miércoles, 7 de septiembre de 2022

VENENO DE AMOR

 

El día tan deseado para ella, con el que siempre había soñado, había llegado. El chico que le gustaba, Anko, del que llevaba enamorada desde que tenía uso de razón, la había invitado al cine.  Se pasó parte del día buscando una ropa adecuada para la ocasión. Su nerviosismo iba en aumento a medida que se acercaba la hora de la cita.

Mientras se arreglaba soñaba con lugares lejanos, de los que había oído hablar en las novelas románticas que devoraba, repletos de finales felices y encuentros románticos bajo la luz de la luna. Se imaginaba que su historia de amor se asemejaría a los relatados en aquellos libros que tanto le gustaban.

El joven la esperaba frente a su portal. Le dio un rápido beso en la mejilla. Elisa se ruborizó.  Comenzaron a caminar. Él le agarró la mano. Ella dejó que lo hiciera.

A un par de manzanas del cine el joven tomó una calle apenas transitada y poco iluminada. Ella reticente a seguirlo le preguntó el motivo de ir por allí. Él le respondió que llegarían antes si tomaban aquel atajo. Ella no quería llegar antes, quería que los minutos se alargaran en el tiempo para seguir disfrutando eternamente de su compañía. Pero no dijo nada y siguieron caminando.

Un coche se detuvo a escasos metros.

Dos muchachos se apearon de él. Uno la agarró por la espalda al tiempo que le tapaba la boca con un pañuelo. Al poco rato perdió el conocimiento.

Cuando se despertó era de noche. Estaba tumbada entre unos arbustos cerca de un camino de tierra que atravesaba el bosque. Intentó levantarse. Los muchachos apoyados en el coche, bebían y fumaban sin parar de reírse.

El cuerpo le dolía horrores.

Anko se acercó. Ella había conseguido, a duras penas, ponerse de rodillas. Le suplicó que la ayudara a levantarse. Por toda respuesta recibió una patada en la cara. Su cabeza cayó hacia atrás golpeándose de lleno contra una piedra. Antes de morir, mirándole fijamente a los ojos, juró venganza. Exhaló su último suspiro en forma de pregunta: ¿por qué?

Nerviosos al ver lo que había pasado se metieron en el coche con la intención de huir de allí. No llegaron muy lejos. En medio del camino vieron la silueta de un ser monstruoso. Tenía la cabeza de un toro, sin embargo, caminaba erguido sobre dos piernas humanas. Era muy alto, sobrepasaba los dos metros de altura.

Levantó el coche con sus patas delanteras como si de una pluma se tratara y lo lanzó al aire con una fuerza descomunal. En su trayectoria chocaba contra los árboles que había a ambos lados del camino. Éstos fueron cayendo al suelo, uno a uno, como si de palillos se trataran.

Anko logró salir del coche en llamas.  Estaba malherido, pero seguía con vida. Sus amigos no tuvieron la misma suerte. Sus cuerpos se consumieron entre las llamas.

Logró ponerse a salvo al pie de un árbol. Las sirenas de los bomberos se oían todavía lejanas.

Escuchó el ruido de fuertes pisadas. El suelo temblaba a cada paso. Cerró los ojos muerto de miedo. Supo, antes de verlo, que se trataba del monstruo que los había abordado en el camino. Sin embargo, a medida que se iba acercando a él, aquellos pasos iban perdiendo intensidad.

Alzó la mirada y la vio. Era ella. Elisa. Tenía la cabeza ensangrentada y la ropa sucia y desgarrada. Sus ojos carentes de vida, lo observaban detenidamente. Intentó levantarse. Pero tenía una pierna rota.  Gritó desesperado.

-Probarás mi veneno de amor –sentenció ella.

A partir de ese día su vida se volvió un infierno. Tenía pesadillas con aquel monstruo. Revivía cada noche el horror de ver a sus amigos envueltos en llamas entre gritos aterradores de dolor y miedo. Cuando al fin se despertaba, bañado en sudor y con el corazón a punto de salirse del pecho, Elisa estaba allí, acostada junto a él en la cama, mirándolo, con una sonrisa macabra dibujada en su cara.

 

 

miércoles, 31 de agosto de 2022

UN RAMO DE FLORES

 

Sentado en un viejo sillón al lado de la ventana contemplaba la calle desierta a esas horas de la madrugada salvo por la presencia de un par de gatos hurgando en el contenedor de basura. La habitación en la que se encontraba estaba en penumbra. Había encendido su pipa y fumaba tranquilamente sin dejar de mirar a través del cristal. Aquel hombre esperaba a alguien. Sus insistentes miradas a su reloj de muñeca en intervalos cada vez más pequeños, lo delataban. Sobre su regazo descansaba un libro cerrado. En el lomo con letras doradas se podía leer: venenos.

