viernes, 30 de abril de 2021

VICTOR

 

Al cumplir los dieciocho se había ido de casa. Su madre lo había abandonado cuando tenía doce años y la convivencia con su padre, con una grave adicción al alcohol, se hacía cada día que pasaba, más y más insoportable. Pero no siempre fue así, recordaba días buenos cuando los tres eran una familia de verdad, cuando su padre no bebía y su madre siempre estaba sonriendo. Pero desde aquel fatídico día en que su padre, totalmente borracho, le dijo que su madre se había ido, fue el comienzo de un final que tardó seis años en hacerse realidad. Se fue pensando en no volver a pisar esa casa nunca más, no lo hizo, ni cuando su padre murió. Sin embargo, conocía al detalle todo lo que ocurría por su ciudad (o eso creía) a pesar de que hacía más de quince años que no había vuelto a aparecer por allí. Al irse de casa se alistó en el ejército. Pronto, sus habilidades para disparar y su sangre fría, lo destacaron entre todos los demás. Tras cinco años sirviendo a su país, lo dejó para trabajar en una empresa privada. Lo tenía todo, respeto, dinero, reconocimiento. Era el mejor sicario, con diferencia, del país. Nunca pensaba en sus padres. El pasado era una lacra que no se podía permitir llevar a sus espaldas. Hasta que un día, por casualidad, vio a una mujer, de unos cincuenta años, alta, rubia y muy atractiva. Había algo en sus ojos que le llamó la atención. Esos ojos le eran familiares. No la había visto nunca antes por allí, le dijeron que era la mujer del jefe. Casi nunca se dejaba ver en público. Le intrigaba. Quería saberlo todo de ella. Hizo sus propias averiguaciones, sabía a dónde ir y a quién acudir. Le llevó tiempo y dinero. Pero lo consiguió.

Víctor, había elegido aquel nombre al llegar, al fin y al cabo, era el que le habían puesto en la pila de bautismo, porque aquella era su ciudad. Debido a su “trabajo” no tenía amigos, porque no solía quedarse mucho tiempo en un sitio, a veces eran días, otras eran semanas, casi nunca más del mes completo. Pero no estaba allí por su trabajo, el motivo era de índole personal. Ataviado con un traje negro, corbata gris, camisa blanca y unas gafas de sol, se subió a uno de los taxis que esperaban a la salida del aeropuerto. La casa que tenía ante sí no había cambiado nada, estaba igual que la recordaba. Llamó al timbre. Nadie respondió. Levantó el macetero situado al lado de la puerta y sacó la llave que había debajo.  Recorrió la casa evocando recuerdos que creía olvidados. No había nadie. El timbre de la puerta sonó. En el umbral había un anciano. No le costó reconocerlo, había sido su vecino. El hombre tras saludarlo emocionado después de tantos años, le informó que su madre había fallecido hacía tres días.  Frente a su tumba, abrumado por el dolor, sólo podía observar las flores, con una obsesión enfermiza, mirando la forma de sus pétalos con una disposición de verticilo. Un carraspeo a sus espaldas lo sacó de su ensimismamiento. Se giró para ver de quién se trataba.

Nuevamente era el vecino, le quería dar el pésame por la pérdida. Pero él no sentía una pérdida aquel día, aquella pérdida la había llorado hacía muchos años atrás. Lo que sentía era ira, rabia. El anciano le explicó que había regresado hacía un par de meses, aquejada de una grave enfermedad, desando morir en la casa en la que una vez fue feliz.

Víctor no le confesó a aquel hombre, que ese dolor que veía reflejado en su cara, ese dolor, que lo minaba por dentro y lo corroía, ese dolor, era por no haberla matado él mismo, por no haber llegado a tiempo de quitarle la vida con sus propias manos. Así de grande era su odio hacia ella.  

LA VERDAD

 

 

 

 

