La luna brillaba esplendorosa en
aquella noche invernal. Los dos se miraron, preguntándose qué hacer ante el
panorama que se les presentaba.
Frente a ellos estaban aquellas
criaturas de las que tanto habían oído hablar las últimas horas. En un
principio pensaban que la gente del pueblo estaba alucinando, una alucinación
colectiva, pero ahora no lo podían poner en dura, los tenían enfrente y no
venían cargados de buenas intenciones.
- ¿Qué son estas cosas Juan? –le
preguntó David a su compañero mientras iba caminando hacia atrás con una cara
entre alucinación y miedo.
-No lo sé tío, pero mírales la
cara –le respondió- la llevan pintada como si fueran unos malditos indios, y
los dientes, ¿te has fijado? Están super afilados parecen agujas. Esto no me
gusta nada, chaval.
Frente a ellos había muchas figuras
en miniatura, todos parecían tener vida propia, se movían de un lado para otro
y portaban armas entre sus armas. Uno llevaba un cuchillo, otro una pistola,
los había que portaban flechas, aquello era una locura. No hablaban, pero emitían
extraños sonidos, seguro que era la manera de comunicarse entre ellos. Y no
eran uno ni dos, había cientos, por no decir miles, era muy difícil contarlos,
aunque ellos eran gigantes a su lado, estaban demasiado mezclados entre ellos y
no perder la cuenta.
Todo había empezado hacia menos de
veinticuatro horas, cuando unos chiquillos habían ido al viejo establo
abandonado a las afueras de la ciudad. A jugar habían dicho, pero vete tú a
saber que iban a hacer una docena de chavales en un establo abandonado, nada
bueno seguro.
En comisaría confesaron que habían
matado unas cuantas ratas, uno llevaba una escopeta de balines que le había
cogido prestado a su padre, pero la cosa no tenía que ir a más hasta que uno de
ellos sintió un dolor muy agudo en el tobillo, en un principio pensó que le había
picado un bicho, pero cuando bajó la mirada vio a un hombrecillo minúsculo portando
un cuchillo y que se lo clavaba repetidamente. Empezó a gritar cual poseso,
dando la voz de alarma a sus amigos. Estos que en un principio no le creyeron,
y se riendo de él, comprobaron la verdad en sus propias carnes, cientos de esos
minúsculos seres se abalanzaron sobre ellos, mordiéndoles y hasta les llegaron
a clavar alguna que otra flecha que, aunque minúscula hacían daño cuando eran
muchas.
La policía, algo reticente, sin dar mucho crédito a lo que los chavales
les habían contado, pensaban que se habían pasado con el alcohol o habían
fumado algo más que tabaco, fueron hasta allí de todas formas. No tenían nada
mejor que hacer, aquel era un pueblo muy tranquilo y casi nunca sucedía nada
que fuera mínimamente interesante.
Cuando llegaron, salvo unas cuantas
ratas muertas y otras no tanto, no encontraron nada más en aquel establo
abandonado.
Fueron hasta el coche, algo enfadados
por hacerles perder el tiempo, cuando escucharon sonar la radio, Juan contestó
mientras David daba una vuelta al coche patrulla. Cuando se acercó a su
compañero estaba visiblemente alterado. No paraba de maldecir y gritar.
Entonces Juan se dio cuenta de lo que pasaba: las cuatro ruedas del coche
estaban pinchadas.
Por la radio le habían dicho que
toda la ciudad estaba llamando a la centralita, colapsándola, diciendo que había
hombrecillos minúsculos atacando a la gente, a los animales, pinchando ruedas
de coche. Que era un caos total.
Pidieron refuerzos, necesitaban un
coche que los llevara hasta la ciudad.
No tardaron mucho en llegar y para
cuando llegaron aquello sí que era realmente un caos como les habían dicho, la
gente se escapaba de sus casas y corrían por las calles esperando estar más
seguros fuera que dentro.
Y entonces ahí estaban, los tenían
enfrente, en formación, como un batallón a punto de atacar. No tenían
escapatoria, eran demasiados y aunque echaran a correr ¿a dónde irían?, estaban
por todas partes, eran miles. Pero morirían luchado. Desenfundaron sus armas y
se pusieron a disparar.