Un ruido en la habitación lo puso en alerta. Se giró. Su mirada se clavó en la puerta.

- ¡Llegas tarde! –le recriminó a la persona que acababa de llegar. Su voz denotaba enfado e impaciencia.

No obtuvo respuesta.

El hombre se puso en pie y se encaminó hacia la sombra situada a escasos metros de él.  La luz mortecina que arrojaban las farolas de la calle sobre la habitación mostraban la silueta de mujer.

-Tienes muy mal aspecto, querida –le espetó mientras con un ademán le señalaba el sillón- sentémonos.

A medida que aquella sombra se iba acercando a la ventana dejaba al descubierto la verdad en las palabras del hombre sobre el aspecto de la mujer. Llevaba un vestido blanco de lino que presentaba manchas de barro y tierra. Su cabello rubio aparecía desmarañado y con restos de hojas.

Ella se sentó en el sillón que había ocupado el hombre. Él lo hizo en el suelo frente a ella.

Sabía que volvería a su lado. Había leído que tras la partida algunas almas volvían pasadas pocas horas de su muerte, sobre todo si buscaban venganza, como suponía que era su caso. Al fin y al cabo, él la había asesinado. Sin embargo, ella había tardado casi dos días en volver. No parecía enfadada. Más bien podía decirse que estaba ida, como si todavía no hubiera asimilado la verdad de su situación.

- ¿Qué me ha pasado? –logró decir la mujer.

El hombre soltó una carcajada al tiempo que agarraba una de las manos frías de la mujer entre la suyas.

-Querida, hace una semana fue tu cumpleaños, ¿lo recuerdas?  –le preguntó el marido.

-Si… -musitó ella dubitativa.

- ¿Recuerdas mi regalo? –le dijo el hombre clavando su mirada en los ojos azules y sin vida de su esposa. Los mismos que años atrás lo habían enloquecido de amor.

-Un ramo de peonías. Dentro había una caja. Recuerdo el collar de perlas. Lo bien que lucía en mi cuello y luego…. –comenzó a divagar ella.

-Fueron mis flores malditas las que acabaron con tu vida. Una semana en la cama entre la vida y la muerte –prosiguió él- con mucha tos, presión en el pecho y luego… no podías respirar. Veo que los recuerdos vuelven a ti, querida. Puse ricina en las flores. Un veneno letal.

-Tú…. –lo miró con ira al darse cuenta de lo que le había pasado realmente. ¡Tú me has matado!

- ¡Bingo! Querida. –le respondió él, eufórico- He salido impune de tu asesinato. Tu cuerpo descansa en el cementerio. Soy viudo a los ojos de dios y de los hombres.

Ella se levantó. Y comenzó a caminar por la habitación. Caminar no era la palabra correcta, ella no caminaba, flotaba de un lado a otro de la habitación. Sus movimientos eran cada vez más rápidos. Estaba visiblemente enfada.

- ¿Por qué? –le espetó a su marido. Había ira y rabia en su voz.

- ¡Oh querida!, me enteré de lo tuyo con mi hermano. ¿Creíais que no me daría cuenta?

- ¿Qué hiciste con él? –le preguntó ella. Su voz ya no denotaba ira, sino miedo.

-Él no corrió tan buena suerte como tú, mi amor. Lo maté y lo enterré en el bosque. Siempre fue un hombre solitario. Nadie lo echará de menos. Todos piensan que está en uno de sus muchos viajes por el mundo.

- ¿Estás seguro de ello? -preguntó ella.

El hombre abrió la boca para responder, pero no llegó a hacerlo. Una estantería repleta de libros cayó sobre él movida por unos brazos invisibles. Antes de exhalar su último aliento pudo ver la cara de su asesino.

La venganza de los amantes se había llevado a cabo con éxito.

 

 

 

 

 

miércoles, 24 de agosto de 2022

MUJER SERPIENTE

 

Esta es la historia de Clarisa, una joven princesa que, acorde a su condición de hija de reyes, su vida estaba ya dispuesta desde el momento justo de nacer.

Clarisa siempre fue una niña inquieta, ansiosa de conocimientos. Disfrutaba horas y horas leyendo en la inmensa biblioteca que tenía en el castillo. Sus favoritos eran los de aventuras y romance. La transportaban más allá de aquellos muros fríos y sombríos y la llevaban a tierras lejanas repletas de duendes y dragones, donde un apuesto muchacho la salvaría de todo peligro.