Atravesando el raíl del tren, que pasaba justo delante de aquel inmenso edificio, ubicado en medio de la nada, lo descubrí. Junto a aquellos raíles había unas flores extrañas, podía ver la forma de sus pétalos en verticilo. A causa de mi trabajo cualquier detalle me llamaba la atención y aquellas flores eran algo nuevo para mí. Me coloqué junto al muro, desde mi posición, escondido entre las sombras que el atardecer me otorgaba, tenía una buena visión al acceso del mismo. Incluso descubrí que el guardia era un videojugador empedernido. Nunca dejaba de sorprenderme la de cosas que descubres cuando vigilas a alguien. Empecé a tomar fotografías de los coches que entraban y salía de las instalaciones. En un momento dado, se pararon junto al control. Algo pasaba. Entonces lo vi. El presidente se había bajado de uno de ellos mientras le gritaba al guardia de seguridad. La fotografía lo captó de lleno. ¿Qué hacía allí el presidente en persona? Una tristeza enorme se adueñó de mi corazón. No me había equivocado en mis predicciones. El hombre vociferaba, moviendo los brazos como aspas de molino. Entonces pasó. Las probabilidades de que saliera inmune de aquella aventura era de una entre un billón. Escuché mi nombre, mientras me conciencia se abría paso entre la espesura que invadía mi cerebro. ¡Víctor! ¡Víctor! Era mi novia intentando despertarme ¿Cómo había llegado a mi casa? Busco la cámara. No está. Entonces ella me muestra un video que había llegado a mi correo electrónico, hacía unos minutos. En él mostraban la tortura psicológica a la que me habían sometido. Tumbado y atado en una camilla, me obligaban a ver, una y otra vez, imágenes sonoras de monstruos siniestros, destripando gente, matando niños y mujeres, practicando el canibalismo. “Experimento de tolerancia visual ante actos terroríficos reales” (ETAR), lo llamaban. Los gritos aterradores de aquella gente, me taladraban el cerebro. Supe que aquel día, la fina línea que separa la cordura de la locura se había resquebrajó en varias zonas de mi mente. Y aquellas flores… estaban en aquellas terribles imágenes, en todas y cada una de ellas.

Mi agonía y mis ansias de venganza se unieron, formaron un terrible duopsonio.  Mi novia desapareció. Encontraron su cuerpo un mes después. La identifiqué por el tatuaje de una rosa en su hombro derecho.

Hoy he salido a la calle por primera vez desde hace algo más de un mes. No tengo comida en casa. Con un pie en el portal y el otro en la acera, miro hacia un lado y hacia el otro, esperando ver algo o alguien que me alerten de un eminente peligro. Me pongo la capucha de la sudadera sobre la cabeza. Hay un callejón sin salida a dos manzanas de mi casa. Una puerta negra da acceso a una casa. Un delicioso aroma me envuelve nada más entrar. Ella está ahí, esperándome. Me hace un ademán con la mano, indicándome una silla. Me siento en ella, ante una mesa de madera. Vuelve al cabo de un rato con un plato de comida. La devoro, literalmente. Ella me observa con cariño, como sólo una madre puede hacer. Le entrego un pendrive. Ella, una caja de cartón. Al salir de allí, gotas de sudor se empiezan a formar en mi frente y se van deslizando entre los surcos de las arrugas de mi cara. Tengo miedo. Empiezo a caminar. La calle vacía, hacía poco más de una hora, estaba ahora atestada de gente. Cabizbajo me abro paso entre la multitud. Algunas personas chocan conmigo, puedo sentir su contacto en mi cuerpo, otras también lo hacen, pero no siento nada, los atravieso sin que muestren ningún tipo de reacción. Los pies de estos últimos no rozan el suelo y sus miradas se pierden en la lejanía. Caminan entre los vivos sin que éstos se percaten de su presencia. Pero yo sí puedo hacerlo. Si logro llegar a casa sin levantar la vista del suelo, evitando así, todo contacto visual con ellos, estaré a salvo, si me descubren, me seguirán, siempre lo hacen. Al fin llego al portal. Saco la llave del bolsillo delantero de mi viejo pantalón vaquero. La abro. Subo las escaleras de dos en dos hasta el tercer piso, donde está mi apartamento. Entro y cierro la puerta. Me apoyo en ella mientras exhalaba un suspiro, para luego tomar aire. Presiento que hoy va a ser un día muy movido, como siempre pasa cuando salgo a la calle. Había un niño, de unos cinco años, jugando con una pelota roja, nunca lo había visto, se había colado. El hombre con una gran barriga cervecera viendo la televisión, un habitual, al igual que la mujer ataviada con un delantal blanco manchado de sangre, que no para de limpiar el suelo. Cuando llevo varios días sin salir, dejan de mostrarse. Algunos son juguetones y me mueven las cosas de sitio o las tiran al suelo. A otros se les da por encender y apagar las luces, los que hay que ríen y los hay que lloran. Pero nunca son violentos, simplemente están ahí porque no saben a dónde ir, están atrapados entre dos mundos. Si los ignoro me dejan en paz. Lo aprendí en carne propia. Al principio les hablaba y les pedía que se fueran. Entonces me insultaban, incluso me atacaban, haciéndome arañazos y moratones por todo el cuerpo. Llegó un momento en que se me hacía muy difícil vivir en esta casa, pero tampoco quería rendirme e irme. Así que opté por ignorarlos, ellos hicieron lo mismo conmigo. Esta es mi nueva vida, la que ellos me provocaron.

La maquinaria de la venganza está en marcha. Aquel pendrive, junto a otros muchos, se harán públicos en el momento oportuno. Cuento con el apoyo de mucha gente repartida por todo el mundo, víctimas de varios experimentos gubernamentales, supervivientes del horror más absoluto. La verdad, sólida y firme dará lugar a un total mundialismo.

