Elisa estaba tomando una taza de café en la cocina,
cuando sonó el timbre de la puerta. Se preguntó quién era. No esperaba visita y
menos un sábado por la mañana tan temprano.
Al abrir la puerta se encontró a un hombre de unos
treinta años, alto, delgado, moreno y muy guapo. Vestía un traje negro, camisa
blanca y una corbata morada. Llevaba un maletín de cuero marrón en su mano
derecha. Se presentó como Juan González mientras le tendía una tarjeta la cual
le indicó a la mujer que estaba frente a un abogado.
—Usted es Elisa Moreno ¿verdad? –le preguntó.
Al ver la incertidumbre dibujada en el rostro de Elisa el
hombre le indicó que su visita estaba relacionada con la reciente fallecida
Juana Rey.
Al escuchar aquel nombre las lágrimas acudieron raudas y veloces
a los ojos de Elisa nublándole la vista. Hizo un ademán con la mano indicándole
que entrara porque las palabras antes de ser pronunciadas se ahogaban en su
garganta como náufragas en un mar de pena y tristeza.
El hombre entró. La casa olía a café recién hecho. Elisa
le ofreció una taza que el hombre no rehusó.
Sentados ante la mesa de la cocina delante de unas tazas
humeantes Elisa, sin andarse con rodeos, le preguntó cuál era el motivo de su
visita.
El abogado colocó el maletín sobre la mesa y sacó un
sobre de su interior.
—Mi padre era el abogado de la señora Juana Rey fallecida
recientemente. Digo era, porque murió repentinamente hace unos meses, con lo
cual ahora llevo sus casos y entre ellos los de la fallecida. Sé que se
conocían desde hacía muchos años. Mi padre y ella eran muy buenos amigos una
amistad que comenzó en el colegio y que perduró siempre, aunque sus caminos
tomaron rumbos diferentes siempre estuvieron en contacto.
El hombre le tendió el sobre a Elisa. Escrito a mano pudo
leer: «para Elisa Moreno» Ella reconoció aquella letra al instante como la de
la mujer, grande, con trazos firmes y ligeramente curvada.
—Las órdenes eran claras, esta carta le sería entregada a
usted a su muerte –hizo una pausa y continuó- no es el único motivo porque el
que estoy aquí.
Elisa lo miró confundida.
—Verá la señora Juana Rey la hace única heredera de todas
sus propiedades –Sacó un fajo de papeles de su maletín y se los entregó a la
mujer- aquí está su testamento para que lo lea con calma. Pero se lo puedo
resumir. La fallecida tenía una cantidad bastante considerable de dinero en el
banco, así como dos pisos en la ciudad y una casa de campo en la costa. Todo es
suyo. Lo único que necesito es su firma indicando que está conforme y en unos
días podrá tomar posesión de la herencia.
Al ver la indecisión de la mujer el abogado le indicó:
—Si quiere, también puede pasar por mi despacho el lunes
por la mañana en la dirección que aparece en la tarjeta y leer con calma el
testamento y la carta que le he dado durante este fin de semana. No hay
problema. Sé que es mucha información y que necesita tiempo para asimilarla.
También puede llamarme, a cualquier hora, por si le surge cualquier pregunta.
Elisa le dijo que a primera hora de la mañana del lunes
se presentaría en su despacho. El hombre se despidió y se fue. Elisa se quedó
en la puerta hasta que el coche del abogado desapareció calle abajo.
Al cerrar la puerta se dio cuenta de que llevaba la carta
en la mano. Entró y fue al salón. Se sentó en el sofá abrió el sobre y se
dispuso a averiguar lo que las dos hojas de papel que Juana Rey había escrito a
mano le querían decir.
Mi querida Elisa:
En primer lugar, quiero decirte que el año que estuve a
tu cuidado fue uno de los más felices de mi larga vida. Cuando el alzhéimer
entró a formar parte de mi vida, dispuse todo con mi abogado, el señor Arturo
González, gran profesional y sobre todo gran amigo, para poder trasladarme a
este centro porque ya no podía hacerlo por mí sola. Esta carta le he escrito
con su ayuda porque cada día que pasa mis ratos de lucidez son más efímeros.
