sábado, 2 de octubre de 2021

EL JUEGO

 

Cada cien años, los demonios que viven en la zona más profunda del averno, los monstruos más despiadados, viles, sanguinarios, macabros y espeluznantes que ningún hombre sobre la faz de la tierra, pudo siquiera imaginar su existencia alguna vez, tienen la oportunidad de salir a la superficie.

La venganza e ira acumuladas durante su encierro, en aquel lugar terrible e inhóspito, se incrementaba con el paso del tiempo, hasta llegar a su punto más álgido. Toda esa maldad, les dio un gran poder, llegando a ser incontrolables y haciendo casi imposible que fueran derrotados.  

Son el mayor tesoro del Oscuro. Alimentados con odio hacia los humanos durante siglos, son la mejor arma que tiene para hacerse con el control absoluto. Pero para ello han de demostrar su valía.

Y qué mejor forma de hacerlo que mediante un juego. Uno macabro y perverso donde lo más importante para ganarlo, no es la forma física, ni la manera de pelear, lo que allí importa son sus ansias de venganza, de matar a sangre fría y demostrar la total ausencia de empatía hacia cualquiera que se encuentre en su camino, sea humano o no.

Satán tiene un plan y para llevarlo a buen fin, necesita a los mejores a su lado.  

El juego tendrá lugar en un campo de fútbol. Se camuflan entre los miles de personas que están viendo el partido. Se introducen en cuerpos al azar, expulsando las almas que habitan en ellos, tarea realizada de manera rápida y sin llamar la atención. El inicio de la segunda parte es el detonante. Los jugadores salen al campo. Los demonios se preparan. Objetivo: Matar el mayor número de humanos. Mujeres y niños cuentan doble.

El juego ha comenzado.

 


OTRO YO

 

Comencé a teclear letras, una detrás de otra, como si la vida me fuera en ello. Las musas, que me habían abandonado hacía un par de día, habían vuelto de la misma manera que se habían ido, sin avisar, pero esta vez cargadas de ideas, personajes y situaciones nuevas para la novela que tenía entre manos. No sé el tiempo que estuve delante del ordenador, pero creo que mucho. Había comenzado a primera hora de la mañana, con los primeros rayos de sol y ya estaba anocheciendo.

Tenía el cuerpo entumecido. El estómago protestaba por la falta de alimento. Decidí hacer un descanso. Fui hasta la cocina. Preparé un bocadillo, bebí un refresco frío que saqué de la nevera y que me alivió la sequedad de la garganta. Me senté ante la mesa mientras comía y pensaba en la novela que, poco a poco, iba tomando forma en mi cabeza. Entonces lo escuché.

El sonido del teclado de mi ordenador. He de decir que estaba solo en casa. Me asusté un poco. Pero aun así me levanté despacio, pensando que mi mente me estaba jugando una mala pasada. Me encaminé hacia mi despacho, donde estaba el único ordenador que había en toda la casa, el que utilizaba para escribir. La puerta estaba entreabierta, la abrí despacio intentando no hacer ruido y sorprender así a quien fuera que estuviera escribiendo, pero…. no había nadie. Me acerqué hacia la mesa. Lo último que había escrito seguía allí en la pantalla. Dejé escapar un suspiro de alivio y decidí no darle más importancia a todo aquello. Me estaba encaminando hacia la puerta cuando un ruido en la cocina me alertó. Vi un bocadillo recién hecho sobre la encimera de la cocina, así como una lata de refresco abierta a su lado. Se trataba de un bocadillo similar al que ya me había comido y una lata del mismo refresco que había bebido. No sabía lo que estaba pasando y estaba realmente desconcertado.

Salí de la cocina y me encerré en mi despacho. Necesitaba aclarar las ideas. Me senté ante el ordenador y me puse a escribir intentando que mi mente olvidara lo pasado. Estaba terminando el segundo párrafo, cuando la puerta de mi despacho, que había dejado entreabierta, se abrió lentamente. Escuché unos pasos acercándose. Vi un hombre. Otro yo.

jueves, 30 de septiembre de 2021

CAJAS

 

Una furgoneta de reparto se detuvo delante de la comisaría. Un joven ataviado con un buzo amarillo y una visera del mismo color, se apeó de ella.