 

martes, 27 de abril de 2021

EL ESCRITOR (1)

 

 

 

 

Le despertó un aire gélido que le azotó la cara como una bofetada. Estaba desorientado y algo mareado. Se incorporó. Se dispuso a bajarse de la cama, pero… no había cama, estaba tumbado en la tierra, cubierto de hojas y lleno de polvo y barro. Se levantó de un salto, asustado. Su hermano estaba a su lado, todavía seguía dormido, lo sacudió con brusquedad para que se despertara. Juan, somnoliento, entreabrió los ojos. Cuando se dio cuenta de donde estaba, se puso a llorar.

Se miraron entre ellos, ¿dónde estaban sus pijamas? Llevaban puestas unas camisas de lino que, en algún tiempo, muy lejano, habían sido blancas y que ahora estaban muy sucias y llenas de manchas. También vestían unas calzas que le llegaban hasta la rodilla, unas medias y unos zapatos de piel.

¿Cómo habían llegado hasta allí? Y por supuesto, ¿dónde estaban?

El último recuerdo que tenía Carlos, el mayor de los hermanos, es adormecerse junto a Juan, en la habitación que compartían en la casa de sus padres. A ambos les encantaba la lectura y esa noche, Carlos le estaba leyendo en voz alta, un libro que les encantaba, Drácula, del escritor Bram Stocker. Después de ese recuerdo, nada, hasta que se despertaron en medio de aquel camino polvoriento, en un lugar desconocido para ellos.

Se preguntaban si estarían viviendo un sueño compartido, y si era así, cómo podrían salir de él y despertarse. Eran muchas las preguntas que rondaban por sus cabezas y ninguna respuesta a la vista.

Todavía no había amanecido. Echaron un vistazo a su alrededor, sólo había árboles y más árboles, y el camino en el que se encontraban (que parecía interminable y que se perdía más allá de donde alcanzaba sus vistas). Juan, empezó a temblar, pero no era de frío sino de miedo, la causa, fue una idea que se le cruzó por su cabeza. Se la hizo saber a su hermano ¿Y si algún animal salvaje tenía su hogar en aquel bosque? 

Escucharon unos gritos a lo lejos. Gente que se acercaba. Juan se puso eufórico, quiso gritarles, pidiendo ayuda, pero Carlos le tapó la boca y lo arrastró hasta un árbol cercano, escondiéndose detrás de él. No quería que los vieran, por lo menos, de momento. No sabía si podían confiar en ellos. Tenía un mal presentimiento. Un grupo de personas, hombres y mujeres portando antorchas, se iban acercando a ellos. Carlos le hizo señas a Juan de que se mantuviera callado. En silencio, pudieron escuchar lo que decía aquella gente. Al parecer buscaban a un demonio, una mujer. Hablaban de un gusano blanco. Decían más cosas que no lograban comprender. Se fueron alejando por el camino. Esperaron a perderlos de vista, para salir de su escondite. Se miraron entre ellos, estaban pensando lo mismo y ¿si aquel demonio los encontraba a ellos antes de que aquella gente lo matara? Juan rompió a llorar, su hermano lo abrazó y trató de consolarlo. No estaban preparados para vivir algo así. Y no sabían cómo salir de aquella locura en la que estaban inmersos. 

Decidieron seguir a aquella gente, manteniendo una distancia prudencial. No querían quedarse solos en aquel bosque tan siniestro y menos con un demonio por ahí rondando. Escucharon el crujir de una rama no muy lejos de donde estaban. Tenían los nervios a flor de piel y aquel ruido fue el detonante para que echaran a correr como alma que lleva el diablo. En esa alocada carrera Juan tropezó con la raíz de un árbol, cayéndose de bruces sobre el camino, lastimándose la cara y las rodillas. Empezó a gemir de dolor. Carlos corrió hacia él para ayudarle a levantarse.

 

Aceleraron el paso, Juan se iba sacudiendo el polvo de sus ropas. A un kilómetro aproximadamente, vieron al grupo de gente. Se habían parado a descansar. Se mezclaron entre ellos, esperando pasar desapercibidos. Pero dos hombres, altos y fornidos, con muy mal carácter, los agarraron de los brazos con fuerza. La gente se agolpó a su alrededor. No les gustó nada la manera en que los estaban mirando. Se hizo un silencio sepulcral cuando un anciano de pelo y barba blanca, vestido con una túnica morada, se fue acercando a ellos. La gente se iba apartando a su paso dejándolo pasar. No tardaron en comprender el por qué los observaban, ellos a pesar de sus ropas sucias y gastadas, no tenían aspecto de campesinos. Su tez era blanca y lo que más les destacaba como diferentes, era su pelo, eran rubios. Aquel anciano, al que parecía que todos temían y respetaban, tuvo la brillante idea (idea que ellos no compartían) de darlos como sacrificio a aquel demonio/mujer/gusano blanco para que los dejaran tranquilos. Profirió un discurso ante los presentes con voz firme y escogiendo adecuadamente las palabras que sabía harían mayor efecto entre los allí reunidos. Tenía un don innato para la oratoria. Todos, sin excepción, estuvieron de acuerdo, mientras gritaban alzando los puños ¡muerte! ¡muerte!