Un soleado día de primavera, Clarisa salió a pasear por el jardín. Se sentó sobre un tronco caído dispuesta a terminar de leer la novela que se traía entre manos. El crujir de una rama muy cerca de donde se hallaba, la puso en alerta. Tras ese crujir escuchó unos pasos. No le cabía la menor duda de que aquellas pisadas sobre las ramas secas se dirigían hacia ella. Tras el tronco de un árbol se asomó un joven. Eran pocos los muchachos ajenos al castillo que pisaban aquellas tierras. Se ruborizó ante la mirada de aquel joven, poseedor de unos inmensos ojos azules que le recordaban a un cielo despejado de un día de verano. Su sonrisa se asemejaba a los rayos del sol y su pelo era negro como la noche más cerrada.

Aquel fue el primer encuentro de muchos que tuvieron los jóvenes. Tantos que la chispa del amor finalmente encendió la llama del amor en sus corazones.

Una tarde ella apareció a la hora de siempre en aquel tronco caído donde se reunían a diario desde hacía muchos meses. Esperó y esperó, pero aquel joven no hizo acto de presencia. Ella tenía una noticia que darle. El fruto de aquel amor crecía en su vientre.

Los días dieron paso a los meses y nunca más volvió a saber nada de aquel muchacho. El día que nació su hijo, el rey, lo asesinó atravesándole su pequeño corazón con una daga.

Ella, fuera de sí, cogió el atizador de la chimenea y descargó todo su furia y su rabia sobre su padre. El rey logró eludir el mortal golpe cogiendo el atizador con las manos. La joven comenzó a temblar viendo el cambio que se producía en la mirada de su progenitor. Aquellos ojos negros como la noche más oscura, aquella donde residen todos los demonios procedentes del mismísimo infierno, no se parecían en nada a los que ella recordaba. Aquellos ojos tiernos, llenos de bondad y amor con los que la miraba.

Aquel atizador cobró vida en sus manos. Ella no lo había soltado. Notó como una corriente sacudía su cuerpo. La ira y la furia la habían abandonado. En su lugar el miedo tomó posesión de su cuerpo. Sintió que se estaba produciendo un cambio en ella. Sus piernas y sus brazos desaparecían ante su atónita mirada. La trasformación en un ser diabólico se estaba llevando a cabo. Mientras esto se producía vio el cuerpo de su bebé sin vida yaciendo en medio de un gran charco de su propia sangre. Pero aquel bebé…. No era un bebé como tal. Tenía pezuñas en vez de pies y manos. Unos pequeños cuernos sobresalían de sus sienes y su tez tenía cierto color morado que no hacía más que acrecentar su desconcierto.

- ¡Míralo bien! –le espetó su padre- Ese es el engendro que has parido. Has traído al mundo a un hijo de satán.

Ella lanzó un grito ensordecedor, mientras lanzaba al aire una pregunta ¿POR QUÉ?

La transformación estaba llegando a su fin. Ya no era un ser humano. Se había convertido en una aberración. Su cabeza estaba unida al cuerpo de una serpiente.

Se sintió tan vacía que quiso escapar de ella misma. Dio media vuelta y se lanzó al fuego prendido en la enorme chimenea que ocupaba gran parte de la pared del fondo de la habitación. Quedó envuelta entre las llamas mientras éstas la devoraban entre alaridos desgarradores del dolor. Los habitantes del castillo se santiguaban una y otra vez.

Cuando los gritos dejaron de oírse y por fin todos se pudieron relajar un poco pensando que lo peor ya había pasado, una humareda salió de la chimenea. Bajo la mirada atónita del rey aquel humo tomó la forma de una mujer. Abrió la boca del bebé muerto y le insufló humo. Al cabo de un rato el infante comenzó a llorar. Ella lo agarró fuertemente entre sus brazos y desaparecieron por una de las ventanas.

 

miércoles, 17 de agosto de 2022

LA VENGANZA SE SIRVE EN PLATO FRÍO

 

“La venganza se sirve en plato frío” Qué maravillosa frase. A quien se le hubiera ocurrido por primera vez merecía una ovación, pensó la mujer.

Sara llevaba más de veinte años trabajando como enfermera en aquel hospital público. Se había casado con su novio del instituto. Él había realizado los estudios de medicina y ella de enfermería. Se casaron nada más terminarlos y el destino les deparaba también una convivencia profesional. Trabajaban en el mismo hospital.