Abrió la puerta trasera, sacó una carretilla de mano de su interior y empezó a apilar cajas, hasta un total de cuatro. Todas de madera y del mismo tamaño. Cada una de ellas tenía un número en la parte superior.

En la entrada, un policía le firmó la nota de entrega. El joven las dejó en el suelo y antes de irse le dio un sobre blanco, cerrado, con el nombre del comisario escrito en la parte delantera.

El policía, le entregó en mano la carta al comisario que estaba en su despacho. Mientras la leía, su semblante se tornó blanco como la cera, e inmediatamente ordenó a gritos que encontraran aquella furgoneta y al tipo que había hecho la entrega.

Se procedió a abrir las cajas. La nota decía: «Me gusta matar y lo hago a sangre fría y con una saña desmesurada que me provoca un inmenso placer. Disfruté viendo el miedo en los ojos de estas mujeres al saber que iban a morir. ¿Quién te hará la comida hoy?”

En cada caja había una cabeza, todas eran de mujeres. Una de ellas pertenecía a la esposa del comisario.

sábado, 25 de septiembre de 2021

NO MENTIRÁS

 

Me gustó ir a la playa, fue fantástico. Sabía que mis padres querían que me olvidara del accidente del autobús, dónde todos mis amigos del instituto murieron, cuando íbamos de camino a una granja con la idea de interactuar con los animales y conectar con la naturaleza. Por ello me habían obsequiado con aquel fin de semana tan especial. Me olvidé de todo por unas horas. Fue estupendo. Incluso disfruté muchísimo al subirme a un tobogán enorme, dejando atrás mis miedos y mi vértigo. Sinceramente creo que, si les hubiera pedido ir a Bélgica no se hubiesen negado. Harían cualquier cosa con tal de verme sonreír de nuevo.

Les había mentido. Yo, no iba en el autobús. Ese día por la mañana, había hecho una mochila y mi intención era fugarme de casa. Subí los escalones que daban al acceso a la estación de autobuses, pero no llegué a cruzar la puerta. No sabía cuál tomar, porque no sabía a donde ir. Así que me puse a caminar.

Hice autostop y me recogió un hombre de unos treinta años, que tenía todas las trazas de ser un ejecutivo, por el traje negro que llevaba, el perfecto corte de pelo y unas uñas bien cuidadas. Me dijo que iba al norte si me venía bien, le dije que sí. Tomamos una carretera estrecha y con muchas curvas. Desde la ventanilla del coche podía ver la enorme pendiente rocosa que empezaba donde terminaba el ancho de la carretera. Un despiste y…

Comenzó a hablar sin parar de astronomía, de estrellas y de constelaciones, supe por el número de veces que la nombró, que le fascinaba la constelación de Andrómeda. Tras más de una hora parloteando sin parar, dejó de hablar. Me miró de soslayo y su mano se posó sobre mi muslo izquierdo. Se estaba poniendo muy mimoso, emitía soniditos extraños mientras iba escalando centímetros por mi pierna. Le dije que parara el coche. Me miró con odio, pero lo hizo al cabo de unos metros, insultándome cuando me bajé dando un portazo.

En ese momento, al girar la cabeza para ver si venía algún coche que pudiera parar, vi acercarse el autobús en el cual tendría que ir.  Me puse delante e hice señas para que parara. El conductor al verme pisó el freno. Perdió el control del autobús, se salió de la carretera, precipitándose al vacío. Maté a mis compañeros.

Corrí como no lo había hecho nunca hacia el lugar del accidente. Escuché gritos y alaridos de dolor. Aquello era un infierno. Nadie podía saber lo de mi aventura. Así que decidí auto infligirme unos cortes y unos cuantos golpes con unas piedras. Tumbada sobre el arcén esperé la ayuda. Una mariposa se posó sobre mi nariz unos segundos para luego seguir volando hacia donde fuera que tenía que ir. 