Tenían que escapar de allí. Pero ¿cómo?

La fuerza que hasta entonces aquellos hombretones habían ejercido sobre sus brazos ahora era casi mínima, se habían relajado ante el discurso de aquel hombre, parecían hipnotizados ante la verborrea del anciano. Los chicos se miraron durante un segundo y supieron qué hacer, ahora o nunca, pensaron, así que una patada bien dada en el lugar adecuado y una alocada carrera, tal vez los librara de una muerte segura. Pero… ¿hacia dónde? La libertad de momento. Luego ya pensarían algo. Irían improvisando.

Corrieron como nunca lo habían hecho antes. 

EL ESCRITOR (2)

          La gente después de un minuto de desconcierto, cuando se dieron cuenta de lo que había pasado, empezaron a perseguirlos.

La carrera les llevó hasta un claro en el bosque. Un camino lo cruzaba. Era de noche, no había luna y apenas veían donde pisaban. Escucharon cascos de caballo acercándose. Más pronto que tarde, vislumbraron un carruaje que se detuvo a escasos centímetros de donde estaban. Un hombre, vestido con una túnica de color blanco, llevaba las riendas de dos corceles negros. Les habló con voz ronca, casi sepulcral. Los chicos inmóviles, muertos de miedo, fueron incapaces de articular palabra. El hombre les ofreció ayuda. Se dirigía al País de las Montañas Azules, los dejaría allí, muy cerca del castillo que había en aquellas montañas. Ellos accedieron de inmediato. Mejor estar bajo techo que seguir vagando por aquellos bosques.

Subieron al carruaje. El cansancio había hecho mella en ellos y pronto se quedaron dormidos.  El cese de movimiento los despertó. Habían llegado a su destino. Se apearon. El paisaje no había cambiado mucho, según rodeados de árboles. El carruaje siguió su camino. Aquel hombre ni siquiera se despidió de ellos. Estaban solos ante el camino de acceso a un inmenso castillo, de aspecto lúgubre, tétrico y descuidado.

Caminaron un largo trecho, hasta que se encontraron frente a una inmensa puerta de madera, ésta se abrió lentamente con un sonido chirriante. Un hombre de unos cincuenta años, pelirrojo, con unos ojos grises, pulcramente peinado con la raya del pelo hacia la izquierda, de estatura más bien alta y vestido con un traje negro y camisa blanca, estaba en el umbral de la puerta. Con una gran sonrisa y amabilidad les dio la bienvenida a su morada. Se presentó como Bram Stocker. Los muchachos estaban estupefactos, aquel hombre era el autor de la novela, que habían estado leyendo esa noche. ¿Era una coincidencia? No pudieron decir nada, era tal el estupor que los embargaba, que los había dejado sin palabras.

Los llevó hasta un comedor enorme, con una chimenea de piedra que llegaba hasta el techo. Estaba encendida. La mesa era enorme, podía dar cabida a más de cincuenta personas, estaba puesta para dos comensales. Una mujer, entrada en años, y en carnes, con un vestido negro y un delantal blanco, impoluto, les sirvió patatas asadas, pollo y una gran jarra de vino. Cuando hubo terminado, el anfitrión, la despidió amablemente, diciéndole que podía irse a casa, que esa noche ya no la necesitaría más.

La cena transcurrió de manera agradable y apacible. Los chiquillos le hicieron una gran cantidad de preguntas a aquel hombre. Éste trató de responderles lo mejor que podía, aunque no tenía respuestas para todas. Para la pregunta de las serpientes, si tenía respuesta, se llamaba el gusano blanco, comía carne de animales y también humana. Les contó una historia de una mujer a la que le había mordido aquella serpiente y tras días enferma por el veneno se recuperó totalmente, aunque su carácter afable y tranquilo cambió totalmente, pasando a ser huraña e incluso agresiva. La mujer, al cabo del tiempo murió y dicen que su espíritu, poseído por aquel gusano, vaga por los bosques. Ante tal idea, los chicos se estremecieron. Estaban seguros de que ese era el demonio que buscaba aquella gente.

Habían llegado al postre, una humeante cafetera fue colocada en la mesa, junto con unas tazas, El señor Bram sirvió el café y charlaron durante un rato más.

