- ¡Mamá, mamá! Los
gritos de mi hija desde el salón me despertaron. Me levanté de golpe esperando
que no le estuviera sucediendo nada malo. Bajé, escuché el televisor y fui
hasta allí para averiguar cuál era la urgencia. “Mira lo que dicen en las
noticias” me estaba diciendo, pero yo ya no la escuchaba. Me senté en el sofá
porque las piernas me empezaron a temblar. Recuerdos que intenté olvidar
durante años estaban aflorando. En el televisor estaba la foto del hombre que había
marcado mi vida para siempre. “Hoy, 14 de febrero, después de permanecer en la cárcel por más
de treinta años, diez de los cuales, en el corredor de la muerte, fue ejecutado
en la silla eléctrica el asesino en serie apodado “El Don Juan”
Oí el timbre de
la puerta, sonaba muy lejano. Al cabo de un rato dos policías entraron en el salón.
Me saludaron cordialmente y se disculparon por las molestias. Uno de ellos se
acercó y me tendió algo que llevaba en la mano, parecía una carta. Lo miré con
incredulidad. La habían encontrado entre las pertenencias del hombre que habían
ejecutado. En el sobre ponía “entregar a mi muerte”. Vi mi nombre en él. La
abrí con manos temblorosas, dentro había una hoja de papel, en
ella había escrita una sola frase “siempre fuiste tú”. No pude evitarlo, me
eché a llorar. La había escrito en 1983.
Ese año, yo era
una adolescente, extrovertida y con toda la vida por delante. Cursaba el primer
año de universidad. Allí conocía a aquel chico. Era guapo, amable y la estrella
del equipo de fútbol. Las chicas revoloteaban a su alrededor como moscas. No sé
cómo, ni por qué se interesó en mí.
Durante años una
serie de desapariciones de chicas en la ciudad, todas adolescentes, tenía a la
gente atemorizada. La policía investigaba los casos, pero hasta el momento no
sabían nada de su paradero, ni si estaban vivas o muertas. Se empezó a barajar
la idea de que tal vez se hubieran ido voluntariamente y no querían ser
descubiertas por sus familias. En los últimos tres años habían desaparecido
unas diez chicas.
Empecé a salir
con aquel chico. Mis padres no estaban muy contentos con que me echara novio
tan pronto, pero respetaron mis deseos. Era su último año de carrera y le habían
ofrecido un trabajo en un bufete de abogados. Era brillante, el primero de su
promoción y tenía un gran futuro por delante. Hacíamos muchos planes, me decía que
me quería, que se había enamorado de mí, aquellas palabras eran música celestial
para mis oídos, yo estaba perdidamente enamorada de él.
El día de san Valentín,
tenía una sorpresa, iríamos a una cabaña en el bosque que era propiedad de la
familia. Yo nunca había estado allí, ni sabía que existía, no me pareció raro
que no me lo hubiera dicho, tampoco le di muchas vueltas al tema. No tenía
motivos para desconfiar de él. No me negué
y allá fuimos. No quedaba lejos, el sitio era idílico, la cabaña estaba situada
al pie de un lago, había un pequeño bote. Remó hasta que estuvimos en el medio,
allí se arrodilló y me pidió matrimonio, mostrándome un anillo precioso, el más
bonito que había visto en toda mi vida. Le dije que sí.
Entrada la noche
me despertaron unos ruidos que venían de fuera de la casa. Me dolía la cabeza y
sentía las piernas pesadas. Aun así, me incorporé y salí de la cama. No estaba
a mi lado. Grité su nombre, pero no obtuve respuesta. Salí al exterior y lo vi alejándose
hacia el lago. Empujaba una carretilla, por el esfuerzo que hacia parecía que
llevaba algo pesado en ella.
Lo llamé, pero parecía
no oírme, corrí tras él, al escuchar mis pasos se paró y me miró, parecía
enfadado. Me regañó por haberme levantado, y me pidió que volviera a la cama.
Pero ya era tarde, un rápido vistazo a la carretilla sirvió para darme cuenta
de que llevaba un cuerpo tapado con una lona, una mano asomaba fuera y parecía
la de una chica, porque las uñas las llevaba pintadas de un color rojo intenso.
Me puse nerviosa y le pregunté quién era esa chica y a dónde la llevaba. Que habría
que llamar a la policía y llevarla al hospital. El me agarró con fuerza y me
tapó la boca para que no gritara. Entonces supe que mi vida corría peligro.
Aquel hombre que me estaba agarrando no era el hombre del que me había
enamorado. Era otra persona. Le mordí la mano con la que me tapaba la boca y eché
a correr hacia el bosque. Estuve mucho tiempo corriendo, me dolían los pies y
me sangraban, en la carrera había perdido las zapatillas. El pijama estaba roto
y sucio por las veces que me había caído en mi alocada carrera. Oía sus gritos detrás
de mí, pidiéndome que parara, que no me iba a hacer daño. Entonces todo empezó
a tomar sentido, las chicas desaparecidas, la cabaña…. Él las secuestraba y las
mataba. Y si no encontraba pronto a alguien también me mataría a mí. Había
descubierto lo que hacía. Seguí corriendo hasta que llegué a una carretera. Era
de madrugada y recé con todas mis fuerzas para que algún coche pasara por allí.
Sabía que sólo un milagro me salvaría. Pero aquel día tuve la suerte de cara y apareció
un coche de la forestal que estaban haciendo su ronda. Me puse en medio de la
carretera y les hice señas con los brazos. Gracias a dios que pararon, bajaron
del coche y se acercaron a mí.
Luego en el
hospital me enteré de que las chicas que secuestraba las llevaba hasta aquella
cabaña, las violaba, las estrangulaba y luego las tiraba al lago. Habían
encontrado los cuerpos de las chicas desaparecidas allí. El apodo de “El Don
Juan” fue idea de un periodista, al ser detenido en San Valentín.