Llegó la policía. Un reconocimiento exprés bastó para diagnosticarme una conmoción y subirme a una ambulancia que acababa de llegar. Venían más de camino, acompañadas de los bomberos. Antes de subir vi un reptil en el momento justo que desaparecía reptando tras unos matorrales.

La policía tomó notas de mi declaración, de la sarta de mentiras que les conté. Era la única superviviente. Mi foto salió en las cadenas locales y nacionales de la televisión, así como en la prensa y programas de radio. Me pedían entrevistas que, rechacé amablemente, objetando que no estaba preparada para ello, en realidad los que hablaban por mi eran mis padres. Estaba viviendo una farsa que se estaba haciendo cada vez más y más grande.

Tras un día en el hospital me dieron el alta, a tiempo para asistir al funeral de mis amigos. No podía dejar de sentirme culpable. E incluso podía ver odio en los ojos de aquellos padres desconsolados y rotos de dolor por la pérdida de lo que más querían.

A la vuelta de aquellas vacaciones, decidí hacer las cosas bien y confesarles a mis padres lo que había pasado. Pero antes tenía que ir al cementerio y pedirles perdón a mis compañeros de clase.

Estaba anocheciendo cuando traspasé la puerta de hierro del camposanto. Al cruzar el umbral ésta se cerró de golpe a mis espaldas. Di un brinco por la sorpresa y el miedo que me causó. Los vi. Delante de mí, había quince chavales observándome. Asustada comencé a caminar hacia atrás. Mi espalda se topó con la puerta, cerrada por alguna fuerza desconocida.

Comenzaron a acercarse a mí, mientras repetían una y otra vez:

- ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!

Aquella palabra retumbaba en mi cabeza, volviéndome loca. Los tenía tan cerca que podía sentir sus alientos putrefactos, en mi cara.

Se abalanzaron sobre mí.

 

NO ROBARÁS

 

Lo de robar, comenzó como un juego, siendo un chiquillo. Empezó robando caramelos, gomas, lápices, cosas pequeñas que podía esconder, sin problema, en los bolsillos del pantalón o su cazadora. Ç

Al ir creciendo sus gustos también cambiaron y pasó a robar revistas pornográficas y alguna que otra lata de cerveza. Siempre le había resultado fácil hacerlo así que, el día que lo pillaron, fue una verdadera sorpresa para él. Pero sólo recibió una reprimenda, una semana expulsado del instituto y un disgusto para la buena de su madre.

Por aquel entonces vivían en un pueblo pequeño y todos se conocían. Él tenía un sueño: salir de allí e ir a vivir a la ciudad. Su madre trabajaba en la biblioteca y el sueldo, si bien no era mucho, les ayudaba a salir adelante. Siguió robando, no podía dejarlo, era una adicción para él, no podía pasar sin el subidón que le producía aquel chute de adrenalina corriendo por sus venas, cuando robaba.

Había conseguido algún dinero que guardaba celosamente para el día que se largara de aquel miserable pueblo. Gracias a él, en la ciudad consiguió sobrevivir unos días hasta que encontró trabajo en una cadena de comida rápida. Era un joven amable, bien parecido y hacía muy bien su trabajo. Nadie lo conocía. No le costó adaptarse.

Le gustaba pasear por la ciudad, ver los lugares donde sería más fácil hacerse con lo ajeno y sobre todo le gustaba vigilar a la gente. Era metódico y paciente. No lo volverían a pillar, de eso estaba más que seguro.

Un día, la madre de su jefe murió. Acudió al tanatorio a dar el pésame. Nunca había estado en un entierro en la ciudad. En su pueblo no había lugares como aquel, se velaba el cuerpo en la casa del fallecido. La caja estaba abierta. Se acercó para ver el cuerpo que descansaba en ella. La señora era muy mayor. Había muerto mientras dormía. Llevaba varios anillos en sus dedos y una cadena adornaba su arrugado cuello, todos eran de oro. Le pareció la idiotez más grande que hubiera visto jamás, enterrar a alguien con sus joyas, pudiendo sacar partido de ellas, sobre todo económico. Acompañó a su jefe y su familia al cementerio donde enterraron a la anciana. Tras el entierro alquiló un coche, compró una pala y esperó a que oscureciera. Saltó la verja de hierro del camposanto y cavó la tumba de la madre de su jefe. Le resultó fácil, era joven y estaba en forma. Abrió el ataúd y sin ningún reparo le quitó las joyas a la difunta. Volvió a colocar la tierra en su sitio y se largó de allí.