Luego les enseñó sus cuartos. Los hermanos preferían dormir en la misma habitación. Y así, se lo hicieron saber. Les acompañó a otra más grande, en la que había dos camas. Les deseó buenas noches y cerró la puerta tras de sí. Los muchachos, exhaustos, se quedaron dormidos al momento.

Por la mañana se despertaron por la claridad que irradiaba en la habitación. Se fijaron bien en ella. La cama estaba dispuesta delante de un gran ventanal. Un par de sillas y un gran armario componían el resto del mobiliario. En un rincón había una pila redonda con un pedazo de jabón, una toalla y una jarra de agua, todo indicaba que aquello era lo único que tenían para asearse. Salieron de la habitación, después de acicalarse un poco y se encaminaron hacia el comedor, esperando encontrar al dueño del castillo allí. Al señor Bram no lo encontraron, pero lo que sí vieron y recibieron con gran regocijo, fue el copioso desayuno que estaba preparado y esperando que alguien se lo comiera. Y ese alguien iba a ser ellos. Estaban muertos de hambre. Le preguntaron a la mujer de la noche anterior, la cocinera, por el dueño del castillo. Ella les dijo que por el día el señor siempre se ausentaba, asuntos de negocios lo tenían ocupado hasta la noche. La desilusión se dibujó en la cara de los muchachos. Le había caído bien y deseaban seguir conversando con él. Cuando terminaron de dar buena cuenta del desayuno, no sabían que hacer, estaban aburridos, así que decidieron explorar el castillo.

A pesar de que aquel día ni una sola nube acechaba en el cielo y el sol se mostraba en todo su esplendor, había poca luz en algunas partes del castillo. Haciéndolo más tétrico de lo que ya era. Recorrieron diversas estancias, pasillos larguísimos. Encontraron una estancia cerrada con llave, se imaginaron que seria las dependencias del señor Bram. Sus pasos los llevaron a una gran biblioteca atestada de estanterías que llegaban hasta el techo.

Estaban entretenidos hojeando los libros cuando una gélida brisa les hizo estremecer de frío. Se sobresaltaron y miraron a su alrededor, no había nadie más en la estancia, salvo ellos dos. La puerta estaba abierta de par en par, aunque ellos jurarían que la habían cerrado al entrar. Salieron al inmenso pasillo. No vieron a nadie, ¿o sí? A lo lejos, entre las sombras vislumbraron una silueta, parecía una mujer, vieron como doblaba la esquina. Jurarían que iba envuelta en un sudario blanco. Corrieron tras ellas, gritándole que esperara, la mujer no se detuvo, parecía que no les oía. Al llegar a la esquina, desconcertados, descubrieron que allí no había nadie, ni rastro de aquella mujer, había desaparecido.

Siguieron recorriendo el castillo con cierto recelo. Hasta donde ellos sabían, solo había tres personas en el castillo, dos eran ellos y la tercera, la cocinera. El señor Bram estaba ausente. Entonces, ¿quién era aquella mujer?

Decidieron ir hasta la cocina y preguntarle a la cocinera, pero no la encontraron por ninguna parte. Salieron al jardín, la vieron en el huerto. Carlos tenía la sensación de que los estaban vigilando. Alzó la vista. En una de las ventanas del primer piso vio el rostro de una mujer joven, con una larga melena negra, que los estaba observando. No tuvo dudas de que era la mujer que habían visto antes.

Agarró a su hermano por la camisa y tiró de él, éste protestó, pero en cuanto su hermano le contó lo que había visto, su rostro mudó, poniéndose blanco como la cera. Echaron a correr escaleras arriba. Cuando llegaron a la habitación, en el umbral de la puerta vieron a la mujer, seguía delante de la ventana. Era real. Le hablaron, pero no les contestó, como si no pudiera oírlos. Caminaron hacia ella despacio, pero en cuanto estuvieron a menos de dos metros, la mujer se desvaneció.

Los hermanos estaban realmente asustados, y decidieron que lo mejor era salir de aquel castillo cuanto antes. El problema es que no sabían cómo volver a casa. Si aquello era un sueño se estaba alargando demasiado. Volvieron al huerto, querían hablar con la cocinera, pero ya no estaba allí, tampoco la encontraron en la cocina. Parecía que se habían quedado solos allí con aquella aparición. Pronto anochecería. Estaban a escasos metros de la enorme puerta de entrada, cuando escucharon unos gritos aterradores. Guardaron silencio, parecían surgir de debajo de sus pies, del sótano.