Cuando te vi aparecer por primera vez en mi habitación
trayéndome la medicación, supe de inmediato que eras tú. Que el destino te
había puesto en mi camino en la recta final de mi vida. Tuve que contener el
enorme deseo de abrazarte que sentí en esos momentos. Pero no quería
asustarte. Pronto congeniamos, teníamos
muchas cosas en común. Yo también había sido enfermera y aunque la enfermedad
me estaba quitando vivencias de mi vida, todavía conservaba unas cuantas que
pude compartir contigo. Tú me escuchabas con atención, recelosa y tímida en un
primer momento, no te culpo, el resentimiento y la falta de respuestas a muchas
preguntas que rondaron por tu cabeza a lo largo de tu vida te hacían mantenerte
reticente, pero aquel muro infranqueable del que te habías rodeado fue cayendo,
casi sin darte cuenta y los últimos meses pudiste ser la verdadera y genuina
Elisa conmigo.
Aunque nunca lo dijimos sabíamos la verdad y que aquel
encuentro no había sido casual. Tú lo habías dispuesto así. Y de doy las
gracias por ello.
Te fui dando las tan ansiadas respuestas a las preguntas
que te atormentaron durante toda tu vida, sobre todo al saber que la mujer que
te había criado no era tu propia madre. Te conté mi historia que venía siendo
la tuya. Al ser la mayor de cinco hermanas mis padres, al cumplir los dieciséis
años, me buscaron una casa en la ciudad donde servir y así poder ayudarles
económicamente. También te hablé de la violación del señor y cómo al dar a luz
se quedaron con mi bebé (su esposa no podía tener hijos) y me echaron de allí.
No pude volver a casa después de aquello, mi padre no me lo permitió, había
deshonrado a la familia. Encontré otra casa en otra ciudad. Trabajé el tiempo
suficiente para ahorrar y hacer los estudios de enfermería. Trabajaba de día y
estudiaba de noche. Cuando conseguí el título pronto conseguí trabajo, eran
tiempos de guerra y toda ayuda era poca. Aquellos meses en el frente marcarían
mi vida para siempre, pero me abrieron muchas puertas.
La guerra terminó, los años fueron pasando y mi
estabilidad económica mejoró considerablemente. Entonces decidí buscarte y traerte
conmigo. Pero me encontré con la realidad. Tu padre había muerto dejándoos a ti
y a su mujer en una situación muy precaria a causa de las deudas de juego que
había ido adquiriendo con el paso de los años. También vi el afecto y el gran
cariño que le tenías a aquella mujer que para ti era, al fin y al cabo, tu verdadera
madre. Vi lo unidas que estabais y que no podía separaros. Ella sólo te tenía a
ti. De forma anónima os empecé a enviar
dinero y vuestra vida fue mejorando.
Años después cuando ella falleció intenté volver a contactar
contigo, pero tú ya tenías tu familia. Un esposo y una hija preciosa. Habías
conseguido lo que yo nunca pude, una familia. Y me alegré mucho por ti.
Años después cuando tu esposo murió, en aquel fatídico
accidente de tráfico, te abracé en el cementerio el día de su entierro. Me
miraste y pude ver algo en tus ojos, un reconocimiento fugaz que duró sólo unos
instantes, pero que para mí fue suficiente para llenar mi corazón de alegría.
Sé que aquel día cuando entraste en mi habitación sabías
que yo era tu madre biológica, al igual que yo supe que tú eras mi añorada hija.
Nunca nos lo dijimos, pero aquel secreto entre ambas, aquel secreto que
compartíamos, nos unió con un lazo que se iba estrechando con el paso del
tiempo. Sé que no me guardas rencor, lo veo cada día en tus ojos cuando me
miras y me sonríes.
Por eso me muero feliz porque durante todo este tiempo
que estuvimos juntas pude ver en la buena persona en que te has convertido, en
la gran madre que eres y estoy muy orgullosa de ti. Nunca me casé ni tuve más
hijos porque mi corazón y mi alma te lo entregué en el mismo momento que te
traje al mundo. Mi vida giró siempre a tu alrededor y aunque no pude darte el
amor de una madre, puedo darte ahora una estabilidad económica para ti, para tu
hija y para tu nieto que viene de camino porque tu vida tan poco fue fácil.
Te quiero mucho.
Juana Rey
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