Había salido a tomar
unas copas con la gente de la oficina, para celebrar mi recién estrenado
ascenso. La noche transcurrió sin novedad. Allí estaban casi todos mis
compañeros, alegres por mi merecido logro, esperado durante muchos años.
Al día siguiente era
sábado, no había que trabajar, pero decidí retirarme en una hora que consideré
prudencial, porque aquellas copas me habían dejado un poco tocado y tenía un
largo trayecto hasta casa, intuía que a esas horas de la madrugada se
presentaría tranquilo, sin mucho tráfico por la carretera que conducía a mi
casa. Craso error.
Me despedí de cada
uno de ellos, con la promesa de volver a vernos en la oficina el lunes por la
mañana y salí al aparcamiento del restaurante donde estábamos, en busca de mi
coche.
Como ya me había
imaginado, el regreso a casa, por lo menos los primeros kilómetros, se presentaron
tranquilos, pocos coches circulando por aquella carretera.
Aquello hizo que me
relajara y decidí cambiar la emisora de la radio que tenía sintonizada, a una
con música variada, para mantenerme despierto y no adormecerme ante el volante.
No estaba borracho, pero si algo mareado. No circulaba a gran velocidad, aunque
también he de confesar que alguna que otra vez, sobre todo en alguna recta, hundía
bastante el pie en el acelerador.
Dejé de mirar la
carretera durante unos instantes, mientras cambiaba de emisora, cuando levanté
la mirada pude ver una figura cruzaba corriendo, delante del coche, era
pequeña, parecía un animal, tal vez un conejo, una comadreja….
No me dio tiempo de
frenar y sentí como impactaba en el coche. Frené a escasos metros, nervioso,
confuso, mirando por el retrovisor, pude ver que allí postrado en medio de la
carretera había un bulto, estaba inmóvil.
Desabroché el cinturón
de seguridad que llevaba puesto y me bajé del coche. Las piernas me temblaban a
causa del nerviosismo que me embargaba.
Me acerqué despacio
hacia aquel bulto en medio de la carretera y comprobé que se trataba de un
perro, no muy grande, no entendía mucho de razas de perros, pero creía que se
trataba de un cocker de pelaje marrón y blanco. Me arrodillé en el suelo junto
a él, mis sospechas se hicieron realidad al comprobar que no respiraba. El atropello
había sido mortal.
Lo aparté de la
carretera y lo puse en la cuneta, no se me pasó la idea de que su dueño lo
pudiera estar buscando, aunque a simple vista se veía que no estaba abandonado,
estaba limpio y parecía que lo cepillaban bastante a menudo. Pensé que ya no podía
hacer ya nada por él, así que lo aparté, regresé a mi coche y me fui.
Cuando llegué a casa
me había olvidado por completo de aquel perro. Me metí en la cama y me quedé
dormido casi al instante.
Un par de horas después
de haberme dormido noté que la cama se inclinaba levemente hacia un lado, como
si alguien se hubiera sentado en ella, estiré mi brazo derecho y comprobé que a
mi lado estaba mi mujer, así que no podía ser ella. Me desperté somnoliento
pensando que eran imaginaciones mías. Pero allí a un palmo de mi cara, mirándome
fijamente, había una anciana, con la cara surcada de miles de arrugas como si
se tratara de un mapa de carreteras. Llevaba un pañuelo en la cabeza, era de
color negro igual que el resto de sus ropas. Se inclinó hacia a mí y me susurró
algo al oído.
“Has matado a mi
perro, yo te maldigo”. Y desapareció.
Por la mañana oí
gritar a mi mujer, me desperté sobresaltado y quise levantarme para ver qué le
pasaba, pero mi cuerpo estaba rígido y no podía moverme. Mis ojos abiertos
miraban al techo y a la lámpara que colgada de él. No podía girar la cabeza. Escuché
como hablaba por teléfono llamando una ambulancia. Los gritos de mi hija
pequeña en el pasillo, se metieron en mi cabeza como si fueran afilados
cuchillos.
Gente entrando y
saliendo en mi habitación y yo seguía allí postrado sin poder mover siquiera un
dedo. Oí lo que los sanitarios le decían a mi esposa, me había dado un infarto
mientras dormía, causándome la muerte. Se equivocaban, quise gritarles, sin
conseguirlo, claro, de que estaba vivo, que podía escuchar todo lo que decían.
Creo que me
desmayé porque cuando volví en mí, sabía que ya no estaba en mi cama, ni en mi habitación
y por supuesto no estaba en mi cama. Me habían cerrado los ojos, así que no podía
ver donde me encontraba. Oía los llantos de mi mujer, y murmullos a cierta
distancia de gente, como si estuviera rezando. Supe con certeza que estaba en la
iglesia posiblemente metido en un ataúd. Entré en pánico, me iban a enterrar y
no se daban cuenta de que estaba vivo. Quise gritar, llorar, pero seguía sin
poder mover ni un ápice de mi cuerpo. Noté sobre mi cara el aliento de alguien
que me estaba observando muy de cerca. Si pudiera mover los ojos, aunque fuera
un segundo se daría cuenta de que estaba vivo. Pero mis pocas esperanzas de que
alguien me salvara, se esfumaron cuando escuché aquella voz que ya la había oído.
Era la de aquella anciana, la dueña del perro que había atropellado. Esta vez volvió
a susurrarme algo al oído.
“Sentirás como
tu cuerpo se va descomponiendo poco a poco, minuto a minuto, hora a hora, día a
día, semana tras semana y así durante meses y años. Tu alma permanecerá atrapada
en él hasta que te conviertas en polvo, luego podrá emprender su último viaje,
libre de esta maldición”.
No sé cuánto
tiempo llevo aquí metido, porque no tengo manera de medirlo. Siento nostalgia
del sol, del aire, de la lluvia, de la cálida sonrisa de mi mujer, de sus
besos, de los abrazos de mi hija, de los pájaros, del amanecer. Nostalgia de la
vida, desde la tumba oscura, fría y húmeda donde me encuentro.