Dudaron si salir de allí corriendo o ir a ver qué pasaba. Pero eran buenos chicos, con un gran corazón y la idea de que alguien pudiera estar en peligro, hicieron que dejaran la idea de marcharse para más tarde, y se encaminaran hacia el sótano. Provistos de un par de antorchas, bajaron las escaleras, eran muy empinadas, parecían prolongarse hasta el mismísimo infierno. Llegaron a una estancia lúgubre, maloliente, sin ventanas y sin muebles. En el centro del recinto había una joven, atada y amordazada a una silla. Junto a ella, pudieron discernir la figura de un hombre inclinado a la altura de su cuello. La mujer se debatía con furia, intentando librarse de las cuerdas que le ataban los pies y las manos. Los muchachos empezaron a gritarle al hombre que se detuviera. En cuanto levantó la cabeza del cuello de la joven, para mirarles, supieron quién era: el señor Bram.

Más desconcertados que asustados, sin comprender muy bien lo que estaba pasando, le preguntaron qué estaba haciendo, mientras se iban acercando, con la intención de liberar a la joven.

A la luz de las antorchas, la transformación que había sufrido el dueño del castillo, no les pasó desapercibida. El semblante amable y cordial que recordaban de él, se había transformado en uno terrorífico, monstruoso. Al abrir la boca dejaba ver unos colmillos enormes y amarillentos y unas gotas de sangre resbalaban por la comisura de la boca. La mujer, presentaba unas marcas en el cuello, las marcas de los colmillos que se abrieron camino, atravesando la piel hasta su garganta, dejándole unos pequeños agujeros, de los cuales manaba sangre. Asustados, aterrados, y fuera de sí, se sentían aquellos inocentes chiquillos, al comprender que el hombre que tenían delante, era un vampiro. Trataron de escapar. Se encaminaron hacia las escaleras por las que habían bajado, pero el hombre resultó ser más rápido de lo que esperaban y se situó delante de ellos, cortándoles el paso. Agarró a Juan de un brazo con furia, lanzándolo contra la pared del fondo del sótano. Cayó en el frío suelo, desmayándose a causa del golpe. Carlos, enfurecido por lo que le había hecho a su hermano, arremetió contra él con todas sus fuerzas, comprobando en sus propias carnes que aquel cuerpo era duro como una piedra y que no se había movido ni un centímetro de donde estaba. Entonces el vampiro lo agarró de la camisa, lo levantó del suelo y le clavó los colmillos en su garganta.

Carlos empezó a gritar con todas sus fuerzas y a mover los brazos de un lado a otro. Se incorporó en la cama, bañado en sudor. Entonces vio un ángel. Había muerto y estaba en el cielo, pensó. Pero ni estaba muerto, ni lo que estaba viendo era un ángel, aquella cara que lo estaba mirando con infinita ternura, tratando de calmarlo, era su madre. Un rápido vistazo a la cama de al lado le llegó para comprobar que su hermano estaba allí, sano y salvo y lo que era más importante, vivo.

 

 

 

 


domingo, 25 de abril de 2021

EL PACTO

 


 

 

Nacho había reunido a todos sus amigos en su casa para celebrar su cumpleaños. Vivía bastante aislado. El pueblo más cercano estaba a cincuenta y cinco minutos de allí. No era amigo de la tecnología, no tenía móvil, ni televisión, ni internet. Había música, que sonaba en su viejo tocadiscos y mucho alcohol. En un par de horas la fiesta llegó a su punto más álgido. Entonces les hizo una proposición: terminar la fiesta en el cementerio. Todos aplaudieron la idea.

 Saltaron la verja del camposanto y se encaminaron hacia la parte más alejada, fuera de la mirada de algún curioso que se le ocurriera pasar por allí. Bebieron, entonaron canciones y entre risas y bromas hicieron invocaciones a los espíritus. Cuando despuntó el alba, los que todavía se podían sostener en pie se fueron a sus casas, los demás se quedaron allí.