Pasó el tiempo, tuvieron dos hijos, que ya habían abandonado el nido. El trabajo les iba bien y el matrimonio, aparentemente, también. Pero un día las cosas cambiaron. Su marido comenzó a mostrarse algo huidizo, nervioso, despistado incluso, algo inusual en él, siempre tan seguro de sí mismo. Tenía una agenda personal donde anotaba todo lo que tenía que hacer cada hora de cada día del año. Aquel control de su tiempo rayaba la obsesión. Su extraño comportamiento la alertó.

Todo comenzó el día en que se dejó la agenda en casa. Nunca hasta ese momento le había pasado.

Aquella mañana muy temprano había recibido una llamada que lo había alterado bastante. Ella le preguntó quién había llamado y él le respondió que era del hospital, una urgencia. No tenía por qué mentirle porque con tan solo hacer una llamada ella sabría si le había dicho la verdad o no. Así que no se preocupó. Dio media vuelta en la cama y volvió a dormirse. Pero su sueño fue interrumpido a los pocos minutos. Una compañera de urgencias la estaba llamando. El motivo de dicha llamada era para contarle que su marido había llegado hacía un rato, pero no como médico sino como presunto pariente de una joven que acababa de ingresar por un intento de suicidio. Se había cortado las venas. La rápida intervención de su compañera de piso le salvó la vida.

Con una tranquilidad pasmosa, se levantó, se vistió y se dirigió al hospital. La joven ya había salido de quirófano y descansaba en una habitación privada gracias a la influencia de su marido. En el expediente de la joven él figuraba como su pariente más cercano. Pero ella sabía que aquello era mentira, no la conocía de nada, no era una pariente ni lejana ni cercana. Tras ver las atenciones que le prestaba en la habitación, arrumacos, besos en la boca supo que sus sospechas estaban más que confirmadas. Un retazo de conversación que escuchó tras la puerta entornada fue la guinda del pastel.

-Cariño, hoy mismo se lo digo y nos iremos a vivir juntos. No quiero perderte.

Así que su marido la quería dejar por aquella mujer, joven y guapa, apartándola de su vida como si fuera un trapo viejo y usado. Aquello explicaba su extraño comportamiento en las últimas semanas.

Sintió como la ira, la rabia y los celos, emergían de su interior. Aquel coctel de sentimientos sabiamente mezclados y agitados desencadenarían una potente arma destructiva que haría saltar todo por los aires. Pero qué más le daba. Todo estaba perdido ya, o no.

Salió al aparcamiento. Tenía una copia de las llaves del coche de su marido. Cortó el cable del líquido de frenos y se fue a casa tranquilamente a esperar.

La llamaron unas horas después para decirle que su marido estaba ingresado. Había sufrido un accidente de coche. Estaba en quirófano. Había perdido mucha sangre.

Regresó al hospital. Se puso una peluca para que no le reconocieran y un atuendo de quirófano. Al entrar comprobó el caos que reinaba allí dentro, nadie se fijó en ella, le pidieron que trajera un par de bolsas de sangre para hacerle una transfusión. Así lo hizo. Pero cambió las etiquetas antes. La sangre, su veneno. 

Se fue al baño, se quitó la bata, la peluca y el maquillaje y se encaminó tranquilamente a la sala de espera. Pronto recibiría noticias de su marido.

 

 

 

miércoles, 10 de agosto de 2022

MENTIRAS

 

Era una soleada tarde de verano de un día muy especial para ella. Su cumpleaños. Sus padres habían preparado una gran mesa en el jardín. Sus primos, sus tíos, sus abuelos, sus amigos, todos estaban allí reunidos. Pero aquel no era una celebración cualquiera. Había salido del hospital, hacía menos de una semana, tras someterse a un trasplante de riñón.

Llegó el momento de los regalos. Su padre se acercó a ella y le entregó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo de color blanco con un lazo rojo. Lo abrió. Dentro había una cadena de plata con un colgante en forma de mariposa. Era precioso. Miró a su padre con los ojos llenos de lágrimas y lo abrazó con fuerza. Entonces el cuerpo de su padre se deshacía entre sus brazos mientas escuchaba una voz que decía. “nada es lo que parece”.

Gritó. Había sido una pesadilla, la misma que durante las últimas semanas, la despertaba noche tras noche.

Un mes después de su cumpleaños, habían sufrido un accidente de coche cuando iban de camino al colegio. Ella salió ilesa salvo por algunos rasguños. Su padre había pasado varios días en el hospital hasta que la muerte se lo llevó.

