de la verdad.

 

Los siguientes días fueron un tormento para aquellos jóvenes, hablaban sin parar del tema. Esperando que sucediera algo que les dijera que aquella llamada había surtido efecto. Pero nada sucedía. No habían hablado con los adultos sobre lo que habían hecho, aunque alguna que otra vez estuvieron tentados. No sabían cómo irían a reaccionar y ya estaban bastante angustiados como para por encima recibir una buena reprimenda seguida, seguramente, de un buen castigo. Tenían miedo. Cuando su amiga les dijo que tal vez, si el hombre les hacía caso, ellos no existirían nunca, no les gustó, ni una pizca, todo hay que decirlo. Pero al cabo de un rato, después de pensarlo detenidamente, pensaron que merecería la pena no existir, si el mundo nunca se destruyera, algo que, si los adultos lo escucharan estarían orgullosos de tal madurez por parte de aquellos cuatro chiquillos preadolescentes. La cabeza les siguió dando vueltas y más vueltas, y llegaron a la conclusión de que tal vez, sí existirían, pero en un lugar, igual de bonito como el que habían visto en las fotos y en un planeta que no estuviera muerto como lo estaba ahora. Y la verdad sea dicha, ante esa imagen, merecía la pena arriesgarse.

El presidente había convocado a un grupo de gente en un lugar privado y secreto. Los invitados iban llegando en grandes coches negros tintados, con los ojos vendados. Conocía al primer ministro desde la infancia y sabía que no era un hombre que se dejara influir fácilmente. Entonces lo que le iba a decir tendría que ser de una gran magnitud.

El primer ministro fue el último en llegar y cuando lo hizo se encontró en una gran sala donde había una gran mesa de cristal, y a su alrededor una docena de personas, esperando expectantes lo que tenía que decirles.

Así que no los hizo esperar más. Abrió el sobre y empezó a mostrarle lo que había en el interior. Recortes de periódicos, amarillentos por el paso del tiempo, fotografías y dibujos realizados a lápiz. En los recortes se hablaba de la falta de efectividad de la vacuna contra el virus que los azotaba. Y como nadie hacia nada al respeto, todos se pelean diciendo que la suya era mejor que la del vecino y la gente mientras tanto iba cayendo. Fotografías de cadáveres hacinados en las calles sin que nadie los recogiera. Gente desvalijando tiendas y agrediendo a otros. Un gran titular en donde ponía que la Gran Guerra, la tercera guerra mundial, era inevitable y que los países se estaban preparando para el ataque. Los dibujos mostraban ciudades asoladas, escombros, cenizas por todas partes. Había una nota donde decía que no disponían de cámaras para plasmar aquella desolación, pero que un chaval al que se le daba muy bien el dibujo, dibuja lo que iba viendo.

Contaban en la nota que eran pocos los supervivientes. El mundo había sido destruido casi en su totalidad. Vivian en colonias. Tuvieron que empezar desde cero. Ahora disponían de agua potable y electricidad, y el día a día era una lucha total por la supervivencia ya que el virus seguía entre ellos.

Hubo un silencio total en aquella sala. Todos sabían que el mundo estaba a punto de quebrarse. Y que aquello iba a pasar. Ya habían empezado las revueltas a lo largo del mundo, e incluso corrían rumores de que la mayoría de países, estaban preparando sus ejércitos y sus armas para entrar en guerra. Aquello entonces era verídico. Había pasado. Y querían alertarnos de las consecuencias. Sólo tenían que pararlo.

Los siguientes días fueron de locos. Llamadas, reuniones, científicos del todo el mundo se unieron para dar con la vacuna definitiva, sin pensar en los beneficios, sólo en evitar una catástrofe mundial. La humanidad se podía salvar si todos ponían algo de su parte. Y se produjo el milagro ansiado.

Una mañana, los dos hermanos se despertaron, pero no lo hicieron en el lugar habitual que era una sala dormitorio, donde una veintena de chavales dormían. No. Estaban en una habitación, los dos solos. Les llegó el olor a tortitas y café recién hecho. Se miraron entre ellos sin comprender lo que pasaba. Bajaron. En la cocina estaban sus padres. Se les veía felices. Tenían el televisor puesto. Habían logrado la vacuna definitiva que acabaría con aquel virus. El mundo se había salvado. Ellos no pudieron evitar llorar de alegría mientras se abrazaban. Había funcionado.

 

 

 


sábado, 20 de marzo de 2021

APOCALIPSIS

 


 

 

Unas naves espaciales, se dirigían a la tierra. En el centro de control empezó a sonar una alarma. Todavía estaban lejos, pero a la velocidad que llevaban no tardarían ni una hora en llegar a la Tierra. Eran las 9 de la mañana.

