La gente utilizaba un vehículo motorizado para viajar o
moverse de un lado a otro de la ciudad. El padre de nuestra protagonista iba
siempre en moto, de un lado para otro. Esa pasión por las dos ruedas se había
despertado en él desde la más tierna infancia. Y esa locura por las motos lo llevó
a una muerte prematura, cuando su pequeña apenas tenía tres años.
Desde entonces, su esposa le llevaba flores al cementerio
todos los domingos y siempre iba acompañada de su hija. A la pequeña le
encantaba ese día porque su madre, antes de entrar en el camposanto, le
compraba una bolsa de golosinas con mucho azúcar para que se entretuviera,
mientras ella colocaba las flores en la tumba de su esposo y rezaba. Años
después la niña seguía acompañando a su madre, cada domingo, al cementerio. Después
de tanto tiempo yendo, sabía caminar por los laberínticos pasillos del camposanto,
sin perderse. Desde que la descubrió, visitaba una tumba de alguien que había
nacido en Noruega, por una simple razón, allí descansaba un niño que había
muerto a los seis años, la edad que tenía ella ahora. Robaba una flor, del ramo
que compraban para su padre y la depositaba sobre aquella pequeña tumba.
Un domingo, su madre se puso enferma, tenía mucha fiebre
y el médico le recomendó que no saliera de casa y menos con el tiempo tan
desapacible que hacía, temperaturas muy bajas y un cielo encapotado que presagiaba
lluvia. La niña se entretuvo viendo un rato la televisión, pero le parecía que
aquel domingo no era como los demás, la costumbre de ir al cementerio se había arraigado
en ella más de lo que cabía esperar. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta
de la habitación de su madre para comprobar que ésta seguía durmiendo, se puso
unas botas de agua, un chubasquero con capucha y salió a la calle en dirección
al camposanto. Ese día no llevaba flores, pero sí una figura de barro con forma
de corazón, que había hecho en clase de manualidades. La depositó sobre la
tumba de su padre y se quedó en silencio unos minutos. Un carraspeo le hizo
girar la cabeza sobresaltada. Detrás de ella había un hombre, muy mayor,
vestido con un traje de aguas y unas botas que le llegaban hasta el muslo. Ella
lo miró detenidamente y le preguntó:
- ¿Quién eres?
-Un pescador –le respondió el hombre.
- ¿Y qué haces aquí? –le preguntó ella.
-Vivo aquí -le respondió el hombre- y te voy a contar un
secreto, echo mucho de menos el mar.
- ¿Y por qué no vas a verlo? –le preguntó la niña con
curiosidad.
-Porque no puedo salir de aquí –le respondió el anciano.
La niña le iba a responder cuando de un panteón
abandonado, a pocos metros de donde estaban, surgió la voz de un hombre que les
decía.
-Pensé que hoy no tendríamos visitas, cuando llueve no
suele venir mucha gente – Iba hablando a medida que se iba acercando a ellos. Era
un hombre de unos treinta años, alto y con la tez muy morena. La niña se fijó
en un detalle en el aspecto de aquel joven que le llamó mucho la atención,
llevaba una cuerda atada al cuello. –Levantó
la cabeza dejando que la lluvia empapara su cara- El agua siempre es refrescante-
comentó mientras esbozaba una sonrisa que a la pequeña le pareció muy
siniestra.
El hombre siguió hablando y hablando, parecía que le
habían dado cuerdo o algo así. La niña sonrió al acordarse de una expresión que
utilizaba su madre cuando alguien hablaba mucho “no deja de hablar ni debajo
del agua”
- ¿Se puede saber el motivo de tu sonrisa, jovencita? –le preguntó aquel hombre en tono amenazador
El pescador salió en su defensa
- ¡Déjala en paz!, y vuelve al lugar de donde has salido
-Volvería si me diera la gana –le respondió. Al cabo de
un rato dijo en voz más baja- echo de menos rezar en una mezquita.
- ¡Cállate o despertarás a todos! –le gritó el pescador
Un niño, con la tez muy blanca y el pelo muy rubio, casi
blanco, se unió al grupo. Se acercó a la pequeña que estaba entre los dos
hombres y le dijo.
-Gracias por la flor que pones todos los domingos sobre
mi tumba. Hace mucho tiempo que nadie viene a visitarme. –Había lágrimas en sus
ojos.
La niña comprendió de quien se trataba. Le daría un caramelo,
pero hoy su madre, por razones evidentes, no le había comprado. Entonces tuvo
una idea.
- ¡Qué os parece si nos vamos de aquí! –les propuso a los
tres
- ¿Qué tienes en mente, pequeña? –le preguntó el joven
-El señor pescador quiere ver el mar, tú quieres ir a
rezar a una mezquita y mi amigo quiere chuches ¿a que sí? –le preguntó al niño.
-Siiiii -respondió muy contento.
- ¡Pues vamos! –les apremió.
-Es indeclinable esta invitación, señorita -le dijo el
joven con la cuerda al cuello.
Y los cuatro se encaminaron hacia la salida. Al llegar a
la puerta del cementerio, el pescador, el joven y el niño se pararon.
- ¿Qué os pasa? –les preguntó la niña.
-No podemos salir de aquí si alguien no nos invita a hacerlo.
–le respondió el pescador.
Ella les invitó a hacerlo. Cuando los cuatro cruzaron la
puerta, la pequeña les preguntó:
- ¿Y cómo haréis para volver?
Se miraron entre ellos y no pudieron menos que sonreír.
Fue el niño quien le respondió:
-No volveremos a entrar. Y se desvanecieron entre las
sombras del atardecer.