Habían pasado quince años y todavía recordaba con gran nitidez, cada detalle de aquel accidente. Podía sentir la angustia y el miedo que la habían embargado en esos angustiosos momentos.

Sabía que esa noche le costaría volver a dormir. Miró la hora. Las doce y media. Se levantó y se encaminó hacia la cocina a beber un vaso de agua.

Escuchó un ruido a sus espaldas. Pensando que era Juan, su marido, le preguntó si también se había desvelado. Al no obtener respuesta se giró. No había nadie. Estaba sola. Pero había algo sobre la mesa de la cocina. Algo que antes no estaba. Una caja pequeña. Dentro había un colgante. Lo reconoció al instante. Era como el que le había regalado su padre el día de su cumpleaños y que había perdido el día del accidente. Nunca apareció a pesar de todos los esfuerzos que hicieron por encontrarlo. Y ahora… estaba allí delante de ella.

Pensando que había sido obra de su marido, cogió la caja y fue hasta la habitación. Encontró a Juan completamente dormido. ¿Si no había sido él, quién había sido entonces?

Volvió a la cocina. Se sentó y lo contempló durante unos minutos. Reunió las fuerzas suficientes para sacar el colgante de aquella cajita. Le dio la vuelta y allí estaba, la inscripción que había mandado grabar su padre, “Mi gran guerrera. Te quiere, papá”.  Rompió a llorar.

Miles de recuerdos se agolparon en su memoria. Recuerdos que no quería evocar pero que emergían uno tras otros a una velocidad vertiginosa. Comenzó a recordar los días angustiosos que había pasado mientras su padre luchaba por sobrevivir. Y el momento en que el médico le había dado a su madre la fatídica noticia de su fallecimiento.

Recordó que a partir de ese momento todo había sucedido muy deprisa. El ataúd cerrado, y el entierro pocas horas después. Su madre rota de dolor apenas se movía. Dejó de hablar. Sus abuelos la habían cuidado durante los meses posteriores a la muerte de su padre mientras esperaban la recuperación de su madre. Pero la anhelada mejoría nunca llegó. Meses después se quitaría la vida.

A pesar del trauma que había sufrido sus abuelos se volcaron en ella dándole una buena vida y sobre todo mucho cariño y comprensión, acompañándola en cada paso que daba. Nunca se hablaba de su padre en casa. Ella siempre pensó que era a causa del dolor de la pérdida. Ellos habían perdido a un hijo y a una nuera. Era mucho dolor.  Nunca volvió a la casa que había compartido con sus padres.

Y ahora…

Volvió a escuchar otro ruido. Una puerta se cerró. Salió al pasillo.

-Juan, ¿eres tú? –preguntó en un tono entre asustado y enfadado. Porque si su marido la quería asustar lo estaba consiguiendo con creces.

Sintió un fuerte dolor en la cabeza.

Poco a poco, fue recobrando la conciencia. Los recuerdos de lo que había pasado fueron tomando forma, poco a poco, en su memoria. Tenía una hinchazón en la frente. La habían golpeado y ese era el resultado. Se levantó con esfuerzo. Miró a su alrededor. Estaba oscuro. Pero pudo distinguir las siluetas de las tumbas que la rodeaban. No le cupo la menor duda de que estaba en el cementerio. Se sacudió la tierra y comenzó a caminar. A los pocos metros vio una pala que descansaba sobre una tumba. El nombre de su padre estaba grabado en la lápida.

Comenzó a cavar.

Estaba amaneciendo cuando la pala golpeó el ataúd. El golpe le había hecho un agujero.  No le costó mucho arrancar la madera podrida de la tapa, lo suficiente para ver lo que había en su interior. Un montón de piedras. Dentro de ese ataúd nunca hubo un cuerpo.

La habían engañado. Él no había muerto. Su madre se había quitado la vida por una mentira.

Alguien pronunció su nombre al pie del hoyo. Miró hacia arriba. Había un hombre.

Supo que era su padre.

El hombre comenzó a hablar. 

-La guerrera busca en la tumba la verdad –le dijo.

Elisa todavía llevaba la pala en la mano.  

- Espero que me perdones mi pequeña guerrera, por abandonaros a ti y a tu madre. La muerte me acecha y los remordimientos me corroen el alma. Vengo a implorar tu perdón.

Sin pensárselo dos veces le golpeó la cabeza con la pala.  