A partir de ese día, en su tiempo libre, visitaba las funerarias de la ciudad.  Nadie se fijaba en él. En una de ellas, hasta le dieron el pésame, pensando que era el nieto del fallecido. Observaba los cuerpos que descansaban en sus cajas Si había joyas iba con la comitiva al entierro, sino había nada interesante, se largaba. Moría mucha gente cada día y a veces “trabajaba” varias noches seguidas.

Un día se encontró sólo, no había nadie en aquella sala donde estaba expuesto el difunto, un señor muy mayor, podría tener cien años tranquilamente, teniendo en cuenta la cantidad de arrugas que surcaban su cara. Le preguntaron si era de la familia. Él nervioso, no supo que decir. El dueño de la funeraria lo miró con compasión y le dijo que su abuelo había dejado todo pagado y listo para su entierro. Respiró con verdadero alivio. Se fijó en su “abuelo”. Llevaba un reloj en la muñeca de su mano izquierda. Brillaba mucho. Podría jurar que era de oro. Escuchó pasos tras él y fingió que lloraba, se le daba bien fingir. El de la funeraria, se acercó al difunto, le sacó el reloj y se lo entregó a él, diciéndole que era suyo, sería un grato recuerdo de su abuelo ¡No lo podía creer! ¡No tendría que cavar para obtenerlo! Lo observó embelesado. Pesaba mucho. Era de oro seguro, le darían un dineral por él. Se dio cuenta de que no funcionaba. Se había parado a las 12. No importaba, pensó, se lo comprarían de igual manera. Se fue a su casa. Pasó la tarde limpiando e intentando ponerlo en hora, sin conseguirlo.

Se despertó con el sonido del móvil. Era una llamada. Miró la hora. Siete de la mañana. ¿Quién lo llamaba un sábado tan temprano? Logró emitir un “hola” somnoliento.

Escuchó una voz lejana, ronca, desagradable que le decía:

- ¡Devuélveme el reloj!

Se levantó de un salto de la cama, soltando el teléfono que tenía entre las manos, a causa del terror que lo invadió de pies a cabeza.

El teléfono volvió a sonar. El mismo número desconocido.

- ¡Devuélvemelo!

Quien estuviera haciendo aquellas llamadas de mal gusto se iba a quedar con las ganas de tenerlo, porque no pensaba deshacerse de él. Se vistió a toda prisa y cogió el reloj con la intención de venderlo cuanto antes.

Por primera vez desde que se lo había dado el de la funeraria se lo puso en la muñeca. Entonces sucedió. Se sintió aturdido, mareado, la habitación empezó a girar a su alrededor. Cayó tendido en el suelo mientras múltiples imágenes iban pasaron por su cabeza como si fuera una película. Imágenes cada vez más y más desagradables. Veía un hombre atando y amordazando mujeres muy jóvenes, casi unas niñas, para luego violarlas y matarlas a sangre fría. Había un detalle, aquel hombre llevaba un reloj igual que el que tenía. Y pudo ver la hora que marcaba.

Se despertó bañado en lágrimas y sudor. Tenía que llamar a la funeraria y preguntarles quién era ese hombre aun sabiendo que, su mentira quedaría al descubierto. Cogió el móvil, se había quedado sin batería. Tenía el cargador sobre la mesilla de noche. Se acercó para cogerlo, pero llegó tarde. Aquel anciano que debería estar metido en una caja, apareció frente a él con el cargador en la mano. Gritó presa del pánico e intentó huir, pero el viejo fue más rápido y lo atrapó. Le pasó el cargador por el cuello apretándolo con una fuerza descomunal, impensable en un hombre de su edad.

La policía lo encontró colgado de la lámpara de su dormitorio. En el informe escribieron la palabra, suicidio. Hora de la muerte: 12 de la mañana.