A esa hora, un exorcista, estaba realizando la ardua tarea de expulsar un demonio del cuerpo de una joven. Llevaba toda la noche, estaba amaneciendo y desde entonces no había conseguido que aquel ser oscuro abandonara aquel cuerpo. El sacerdote estaba exhausto. Las fuerzas le flaqueaban. Era una lucha titánica, un mano a mano, con aquel ente, de momento no había un vencedor claro. A las 9 cuando los expertos del centro de control detectaron unos objetos no identificados aproximándose a nuestro planeta, aquel demonio decidió hablar. Ojalá no lo hubiera hecho, porque lo que estaba profetizando sería el fin de la humanidad. El fin de todo y de todos. El Apocalipsis.

El demonio abandonó el cuerpo de la joven, el exorcista se había acurrucado en una esquina de la habitación, balanceándose de un lado a otro en estado de shock, la joven se despertó y a pesar de las magulladuras que tenía en todo su cuerpo logró salir de la cama en la que había estado postrada, acercándose al hombre de la sotana que mascullaba algo entre dientes. Lo zarandeó sin resultado. No quería hacerlo, pero le propinó una bofetada para que reaccionara. El sacerdote salió del trance, la miró, sin comprender en un primer momento, que había pasado, para luego pedir a gritos un teléfono. Tenía que avisar al Vaticano de lo que estaba a punto de suceder.

A las 10 en punto, se atisbaron naves de origen desconocido, en todo el planeta. Cientos de ellas. Miles, decían algunos. La humanidad no estaba sola. La incertidumbre de aquello les llevó a la curiosidad, haciendo que la gente saliera de sus casas a contemplarlas. Aquellas naves no se movían, estaban inmóviles sobre ellos. Esperaban pacientemente, pero ¿qué? Si venían en son de paz, no tenía sentido aquel silencio, a no ser que aquellas no fueran sus intenciones.

Entonces, la Tierra tembló. El suelo se abrió. La gente empezó a correr despavorida intentando buscar un lugar seguro donde guarecerse, pero pocos consiguieron no caer en las grietas que se iban formando a su paso. Los que sobrevivieron, desearon no haberlo hecho, cuando vieron como unos seres oscuros, procedentes del inframundo, salían al exterior. Era una visión dantesca, grotesca, horrible, escalofriante. Demonios de distintas formas y tamaños empezaron a ascender hacia aquellas naves. Eran muchos, incontables, podían ser cientos, miles, nadie lo podía saber con certeza porque los que los estaban viendo enloquecían ante tal visión.

Eran las 11 de la mañana cuando aquellas naves tomaron tierra. La invasión de nuestro planeta era un hecho. Las fuerzas de seguridad estaban avisadas. El ejército provisto de las armas más sofisticadas que poseían, tomaron posiciones. Los gobiernos mundiales, por primera vez en la historia, se unieron para hacer frente a aquella crisis mundial.

De cada nave situada en cada ciudad importante del mundo, un ser vestido con un mono entero, que le cubría el cuerpo de pies a cabeza, de color blanco, salía del interior. Tenía un mensaje que dar. No era muy halagüeño. Aquellos seres tenían aspecto de humanos. Incluso podían pasar por uno de ellos sin levantar la mínima sospecha. Pero había algo diferente en ellos. Los ojos. Estaban desprovistos de vida. Eran negros como la oscuridad más absoluta y hablaban y se movían como si fueran marionetas movidas por hilos invisibles. Los altos mandos de todo el mundo, el Vaticano y la mayoría de las personas, seguían este contacto alienígena por medio de pantallas de televisión. Pocos fueron los atrevidos que se aventuraron a estar en primera línea, a excepción de periodistas y fuerzas de seguridad. Las distintas religiones de todo el mundo también se consensuaron entre ellas. Todas coincidían en que aquellos extraterrestres estaban poseídos por las fuerzas del mal. El mensaje fue claro, era el principio de una nueva Era, en la que Dios sería desbancado y el Mal, en su estado más puro, tomaría aquel planeta y a todo y todos los que en él vivían. No darían tregua a aquellos que se opusieran a tal conquista, los que acataran sus órdenes formarían parte del ejército capitaneado por Satán. Tenían menos de una hora para darles una respuesta. O se rendían o acabarían con el mundo en su totalidad.

A las 12 en punto, al ver que la respuesta no llegaba, aquellas naves elevaron su vuelo colocándose estratégicamente sobre todo el planeta. La gente se refugió en los lugares de culto, rezando, a la espera de un milagro.

Lanzaron la primera bomba. Los humanos intentaron derribarlos con las armas que tenían a su alcance, pero en menos de una hora, la Tierra tal y como la conocemos, quedó destruida, no quedando en pie, ni una persona, ni animal, ni vegetal. El sol se oscureció, la vida, en su totalidad, dejó de existir. Nuestro planeta quedó reducido a cenizas. Los demonios habían vencido. Era el Apocalipsis.

 

 

 


LA ESCRITORA

  Marta llevaba tres días encerrada en su casa, concretamente en su despacho. La muerte de su marido la había hundido en un pozo de pena y d...