Pablo, un joven alto y desgarbado de 17 años, era el
sobrino de Víctor Damon, un afamado pintor de retratos muy reclamado en la alta
sociedad francesa. El muchacho se había metido en algunos líos y sus padres
esperando un milagro por parte del pintor lo mandaron a pasar un verano con él.
El hombre vivía en una enorme mansión a las afueras de París.
A su llegada a la estación se subió al coche que lo
estaba esperando y que lo llevaría al que sería su nuevo hogar en los siguientes
tres meses.
Al ver la mansión se quedó estupefacto ante la inmensidad
y la majestuosidad que desprendía aquellos muros de piedra de siglos de antigüedad.
Todo estaba limpio y bien cuidado, eso incluía el gran jardín que la rodeaba.
Se respiraba una gran paz y tranquilidad de la que no estaba acostumbrado. El venía de vivir en un piso ubicado en el
centro de Madrid. Al fondo vio algo que le alegró un poco aquel día de cambios,
un embarcadero. Había una pequeña lancha pintada de rojo atada a un gran poste de
madera.
El chófer ya había bajado las maletas y le pidió,
amablemente, que lo siguiera al interior de la casa.
Por dentro era más impresionante todavía. Los muebles
parecían sacados de una tienda de antigüedades. Enormes lámparas colgaban del
techo. Y numerosos cuadros vestían las paredes. En ellos se veía siempre
retratada a la misma mujer. Una joven pelirroja con la cara muy blanca y cubierta
de pecas. Poseía una belleza deslumbrante y una gran sonrisa. Desbordaba
felicidad y alegría. No conocía aquella mujer. Sabía que había estado casado e
incluso había tenido una hija. También conocía el trágico destino que les había
deparado. Habían encontrado la muerte en un accidente de coche. Éste se había
caído por un precipicio. Nunca encontraron los cuerpos.
Unas enormes escaleras de madera en forma de caracol
ascendían hacia el piso de arriba. Pablo siguió al hombre. Abrió una de las
muchas puertas que había a lo largo del pasillo y lo hizo pasar. Era su
habitación. Le informó que su tío lo vería a la hora de la cena, mientras tanto
podía darse una vuelta por la casa y los jardines.
Así lo hizo hasta que de un viejo reloj sonaron nueve
campanadas que retumbaron por toda la casa. Pasó a un gran comedor donde su tío
lo esperaba sentado a la cabecera de una mesa.
Lo recordaba más joven. Hacía unos cinco años que no lo
veía. Solía visitar a su hermana, su madre, dos o tres veces al año, hasta que
un día dejó de hacerlo. El día que murieron su mujer y su hija. El día que
compró aquella mansión.
Su tío seguía siendo el hombre hablador que recordaba.
Parecía muy contento de tenerlo allí. Pablo le habló de sus padres, de sus
estudios y de sus expectativas de futuro.
Él le sugirió que podía ayudarle en su estudio. Limpiaría
los pinceles, iría a la ciudad a comprar el material que necesitaba y cosas
así. El joven aceptó de buena gana.
A la mañana siguiente se presentó en el estudio de su tío.
Estaba en la última planta, a la cual se accedía por las mismas escaleras que
las que daban a la primera, donde estaban los dormitorios. Pero había algo
inusual. Una puerta roja al final de las escaleras. La empujó y está se abrió
lentamente emitiendo quejumbroso gemido.
Se quedó perplejo cuando entró. La última planta estaba
libre de tabiques. Era diáfana. La luz entraba a raudales por los ventanales.
Estaban llena de cuadros, casi todos tapados con sábanas blancas,
excepto uno de ellos que era en el que estaba trabajando su tío.
Su tío dejó el pincel y se acercó a él. Le enseñó el
lugar mientras le daba instrucciones de lo que tenía que hacer. Cuando llegaron
al fondo Pablo vio que había una parte oculta tras una cortina carmesí. Al ver
el interés que aquello suscitó en su sobrino el pintor se apresuró a decirle
que nunca, bajo ningún concepto corriera aquella cortina.