Luego lo arrojó a la tumba. A su tumba.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 3 de agosto de 2022

MORIR ES OLVIDO

 

No sabía con exactitud el tiempo que llevaba en aquel sitio. Al principio, iban a visitarlo bastante a menudo, una o dos veces al mes. Le llevaban un ramo de sus flores que impregnaba el ambiente con su olor evocándole recuerdos de su casa.

Las visitas se fueron distanciando.  Pasando a ser una vez cada dos meses, luego cada seis y desde hacía un par años sólo iban a visitarlo el día de su cumpleaños.

El tiempo que pasaban con él también se vio reducido a unos escasos minutos, lo justo para dejarle las flores, saludar e irse.

La verdad es que se sentía muy solo en aquel lugar, aunque hubiera más gente allí. Casi todos eran muy amables con él. Encontró gente de su edad, jóvenes que al igual que él había acabado con sus huesos allí de manera prematura.

La última vez que había visto a su hermano gemelo se percató de lo mucho que había crecido. Se había convertido en un joven muy guapo, alto y atractivo. Sus padres habían envejecido bastante y su madre siempre lloraba cuando dejaba sobre tumba el ramo de margaritas blancas que siempre fueron sus preferidas.

Una tarde dando un paseo por los pasillos de aquel recinto, se encontró con un hombre con aspecto de cura, lo había visto varias veces por allí, aunque nunca habían entablado una conversación sólo un ligero movimiento de cabeza a modo de saludo. Siempre iba leyendo el mismo libro que llevaba entre sus manos agarrándolo con fuerza como un tesoro. Al acercarse a él se dio cuenta de que se trataba de la Biblia. Le preguntó amablemente, cómo podría salir de aquel lugar.

El hombre lo miró fijamente, entornó los ojos y le sonrió de una manera casi lastimera al tiempo que le decía.:

-Jovencito, para salir de estos muros has de ir acompañado de alguien que te venga a visitar. Y por lo que veo por las flores marchitas que hay sobre tu tumba, hace mucho tiempo que nadie lo hace.

Soltó una carcajada que resonó en el cerebro del joven como una guitarra desafinada y se alejó.

Faltaban unos meses para su cumpleaños. Tendría que esperar hasta ese día a que vinieran a visitarle para poner en práctica su plan de fuga.

Pero su espera resultó ser más corta de lo que esperaba.

Unos días después hubo un entierro. Un nuevo huésped se alojaría en aquel lugar para siempre, donde dormiría el sueño eterno.

Una joven se acercó a su tumba. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Al principio no la reconoció. Había cambiado mucho. Pero al hablar supo con certeza quién era aquella joven tan guapa que le hablaba. Era Elisa, su novia. 

Le contó que acababa de morir su abuelo. Él conocía bien el cariño que se procesaban el uno al otro y entendió el dolor por el que estaba pasando ella, un dolor desgarrador que con el paso del tiempo se iría calmando.

Luego se puso a hablar, atropelladamente, de lo que le echaba de menos, que todavía no le había olvidado. Aquello le sonó a despedida más que a una declaración de amor.

Un joven se acercaba a ella caminando entre las tumbas. No hizo falta que se acercara mucho para saber de quien se trataba, era mi hermano gemelo. Llegó al lado de Elisa, la agarró por la cintura, la besó en los labios y le dijo que tenían que irse ya. No le dejaron ni una mísera flor, nada. En ese momento se dio cuenta de la cruda realidad, morir es olvido.

Estaba furioso, con todos y con todo. Quería gritar, descargar su enojo sobre ellos. No existía una extensión más grande de dolor que el que sentía aquel joven en aquellos momentos.

Escuchó un ruido.

Al lado de su tumba había un gran ángel de piedra con las alas desplegadas.

Le habló durante unos minutos. El rostro del joven mudó por completo.

El ángel le convirtió en vengador.

Le dijo lo que tenía que hacer.

Se subió a lomos de la joven, su Elisa de antaño.

Fue al atravesar las puertas del cementerio cuando la muchacha comenzó a sentirse mal. Se sentía cansada, le dolía todo el cuerpo y notaba una presión enorme sobre su espalda y sobre todo le costaba mucho respirar.

Su novio llamó una ambulancia que no tardó en llegar.

Mientras se encaminaban al hospital la joven pudo ver su imagen reflejada en una de las ventanas de la ambulancia. Aquello la volvió loca. Tenía unos brazos alrededor de su cuello y la cabeza de un muchacho junto a la suya. Gritó….

 

 

 

viernes, 29 de julio de 2022

EN LA PARADA DEL AUTOBÚS

 

Había sido un día agotador y lo único que deseaba Elisa, más que nada en el mundo, era llegar a su casa, cenar algo e irse a la cama.