 

 

sábado, 18 de septiembre de 2021

VISITA AL CEMENTERIO

 

La gente utilizaba un vehículo motorizado para viajar o moverse de un lado a otro de la ciudad. El padre de nuestra protagonista iba siempre en moto, de un lado para otro. Esa pasión por las dos ruedas se había despertado en él desde la más tierna infancia. Y esa locura por las motos lo llevó a una muerte prematura, cuando su pequeña apenas tenía tres años.

Desde entonces, su esposa le llevaba flores al cementerio todos los domingos y siempre iba acompañada de su hija. A la pequeña le encantaba ese día porque su madre, antes de entrar en el camposanto, le compraba una bolsa de golosinas con mucho azúcar para que se entretuviera, mientras ella colocaba las flores en la tumba de su esposo y rezaba. Años después la niña seguía acompañando a su madre, cada domingo, al cementerio. Después de tanto tiempo yendo, sabía caminar por los laberínticos pasillos del camposanto, sin perderse. Desde que la descubrió, visitaba una tumba de alguien que había nacido en Noruega, por una simple razón, allí descansaba un niño que había muerto a los seis años, la edad que tenía ella ahora. Robaba una flor, del ramo que compraban para su padre y la depositaba sobre aquella pequeña tumba.

Un domingo, su madre se puso enferma, tenía mucha fiebre y el médico le recomendó que no saliera de casa y menos con el tiempo tan desapacible que hacía, temperaturas muy bajas y un cielo encapotado que presagiaba lluvia. La niña se entretuvo viendo un rato la televisión, pero le parecía que aquel domingo no era como los demás, la costumbre de ir al cementerio se había arraigado en ella más de lo que cabía esperar. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta de la habitación de su madre para comprobar que ésta seguía durmiendo, se puso unas botas de agua, un chubasquero con capucha y salió a la calle en dirección al camposanto. Ese día no llevaba flores, pero sí una figura de barro con forma de corazón, que había hecho en clase de manualidades. La depositó sobre la tumba de su padre y se quedó en silencio unos minutos. Un carraspeo le hizo girar la cabeza sobresaltada. Detrás de ella había un hombre, muy mayor, vestido con un traje de aguas y unas botas que le llegaban hasta el muslo. Ella lo miró detenidamente y le preguntó:

- ¿Quién eres?

-Un pescador –le respondió el hombre.

- ¿Y qué haces aquí? –le preguntó ella.

-Vivo aquí -le respondió el hombre- y te voy a contar un secreto, echo mucho de menos el mar.

- ¿Y por qué no vas a verlo? –le preguntó la niña con curiosidad.

-Porque no puedo salir de aquí –le respondió el anciano.

La niña le iba a responder cuando de un panteón abandonado, a pocos metros de donde estaban, surgió la voz de un hombre que les decía.

-Pensé que hoy no tendríamos visitas, cuando llueve no suele venir mucha gente – Iba hablando a medida que se iba acercando a ellos. Era un hombre de unos treinta años, alto y con la tez muy morena. La niña se fijó en un detalle en el aspecto de aquel joven que le llamó mucho la atención, llevaba una cuerda atada al cuello.  –Levantó la cabeza dejando que la lluvia empapara su cara- El agua siempre es refrescante- comentó mientras esbozaba una sonrisa que a la pequeña le pareció muy siniestra.

El hombre siguió hablando y hablando, parecía que le habían dado cuerdo o algo así. La niña sonrió al acordarse de una expresión que utilizaba su madre cuando alguien hablaba mucho “no deja de hablar ni debajo del agua”

- ¿Se puede saber el motivo de tu sonrisa, jovencita?  –le preguntó aquel hombre en tono amenazador

El pescador salió en su defensa

- ¡Déjala en paz!, y vuelve al lugar de donde has salido

-Volvería si me diera la gana –le respondió. Al cabo de un rato dijo en voz más baja- echo de menos rezar en una mezquita.

