Me gustó ir a la playa, fue fantástico. Sabía que mis
padres querían que me olvidara del accidente del autobús, dónde todos mis
amigos del instituto murieron, cuando íbamos de camino a una granja con la idea
de interactuar con los animales y conectar con la naturaleza. Por ello me
habían obsequiado con aquel fin de semana tan especial. Me olvidé de todo por
unas horas. Fue estupendo. Incluso disfruté muchísimo al subirme a un tobogán
enorme, dejando atrás mis miedos y mi vértigo. Sinceramente creo que, si les
hubiera pedido ir a Bélgica no se hubiesen negado. Harían cualquier cosa con
tal de verme sonreír de nuevo.
Les había mentido. Yo, no iba en el autobús. Ese día por
la mañana, había hecho una mochila y mi intención era fugarme de casa. Subí los
escalones que daban al acceso a la estación de autobuses, pero no llegué a
cruzar la puerta. No sabía cuál tomar, porque no sabía a donde ir. Así que me
puse a caminar.
Hice autostop y me recogió un hombre de unos treinta
años, que tenía todas las trazas de ser un ejecutivo, por el traje negro que
llevaba, el perfecto corte de pelo y unas uñas bien cuidadas. Me dijo que iba
al norte si me venía bien, le dije que sí. Tomamos una carretera estrecha y con
muchas curvas. Desde la ventanilla del coche podía ver la enorme pendiente rocosa
que empezaba donde terminaba el ancho de la carretera. Un despiste y…
Comenzó a hablar sin parar de astronomía, de estrellas y
de constelaciones, supe por el número de veces que la nombró, que le fascinaba
la constelación de Andrómeda. Tras más de una hora parloteando sin parar, dejó
de hablar. Me miró de soslayo y su mano se posó sobre mi muslo izquierdo. Se
estaba poniendo muy mimoso, emitía soniditos extraños mientras iba escalando centímetros
por mi pierna. Le dije que parara el coche. Me miró con odio, pero lo hizo al
cabo de unos metros, insultándome cuando me bajé dando un portazo.
En ese momento, al girar la cabeza para ver si venía
algún coche que pudiera parar, vi acercarse el autobús en el cual tendría que
ir. Me puse delante e hice señas para
que parara. El conductor al verme pisó el freno. Perdió el control del autobús,
se salió de la carretera, precipitándose al vacío. Maté a mis compañeros.
Corrí como no lo había hecho nunca hacia el lugar del
accidente. Escuché gritos y alaridos de dolor. Aquello era un infierno. Nadie
podía saber lo de mi aventura. Así que decidí auto infligirme unos cortes y
unos cuantos golpes con unas piedras. Tumbada sobre el arcén esperé la ayuda.
Una mariposa se posó sobre mi nariz unos segundos para luego seguir volando
hacia donde fuera que tenía que ir.
Llegó la policía. Un reconocimiento exprés bastó para
diagnosticarme una conmoción y subirme a una ambulancia que acababa de llegar.
Venían más de camino, acompañadas de los bomberos. Antes de subir vi un reptil en
el momento justo que desaparecía reptando tras unos matorrales.
La policía tomó notas de mi declaración, de la sarta de
mentiras que les conté. Era la única superviviente. Mi foto salió en las
cadenas locales y nacionales de la televisión, así como en la prensa y
programas de radio. Me pedían entrevistas que, rechacé amablemente, objetando
que no estaba preparada para ello, en realidad los que hablaban por mi eran mis
padres. Estaba viviendo una farsa que se estaba haciendo cada vez más y más
grande.
Tras un día en el hospital me dieron el alta, a tiempo
para asistir al funeral de mis amigos. No podía dejar de sentirme culpable. E
incluso podía ver odio en los ojos de aquellos padres desconsolados y rotos de
dolor por la pérdida de lo que más querían.
A la vuelta de aquellas vacaciones, decidí hacer las
cosas bien y confesarles a mis padres lo que había pasado. Pero antes tenía que
ir al cementerio y pedirles perdón a mis compañeros de clase.
Estaba anocheciendo cuando traspasé la puerta de hierro
del camposanto. Al cruzar el umbral ésta se cerró de golpe a mis espaldas. Di
un brinco por la sorpresa y el miedo que me causó. Los vi. Delante de mí, había
quince chavales observándome. Asustada comencé a caminar hacia atrás. Mi
espalda se topó con la puerta, cerrada por alguna fuerza desconocida.
Comenzaron a acercarse a mí, mientras repetían una y otra
vez:
- ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!
Aquella palabra retumbaba en mi cabeza, volviéndome loca.
Los tenía tan cerca que podía sentir sus alientos putrefactos, en mi cara.
Se abalanzaron sobre mí.