El joven asintió con la cabeza. Al tiempo que miraba
fijamente a los ojos de su tío. Unos ojos negros y penetrantes que parecían atravesarle
el cuerpo de parte a parte. Su mirada le asustó y tartamudeando logró decirle
que no lo haría. El pintor le respondió que sí lo hacía le infringiría un gran
castigo. El joven al escuchar aquello y viendo donde estaba se imaginó que en el
sótano de aquella vieja casa tendría un buen surtido de aparatos de tortura.
Los días fueron pasando en total tranquilidad. Le gustaba
ayudar a su tío e incluso comenzó a hacer pequeños bocetos. Su tío al ver el
interés del muchacho comenzó a enseñarle algunas técnicas de dibujo.
Una noche escuchó ruidos en el exterior. La risa de unas
mujeres rompía el silencio nocturno. Se asomó a la ventana. Habían llegado en
el mismo coche que lo había traído de la estación varios días atrás. El chófer
las estaba llevando hacia la casa.
A la mañana siguiente subió al estudio de su tío como siempre.
No había rastro alguno de las muchachas.
Su tío había comenzado un cuadro nuevo. En él se veían a dos
jóvenes, una con el cabello muy rubio, casi blanco y otra con el cabello negro
como el azabache. Sonreían. Una imagen acudió a su mente, como un flash. La
chica rubia era idéntica a la que había visto la noche anterior bajar del
coche. Lo sabía porque ella había mirado hacia su ventana y bajo la luz de las
farolas la había visto perfectamente.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, a pesar de la
temperatura en aquel lugar rondaba los 30 grados. Las ventanas estaban
abiertas. Una ligera brisa movía ligeramente la cortina carmesí del fondo. Le
pareció ver un pie asomando. Aquello no era posible. Allí, según le había dicho
su tío, había retratos terminados. Encargos por entregar.
Esa noche la cena se realizó en total silencio. Su tío no
estaba muy hablador. Quizá preocupado por su nuevo cuadro o cualquier otra cosa
que le rondara por la cabeza. El muchacho respetó aquel silencio. Al terminar
se fue a dormir. Su tío hizo lo propio y se fue a su cuarto que quedaba a dos
puertas del suyo.
A medianoche escuchó unos ruidos en el piso de arriba. Se
despertó asustado. Salió al pasillo. Allí se oían con más intensidad. Le
extrañaba que su tío no se diera cuenta. Tocó en la puerta de su habitación y
entró. El hombre estaba completamente dormido. Sus ronquidos lo delataban, así
como, una botella de whisky vacía sobre su mesilla de noche.
A parte de él y su tío nadie más vivía en la casa. El
personal acudía a primera hora de la mañana y se iban al oscurecer.
Subió despacio las escaleras. La puerta de acceso al
estudio estaba abierta de par en par. Buscó el interruptor de la luz. Cuando
las lámparas se encendieron, entró.
El ruido venía del fondo. El ruido procedía de detrás de la
cortina carmesí.
Éstas se movían descontroladas como si una fuerte brisa
las impulsara. Pero las ventanas estaban cerradas.
- ¿Quién anda ahí? –preguntó intentando que su voz no
delatara el miedo que le embargaba.
Nadie respondió. Se hizo el silencio.
Siguió caminando en aquella dirección. Alzó la mano para
correr la cortina, aun sabiendo que lo tenía prohibido.
Su mano quedó suspendida en el aire cuando escuchó unas
risas. Una de ellas era la de una niña.
Retrocedió. Estaba aterrado.
Las diabólicas rascaron la cortina carmesí.
En pocos segundos quedó hecha jirones.
Entonces lo vio.
Dos muchachas tumbadas en una gran cama. Tenían puestas
unas vías en sus brazos delas cuales salían unos tubos llenos de sangre. Dicha
sangre iba hasta unos grandes cubos de los cuales una mujer y una niña pequeña,
ambas pelirrojas, bebían con un ansia desmesurada.