El mundo se despertó aquella mañana con la misma noticia
en todos los canales de televisión.
Un gran terremoto había asolado la tierra que vio nacer a
Mahoma. La Meca quedó arrasada. Los viejos chamanes y hechiceros del todo el
mundo, conocedores de los viejos dioses y tradiciones antiguas auguraron una
nueva era. Una era donde la oscuridad gobernada por el oscuro, regiría el
mundo.
La piedra negra que se
levantaba en la playa entre la Meca y Medina, la cual era objeto de
veneración en honor a la diosa Manat, desapareció.
Al lado del ayuntamiento
había una zapatería que había estado abierta por décadas y que, tras la
jubilación del dueño, hacía más de un año, permanecía cerrada. Una mañana del
mes de julio, los vecinos se levantaron con la noticia de que un nuevo negocio abriría
en breve en aquel local.
Una semana después una
modista abría sus puertas.
La primera clienta fue la
mujer del alcalde. Una señora corpulenta, parlanchina entró, esperando sacar la
mayor cantidad de información posible sobre la propietaria, para luego contarlo
en el club de amas de casa que se reunían todos los lunes en el casino. No sacó
mucha información, la costurera, una joven muy atractiva, demasiado para su
gusto, pensó la esposa del alcalde, era más bien reservada con sus cosas, pero
sí daba pie a que le contara todas las habladurías y chismorreos que conociera,
jurando que de su boca no saldría una palabra. Sabía escuchar. Y aquello le
agradó a su nueva clienta que en menos de una hora la puso al día de aquellas
noticias que no salen en los diarios pero que formaban parte de la vida
cotidiana de los vecinos del pueblo.
Al día siguiente le
entregó un vestido que a ojos de aquella oriunda mujer era la viva imagen de la
perfección y según sus palabras le quitaba más de 20 kilos de encima y otros
tantos años. La noticia corrió como la pólvora por el pueblo y en menos de una
semana ni una sola mujer que viviera allí no había pasado ya por la tienda de
costura.
La joven comenzó a regalar
con las prendas confeccionadas un colgante con una pequeña piedra negra.
Sus clientas salían encantadas
con sus vestidos bajo el brazo y el regalo en su cuello.
Pero no todas eran
merecedoras de aquel agasajo.
Un día una jovencita, la
hija del panadero, una muchacha de unos 15 años cuando fue a recoger un vestido
para su hermana vio que la costurera, no le regalaba aquel colgante del que
todas las mujeres del pueblo hablaban. Se lo hizo saber.
La modista le respondió:
-Si quieres uno se lo
pides a Dios –dicho lo cual, se dio la vuelta y se puso a coser un vestido,
dando así por finalizada la conversación.
Salió de allí algo asustada por la contestación de la
modista. Y dicha preocupación no se disipó de su mente aun cuando llegó a casa.
Dejó el vestido en una silla del salón y subió a su habitación. Rebuscó en
internet información sobre piedras negras. Encontró varias, pero una de ella le
llamó la atención. Hablaba de una diosa llamada Manat, vio una foto y era
clavada a la de la modista. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Siguió
leyendo:
El nombre «Manat» deriva
de las palabras árabes ma'niyya y manum, que
significan ‘muerte’, ‘destino’ y ‘tiempo’.
Se la adoraba bajo
la forma de una piedra negra que se levantaba en la playa entre la Meca y
Medina.
Hacía unos meses que un terrible temblor había azotado esa zona. Y algo había
leído de la desaparición de una gran piedra negra, a la cual se veneraba en su
honor.
Aquello no le gustó lo más mínimo.
Su madre tenía aquella piedra, su hermana también, colgadas del cuello.
Casi todas las mujeres del pueblo, excepto las niñas y algunas de sus amigas. Y
no solo eso por lo que sabía también pasaba con los hombres, casi todos los
hombres adultos lo llevaban, exceptuando los más jóvenes y niños.
Efectivamente la diosa Manat, que había adquirido la forma de costurera, haciéndose
llamar Sara en el mundo de los mortales, tenía un plan. Aquellas piedras
negras, salvaguardaban de las enfermedades e incluso de la muerte a las
personas que las portaban. Personas con el corazón impuro, personas que en algún
momento de sus vidas habían pecado. Algunas pensaban que sus actos viles e
inmorales serían enterrados con ellos, pero ella podía ver el alma de los incautos,
de los pecadores.
Se había aliado con el oscuro. Conquistarían el mundo y se apoderarían de
las almas puras. Aquellas que no estaban marcadas con el dedo del pecado.
Pronto comenzaron a crisparse los nervios entre los vecinos. Los que
llevaban al cuello la piedra negra no enfermaban nunca, incluso los más
ancianos parecían recuperar años haciéndose más jóvenes, en cambio los que no
la llevaban colgada del cuello les pasaba todo lo contrario. Mujeres de 20 años
envejecían a pasos agigantados. Las enfermedades tomaban sus cuerpos como si
algo las atrajesen a ellos.
Las agresiones no se dejaron esperar.
Manat decidió la muerte de los puros de corazón, casi todos niños y jóvenes.
La ira, la venganza, la envidia y la rabia al no ser portadores de aquella
piedra, el bien tan preciado que tanto deseaban, agredían a los demás. Estaban
en desventaja. Sus oponentes no morían, ellos sí. Sus almas puras hasta
entonces se tornaban negras como la oscuridad de una noche sin luna y sin
estrellas.