Coroto en la cocina, la más grande,
puesta al fuego. Esa noche tenía diez invitados para cenar. Gente importante y
amigos íntimos. Lo tenía todo organizado sobre la mesa para hacer aquel
estofado que le salía tan rico y que tanto aclamaban sus comensales más fieles.
Las verduras perfectamente troceadas sobre un plato, que iría añadiendo poco a
poco para que estuvieran en su punto. Pero… faltaba algo. El ingrediente más importante,
la carne. Utilizaría aguja, para él, la mejor para que el estofado estuviera
sublime. Tendría que ir al sótano, allí tenía una cámara frigorífica, enorme,
como la de los restaurantes, le gustaba tener mucha carne siempre a mano,
porque era muy amigo de invitar a sus amigos, y no quería quedarse sin
provisiones. Era un hombre meticuloso y organizado y un desliz como aquel sería
poco menos que una aberración
Nadie rehusaba sus invitaciones a
comer o a cenar, era un cocinero excelente, aunque no estaba nada bien que él
mismo lo dijera. Abrió la puerta, un aire gélido le golpeó en la cara como una
bofetada. Entró, había tres piezas colgadas, cada una de un gancho. Estuvo
mirando un rato dudando cual escogería, tenía que sorprender al alcalde, que
esa noche le honraría con su presencia, y sabía por experiencia que, con el estómago
bien lleno, y el gran dominio de la palabra, el cual era otra de sus muchas
cualidades, un favor que le pidiera, pasaría a ser algo banal. Tenía pensado
hacer unas obras en una casa que tenía en la montaña, ampliar y arreglar el
sótano, la caza en la ciudad era fácil, tan fácil como salir a comprar el pan,
pero había muchos ojos curiosos vigilando tras los visillos, a la espera de que
algún vecino cometiera algún acto ilícito y aunque trabajase, la mayor parte
del tiempo, de noche, quería reducir los riesgos de ser observado. Vivir en la montaña
le daba aquella intimidad que tanto anhelaba, pero para eso el arreglo del sótano
era crucial, y ahí entraba el alcalde, necesitaba un permiso de obra lo antes
posible.
Se decantó por la pieza del final, tendría
que comerla cuanto antes, hacia una semana que le había dado caza y no quería
que la carne se pasara, sería una gran pérdida, teniendo en cuanta la buena
calidad de la misma.
Contempló aquel cuerpo sin vida que
pronto seria devorado por sus invitados. Le había costado mucho trabajo
matarlo. Quién le iba a decir que aquel gordito se moviera con tanta rapidez.
Vino a arreglarle la tele, sin sospechar que no saldría vivo de allí. Había
sido muy eficiente, incluso le había añadido canales sin coste alguno porque él
lo había tratado muy bien, le había ofrecido algo de picar y un refresco, y con
aquello se lo había ganado totalmente. Mientras hacia su trabajo le hablaba sin
parar de su trabajo, su novia y del fútbol. Él lo escuchaba aparentando
interés. Esperó a que terminara para matarlo. Pero había cometido un error,
cuando se iba a abalanzar sobre él blandiendo un cuchillo, el muchacho vio el
reflejo en el televisor y supo reaccionar a tiempo. Luego empezó la persecución
por la casa, aquel joven no paraba de gritar, pero lo arregló subiendo el volumen
de la tele que había dejado puesta. Le sorprendió su agilidad, pero al final
sucumbió y pudo matarlo. Tras lo cual lo llevó al sótano y allí estaba ante él.
Tal vez tuviera un exceso de grasa, pero aquello le daba una jugosidad añadida
a la carne. Sabía con certeza que sus invitados quedarían plenamente
satisfechos con su elección. Le gustaba cazar, la adrenalina que invadía su
cuerpo lo llevaba al éxtasis, ver el terror en los ojos de su presa,
suplicándoles por su vida, lo elevaba a un nivel superior, de poder y
excitación. Se sentía como si fuera el mismísimo Dios. Matar era su mayor
afición.