Nacho se despertó al escuchar un gran estruendo fuera, un trueno. Miró el despertador, las cinco de la tarde. Le dolía la cabeza una barbaridad. Al tercer intento logró sentarse en la cama. Una vez sentado, pensó que poner los pies en el suelo le resultaría más fácil, pero se equivocó de pleno. Las piernas se negaban a soportar el peso del cuerpo. Utilizó las pocas fuerzas que le quedaban, para mantener el equilibrio. Tenía que ir al baño. Caminó despacio, agarrándose a la pared, para no caerse. Al llegar cerró la puerta tras de sí. Se lavó la cara y se miró en el espejo. La imagen que vio, era la de un hombre demacrado, con grandes ojeras, el pelo sucio y desaliñado y la cara cubierta de tierra. Se miró el resto del cuerpo. Tenía el mismo aspecto de suciedad. Sus calzoncillos, blancos el día anterior, presentaban un color negruzco y olían a tierra mojada. Todo él, olía mal. Necesitaba una ducha. No podía imaginarse lo que le esperaba tras la cortina. Al correrla y ver lo que había en la bañera, retrocedió presa del pánico cayendo de espaldas sobre el frío suelo de baldosas. Notó algo caliente mojando sus calzoncillos. Empezó a gritar con todas sus fuerzas, aunque sabía que nadie podría escucharle, el baño no tenía ventanas y estaba solo en casa. En su bañera había una mujer en avanzado estado de descomposición, los gusanos le salían por los orificios nasales y las cuencas, donde una vez hubo ojos. Intentó levantarse del suelo, pero resbaló en su propia orina. Se arrastró hacia la puerta. Tenía que salir de allí. Aquello era una locura, no era real, no podía estar pasando. Para su sorpresa y desesperación la puerta no se abrió. Accionó con furia la manilla tantas veces, que acabó por desencajarla. Se sentó de espaldas a la puerta y lloró como no lo había hecho nunca. No sabía que había pasado en el cementerio la noche anterior, por acordarse no se acordaba ni cómo había llegado a casa. Se adormeció unos minutos. El ruido de un claxon en la calle, lo trajo de vuelta. Su mente confusa, le hizo pensar que todo aquello había sido un mal sueño, una pesadilla quizá. Pero la realidad era otra muy distinta. En la bañera seguía aquel cadáver. Se acercó corriendo y corrió las cortinas de un tirón, temiendo que aquella mujer se abalanzara sobre él. Luego fue hasta la puerta. La golpeó con las manos, le dio patadas, pero no consiguió su propósito, salir de allí.

- ¿Por qué no quieres verme? – Pegó un brinco al escuchar aquella voz y se dio la vuelta. Entonces la vio, era la mujer de la bañera, pero ahora estada de pie ante él, mirándolo, mientras su podrido cuerpo era devorado por los gusanos.

-Tú me hiciste esto.

Nacho se tapó la cara al tiempo que repetía una y otra vez “no es real, no es real”

- ¡Tú, tú me atropellaste con el coche y me dejaste tirada en la cuneta! -le gritaba con furia mientras lo señalaba con un dedo esquelético desprovisto de carne.

El hombre, presa del pánico, apretándose la cabeza con ambas manos, le suplicaba que se callara, que no era real.

Fuera había cesado el ruido del claxon.

La mujer dejó de hablar. Nacho confiando en que sus súplicas hubieran surtido efecto, abrió los ojos esperanzado de que aquella locura, al fin hubiera acabado. Pero en lugar de la mujer había un encapuchado. Lo estaba observando. La capucha que le cubría la cabeza no de dejaba ver su rostro. Tampoco podía ver su cuerpo, la túnica se lo cubría por completo. Pero había algo que sí pudo ver, aquel ser, no pisaba el suelo, aquel ser flotaba. No tuvo ninguna duda de quién era. Mandinga le habló: “Tú eres el dueño de tu vida y de tus actos, has hecho lo que has creído conveniente y has salido impune de ello. Pero todo tiene un precio y yo te ofrezco un pacto. Si haces lo que te pido, tu vida no cambiará, nadie sabrá lo que hiciste y todo seguirá como hasta ahora. Sólo tienes una hora para hacerlo, a media noche se acaba el plazo.”

En un hilo de voz Nacho le preguntó: ¿y si no acepto?

-Si no aceptas –le respondió- tu vida se terminará aquí y ahora y tu alma se vendrá conmigo.

 El hombre aceptó. La puerta se abrió.

Cansado de esperar en el coche a que Nacho diera señales de vida, su amigo entró en la casa por una ventana de la planta baja, que había dejado abierta. Subió las escaleras sin percatarse de que alguien lo acechaba entre las sombras. Nacho le asestó una puñalada mortal por la espalda. Luego metió el cuerpo en el coche y condujo hasta el río. Esperó a que el coche se hundiera por completo. Regresó a su casa. Había cumplido el pacto, un alma a cambio de su secreto. Fue al baño, el cuerpo de la mujer había desaparecido. Pero no así Mandinga. Su sed de almas era insaciable.

 

 

 

 


viernes, 23 de abril de 2021

UN DEMONIO EN MI CASA

 

 

 

 