- ¡Cállate o despertarás a todos! –le gritó el pescador

Un niño, con la tez muy blanca y el pelo muy rubio, casi blanco, se unió al grupo. Se acercó a la pequeña que estaba entre los dos hombres y le dijo.

-Gracias por la flor que pones todos los domingos sobre mi tumba. Hace mucho tiempo que nadie viene a visitarme. –Había lágrimas en sus ojos.

La niña comprendió de quien se trataba. Le daría un caramelo, pero hoy su madre, por razones evidentes, no le había comprado. Entonces tuvo una idea.

- ¡Qué os parece si nos vamos de aquí! –les propuso a los tres

- ¿Qué tienes en mente, pequeña? –le preguntó el joven

-El señor pescador quiere ver el mar, tú quieres ir a rezar a una mezquita y mi amigo quiere chuches ¿a que sí? –le preguntó al niño.

-Siiiii -respondió muy contento.

- ¡Pues vamos! –les apremió.

-Es indeclinable esta invitación, señorita -le dijo el joven con la cuerda al cuello.

Y los cuatro se encaminaron hacia la salida. Al llegar a la puerta del cementerio, el pescador, el joven y el niño se pararon.

- ¿Qué os pasa? –les preguntó la niña.

-No podemos salir de aquí si alguien no nos invita a hacerlo. –le respondió el pescador.

Ella les invitó a hacerlo. Cuando los cuatro cruzaron la puerta, la pequeña les preguntó:

- ¿Y cómo haréis para volver?

Se miraron entre ellos y no pudieron menos que sonreír. Fue el niño quien le respondió:

-No volveremos a entrar. Y se desvanecieron entre las sombras del atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 13 de septiembre de 2021

LA RESPUESTA

 

Se encontraba solo y perdido en aquel pueblo abandonado, sin saber ni el cómo, ni el por qué estaba allí. Miró a su alrededor. Vio desolación y caos. Las casas, que alguna vez habían albergado en su interior a alguna familia, ahora eran ruinas cubiertas de vegetación. Comenzó a caminar sin rumbo, esperando encontrar a alguien que pudiera responder las múltiples preguntas que se agolpaban en su garganta. Vio la iglesia con un campanario que albergaba en su interior una vieja campana que permanecía inmóvil y silenciosa, sabiendo que nadie acudiría a su llamada. Detrás un viejo cementerio abandonado, cubierto de matojos y zarzas. En la vieja verja de hierro oxidada de la entrada, había unas letras grabadas que rezaban: Cementerio de Talos. La verja cedió al empujarla levemente con la mano, emitiendo un sonido agudo y estridente. Vio una figura arrodillada ante una tumba. Caminó hacia ella. Se trataba de una joven, delgada, con una larga melena rubia recogida en una coleta. Llevaba puesto una blusa roja y unos vaqueros. Se colocó a su lado. La tumba correspondía a una mujer que había muerto con tan solo 25 años, se llamaba Marta. Ella lo miró, el hombre vio pena y dolor en aquellos grandes ojos azules y sintió unos deseos desmesurados de abrazarla. “Esta es la respuesta a tu pregunta”, le dijo con voz temblorosa.

- ¡Cariño, cariño! ¿estás bien? –le preguntaba la mujer sentada a su lado, mientras lo zarandeaba ligeramente para que reaccionara.

El hombre, como salido de un trance, la contempló unos instantes, luego miró a su alrededor, confundido y desconcertado. Estaba en una cafetería. Su mujer lo contemplaba con verdadera preocupación

-Estoy bien –le respondió, intentando calmarla, pero pudo ver en su mirada que no lo había conseguido.

Tenía algo entre sus manos. Era la tarjeta de un detective privado. Sus padres habían muerto en un accidente de tráfico, hacía menos de un mes. Al leer el testamento se había enterado de que era adoptado. Aquella tarjeta se la había dado un amigo suyo. Al parecer era el mejor si querías buscar a alguien del pasado. Pero él sabía que ya no lo necesitaba. Sabía dónde encontrar sus raíces.

Una camarera se acercó a la mesa, el hombre pidió un café con dos terrones de azúcar, regalándole su mejor sonrisa.

 

 

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...