El día no había comenzado bien. El coche no arrancó cuando intentó encenderlo. Tuvo que llamar a una grúa. En el taller le informaron que tardarían unos días en arreglarlo, no entendió muy bien de que se trataba el arreglo del que le hablaban porque estaba demasiado agobiada para prestarle la debida atención.

Cogió un taxi. Llegó tarde al trabajo. Su jefe la miró por encima de las gafas cuando entró en la oficina. Aquello no presagiaba nada bueno.

A media mañana cuando se estaba preparando una taza de café, la llamó a su despacho.

Le dijo que tenía que llevar un nuevo caso que había llegado esa mañana. Estaba hasta arriba de trabajo. Pero no dijo nada. No quería tentar a la suerte. Así que asintió y salió con una carpeta baja el brazo y que colocó sobre el gran montón que había sobre su mesa. Tendría que olvidarse del descanso por ese día.

Un rato después de camino al baño un compañero tropezó con ella derramándole el contenido de su taza de café sobre su blusa blanca. El hombre se excusó un millón de veces mientras ella le restaba la importancia que realmente tenía con una amable sonrisa. Trató de quitarse la mancha en el baño sin mucho éxito. Menos mal que ese día no tenía pensado recibir a nadie en su despacho. Pero, aun así, a pesar del calor que hacía, sacó un jersey de uno de los cajones de su escritorio donde lo guardaba para días patosos como aquellos y se lo puso.

Su marido la llamó. Se había torcido un tobillo. Estaba en el hospital. Ella quería ir. Pero él le dijo que en un rato se iría a casa. No era nada grave y que estaba bien. Por causas obvias no podría ir a buscarla a la oficina. Así que, no le quedaba otra alternativa que coger el autobús de regreso a casa porque dos taxis en el mismo día era un derroche excesivo de un dinero del que no disponía.

Sentada en la parada del autobús pensaba en su llegada a casa y soñaba despierta con la ducha de agua caliente que se tomaría antes de cenar. Algo cayó al suelo cuando intentó colocar el bolso a su lado. Era un libro.

Miró a su alrededor por si veía a alguien que lo viniera a buscar al acordarse de que lo había olvidado allí, pero la calle estaba completamente vacía, salvo por un par de coches que circulaban en esos momentos.

Estiró una mano y lo cogió. Parecía pesado. No tenía título. Estaba encuadernado en piel. Presentaba un aspecto deteriorado debido, quizá, por el paso del tiempo y del uso. Las esquinas estaban algo ajadas. No tenía título.

Lo abrió. Las hojas estaban amarillentas y presentaban manchas de humedad.

La primera página estaba en blanco. No había fecha de impresión ni rastro de la identidad del autor.

La siguiente comenzaba diciendo:

-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no vio acercarse a un anciano de aspecto desaliñado y empujando un carrito de supermercado repleto de cachivaches, en su dirección. La joven se dio cuenta de su presencia cuando notó un olor fétido frente a ella. Levantó la mirada….

Elisa dejó de leer porque aquel olor que se describía en aquella página era tan real que hasta podía olerlo.

Alzó la vista y vio a un vagabundo frente a ella sonriéndole, mostrándole una boca carente de casi todos los dientes y los pocos que le quedaban estaban podridos por la falta de higiene. El miedo la envolvió.

Instintivamente agarró el bolso y lo apretujó contra ella.

El hombre no dejaba de mirarla. Ya no sonreía.

-No voy a robarle. Solo quiero unas monedas para comer algo, nada más –le dijo en tono lastimero que la hizo sentirse culpable. Lo que no vio Elisa era el gran cuchillo que escondía en uno de los bolsillos de su holgado y sucio abrigo marrón.

Ella abrió el bolso y le dio un billete. Después de darle las gracias una infinidad de veces desapareció calle abajo. No lo supo, pero se había librado de una muerte segura.

Ya un poco más calmada retomó la lectura.

Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no se dio cuenta de la llegada de uno. Alzó la vista y vio que no era el suyo, pero….

El ruido de un frenazo la hizo levantar la mirada. Frente a ella se había parado un autobús. Se fijó en el número que figuraba en el lateral. No era el que ella esperaba. Las farolas que hasta ese momento habían permanecido apagadas se encendieron de repente arrojando luz sobre los pasajeros que iban dentro.