¡Nacho! Se moría por uno. Conocía un sitio dónde los preparan muy bien. Se levantó del sofá y se encaminó hacia la puerta. En el momento en que la estaba abriendo sonó el timbre. Del susto dejó caer las llaves. Masculló una maldición. Allí no había nadie. Miró a ambos lados pensando que, tal vez, fuera una broma de algún chaval, pero no vio a nadie. En el momento en que cerraba la puerta notó una presión sobre su hombro derecho. Retrocedió asustado. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Las ganas de comer aquel nacho, se esfumaron. Se quedó en casa y optó por pedir que se lo llevaran. Mientras esperaba puso la televisión, en un intento de no pensar en lo que le había pasado hacía unos minutos. Sintió un cosquilleo en su oreja derecha. Escuchó claramente, como le decían: “gracias por dejarme entrar”. Se levantó de un salgo, aterrorizado. Escuchó fuertes ruidos en la cocina, como si hubiera pasado un huracán arrasando todo a su paso. Su instinto le decía que huyera de la casa, pero en vez de eso fue hasta el baño. Se lavó la cara y trató de relajarse, las manos le temblaban. Cuando levantó la mirada el espejo le mostró un reflejo de sí mismo que no correspondía con la realidad. De él solo quedaba una parte. Un monstruo había tomado la otra mitad. Salió aterrorizado y gritando del baño y se encerró en su habitación. Se sentó en la cama y se miró ambas manos. Eran iguales, no había nada diferente, el brazo tampoco había cambiado. Se relajó un poco pensando que tal vez había sufrido una alucinación. Escuchó el timbre de la puerta. Se acordó de que había pedido la comida. Abrió la puerta. El repartidor, se la entregó en una bolsa. Él le dijo que esperara un segundo mientras iba a por el dinero. Lo estaba cogiendo de su cartera cuando escuchó un grito procedente de la puerta. Corrió a ver qué ocurría, el repartidor ya no estaba, vio cómo su moto se alejaba a toda velocidad calle abajo. Incrédulo cerró la puerta, pero cuando se dio la vuelta se dio cuenta de que no estaba solo en casa. En lo alto de las escaleras un ser envuelto en una neblina bajaba lentamente las escaleras. Quiso gritar, pero su garganta no emitió ningún sonido, quiso moverse, pero sus piernas no reaccionaban, como si estuvieran pegadas al suelo. Aquel ser siguió bajando las escaleras acercándose a él cada vez más. Aquella neblina lo envolvió completamente, sintió una punzada de dolor cuando entró en su cuerpo.  Luego nada, sólo oscuridad.

COMBUSTIÓN

 

 

 

Trípode a una distancia prudencial, desde la cual, una vez colocado el telescopio tendría una perspectiva completa del lugar. Estaba en la azotea de su casa, situada en lo alto de la colina. Desde allí la vista del pueblo era impresionante. Vería aquello que, alguna gente, que lo había visto, lo describía como un demonio, un ser envuelto en llamas. Miró el reloj, las tres de la madrugada, la hora en que todos coincidían que se podían ver. Se puso en alerta. Nadie había sido muy específico sobre el lugar exacto donde aparecían. Decían que eran varios y que se les veía por todas partes. Miró el reloj, las tres y cuarto y no había visto nada todavía. Esa noche, hacía calor, la luna llena brillaba en todo su esplendor en la cúpula celeste. Se quitó la chaqueta, la dejó en el suelo, a su lado, pero al hacerlo, por el rabillo del ojo, vio algo que no le agradó mucho. Había un ser, era oscuro, podía pasar por una sombra, sino fuera por los ojos llameantes que lo delataban. Se miraron unos segundos. De la nada surgieron unas llamas que envolvieron a aquel ser. Parecía no sentir dolor, no gritaba y no se movía. Duró unos minutos y luego se desvaneció. En su lugar, algo brillaba en el suelo, se acercó, era una perla. Sería una prueba de aquella locura. Pero al cogerla se quemó la mano. Aulló de dolor y la soltó. Esperaría a que se enfriara para cogerla de nuevo, mientras tanto tenía que curar la quemadura de la mano. Le dolía mucho. Se fue de la azotea, bajó las escaleras que la separaban del piso superior de la casa y se encaminó hacia el baño. Llevaba la mano cerrada a la altura del pecho, sentía unas punzadas muy grandes de dolor como si se la estuvieran atravesando con un puñal. Al llegar al baño, buscó vendas y una pomada para las quemaduras, cuando tenía todo listo, la abrió, dispuesto a hacerse las curas. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que había un agujero en su mano, en el lugar donde se había quemado. Se sintió mareado. Pensó que el dolor hacía que no viera las cosas claras. Tenía que ser una alucinación, no podía tener un agujero en la mano. Pero cuando se la volvió a mirar, aquel agujero se había hecho más grande, la mano había desaparecido hasta la altura de la muñeca. Lo más desconcertante de todo aquello es que salía humo de la carne, era como si se estuviera quemando desde dentro. Entró en pánico. Tenía que pedir ayuda. Para cuando llegó al piso inferior para hacer la llamada le faltaba el brazo a la altura del codo. Logró hacer la llamada antes de desmayarse. Cuando llegaron los sanitarios sólo encontraron un puñado de cenizas al lado de la mesa donde estaba el teléfono descolgado.

MASACRE

  —¿No los habéis visto? Gritaba una mujer enloquecida corriendo entre la muchedumbre congregada en la plaza de Haymarket el 1 de mayo, conm...