El libro cayó de sus manos cuando se puso en pie de un salto. Ya no estaba asustada, no, había entrado en pánico total. Lo que vio a través de los cristales eran cuerpos en descomposición, algunos ya esqueletos, otros les colgaban jirones de carne en la cara como si fueran trozos de tela desgarrada

Y lo peor de todo aquello era ver cómo le sonreían.

El autobús de los muertos arrancó desapareciendo de su vista al dar la vuelta a la esquina. Lo que no sabía Elisa es que si se hubiera subido acabaría como ellos.

Elisa estaba muy alterada y sudaba copiosamente. Sacó el móvil del bolso. Tenía que llamar a un taxi, no pensaba permanecer allí ni un segundo más, pero….

La visión del libro en el suelo la hizo reflexionar.

Todo aquello no eran nada más que visiones provocadas por el cansancio que embargaba su cuerpo. Su autobús no tardaría en llegar. Intentó mirar la hora en el móvil, pero éste se había apagado. Intentó encenderlo sin ningún éxito. Parecía que se había muerto.

Intentó calmarse.

Leería un rato más mientras esperaba.

-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no se percató de la presencia de una niña pequeña que la observaba hasta que ésta le tiró de la manga del jersey para llamar su atención.

Elisa se sobresaltó. Alguien le tiraba del jersey. Levantó la mirada y vio a su lado a una niña rubia de no más de siete años que la miraba muy seria. Tenía los ojos rojos de haber llorado y todavía podía ver restos de lágrimas en su pequeña cara pecosa.

Elisa le preguntó si se había perdido. La niña movió la cabeza afirmando.

Le preguntó donde vivía. La chiquita señaló con el dedo al descampado que había tras la marquesina del autobús.

No sabía qué hacer, no quería perder el autobús, no podía llamar a nadie porque el móvil no le funciona y su conciencia le decía que tenía que ayudar a aquella niña pequeña.

Se levantó y le dio la mano a la pequeña. La tenía helada. Le dijo que si tenía frio, ella le dejaba su jersey sin ningún problema. La niña negó con la cabeza. Se pusieron a caminar en silencio.

Escuchó su nombre a sus espaldas. Reconoció la voz que lo pronunciaba. Era de su marido, de Juan.

Había ido a buscarla. Cuando lo vio acercarse a ella se dio cuenta de que no cojeaba y su cara era la viva imagen de la angustia y el miedo. Pero, ¿por qué? Ella estaba bien.

El la abrazó con fuerza. Rompió a llorar.

-Elisa, ¿qué te ha pasado? Hace horas que tenías que estar en casa. Ya no hay autobuses. Has desaparecido todo el día. Llamé a la oficina y me dijeron que no habías ido a trabajar. Llevo todo el día buscándote.

-Pero ¿qué dices? - le respondió ella desconcertada- salí del trabajo hace un rato y me senté aquí a esperar, todavía no ha pasado y ahora me disponía a llevar a esta niña perdida con sus padres.

-Que niña? –le preguntó Juan

La niña no estaba a su lado.

Lo que no sabía Elisa es que si hubiera ido con ella habría desaparecido también, para siempre.

Elisa muy asustada miró a su alrededor, sabía que a ojos de su marido parecía que había perdido la cabeza, pero no era así, había visto a la niña y le había dado la mano, de eso estaba segura, incluso recordaba lo fría que la tenía cuando la cogió. No podía explicar a Juan ni a nadie dónde estaba. No había nadie por la calle. No había ni rastro de la pequeña.

Miró a su marido y le preguntó por qué no cojeaba. Lo último que sabía de él es que había estado en urgencias porque había sufrido un accidente.

Él la miró sin comprender de lo que le estaba hablando. No había tenido un accidente aquel día. No había estado en urgencias.

Ella no entendía nada.

Entonces se acordó de algo.  Se quitó el jersey para comprobar que la mancha de café de esa mañana seguía allí. No había ninguna mancha en su blusa, porque llevaba el pijama puesto y estaba limpio.

Era oficial, se había vuelto loca.

-Espera –le dijo a Juan en un intento de desechar esa posible demencia que parecía cernirse sobre ella inevitablemente- había un libro que empecé a leer mientras esperaba el autobús. Lo encontré en el banco donde estaba sentada. Echó a andar hacia la marquesina, casi corría. Y allí estaba el libro.

Lo agarró entre sus manos como quien coge un trofeo. No estaba loca. Tenía el libro. Pero…

En la portada había algo escrito. Era el título que antes se le había pasado por alto ¿o no?

“Momentos casi perfectos para morir”.

 

 

 

 

 

 

REBELIÓN

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