Sara estaba al frente de la única librería que había en
aquel pueblo. Después de comer fue a recoger unas cajas que habían llegado a la
oficina de correos. Tras casi un mes esperando por aquellos ansiados libros, al
fin habían llegado. Las cargó en el coche y se encaminó hacia la tienda. Eran
las cuatro de la tarde. Desde lejos vislumbró un hueco donde aparcar el coche
justo frente a la puerta. Aquel era su día de suerte, pensó. También vio a un
corrillo de cinco mujeres hablando entre ellas frente al escaparate de la
librería. Con tanto ajetreo se olvidó del día que era. Los viernes por la tarde
el club de lectura se reunía para hablar del o de los libros que habían leído
durante la semana.
Tras aparcar y antes de meter las cajas dentro, les abrió
la puerta. La saludaron efusivamente y entraron. Para cualquier mortal que estuviera
viendo la escena, aquello no tenía nada de particular, un grupo de mujeres que
entraban en la librería, pero había un detalle a tener en cuenta y que pasaba
desapercibido para la mayoría, no caminaban, flotaban.
El club de lectura se reunía en la trastienda, Cuando salió
de nuevo a la calle las escuchó hablar animadamente mientras colocaban las
sillas y las mesas.
Cargó con las tres cajas y comenzó a caminar con paso
lento hacia la puerta, la visibilidad era casi nula, pero conocía bien el camino.
Entonces alguien la empujó. Las cajas se tambalearon y sin nada que se pudiera
hacer para evitarlo, cayeron al suelo. Los libros se desparramaron sobre la acera.
Una mujer de unos cuarenta años, rubia, muy delgada y visiblemente nerviosa se
deshizo en disculpas. Se había quedado ensimismada mirando el escaparate, no se
percató de la presencia de la mujer que portaba las cajas. Entonces al darse la
vuelta… Sara se dio cuenta, al mirarla a los ojos, que estaba a punto de
echarse a llorar.
La tranquilizó mientras recogían la mercancía y la invitó
a tomar un café con ella en la tienda. La mujer vació durante unos segundos. Al
final aceptó.
Sara era una persona muy observadora, podía ver en las
personas detalles que al resto de los mortales les pasaba desapercibidos. Al
tocar su mano para tranquilizarla supo de inmediato el sufrimiento que la
embargaba. Pudo ver las nubes negras que flotaban sobre ella, cargadas de años
de soportar lo insoportable, de acallar sus sentimientos, de mantener a raya su
ira, su pena y sus ganas de gritar.
A Elisa le encantaba leer, según le dijo, tenía mucho
tiempo libre, no trabajaba, su marido no se lo permitía. Pero él estaba fuera
todo el día y ella mataba las horas leyendo un libro tras otro.
En la trastienda el club de lectura estaba en su punto
más álgido. Las risas y las bromas eran las protagonistas. Menos mal que sólo
las podía escuchar ella. A veces le costaba entender lo que Elisa le decía
porque hablaba en voz muy baja. Pero de una cosa estaba segura aquella mujer estaba
sufriendo y necesitaba su “ayuda” para cambiar su vida. Y ella tenía lo que le
hacía falta. Se levantó y se encaminó hacia el fondo de la librería perdiéndose
entre los pasillos de estanterías repletos de libros. Elisa esperó paciente su
regreso, sin moverse de la silla en la que había permanecido sentada hasta ese
momento. Al cabo de unos minutos Sara volvió con un libro entre sus manos. Se
lo dio. Elisa leyó el titulo HISTORIA DE UNA VIDA POR VIVIR. Le gustó. La dueña
le dijo que era un préstamo. Que una vez lo leyera se lo devolviera. Así de fácil.
Ella prometió hacerlo esbozando una gran sonrisa. No se acordaba de la última vez
que había sonreído, ni de haberse sentido tan bien. Elisa lo hojeó. Le pareció
extraño que las últimas páginas estuvieran en blanco. No quería parecer una desagradecida
y no le comentó nada al respecto, pensando que, tal vez, fuera un defecto de
impresión o algo así.
Lo llevó a casa. Tras hacer la comida y esperar que su
marido se presentara a la hora de comer, cosa que no hizo y ella agradeció
enormemente, ya que, tenía unas ganas inmensas de comenzar a leer el libro, se
fue al salón se sentó en su butaca preferida, una situada delante de la ventana
que daba al jardín y comenzó la lectura. Las horas pasaron volando, la luz del
día dio paso a la oscuridad de la noche.
El libro que tenía entre sus manos era su historia, su
vida hasta ese momento. Comenzaba narrando su infancia y terminaba en el
momento en que Sara se lo entregó. Aunque ya conocía la historia, no podía
dejar de leerlo, como si la protagonista fuera otra persona y no ella.
Ahora comprendía lo que significaban aquellas hojas en
blanco. Era su vida por vivir.
En la última página escrita, se topó con un poema, uno
que determinaría su vida a partir de ese momento. La continuación de la
historia dependía de la decisión que tomara en ese momento.
He aprendido a subsistir sin el mísero
oxigeno que me regalabas
Y ahora encumbro futuros de un añil
esperanzador
Sabía lo que significaba aquello. Tenía que dejar atrás
su vida, la vida que llevaba ahora. Dejar a su marido y emprender un camino
nuevo, aún sabiendo que no iba a ser nada fácil.
Pero había otra opción.
Una semana después Elisa volvió a la librería. Vio a un
grupo de mujeres frente a la puerta. Ella llevaba el libro que le había
prestado Sara apretado contra su pecho. Una de ella se le acercó y le sonrió.
-Bienvenida -le dijo- es bueno tener un miembro más en
nuestro club de lectura.
Elisa le sonrió.
Sara abrió la puerta de la tienda. Las mujeres pasaron.
Elisa, entró de última. Le entregó el libro a Sara y le dio las gracias. Sara
sabía lo que había pasado. Sabía que aquella mujer había escogido el final del
libro, su final.
Ahora era libre, libre para siempre, pero su libertad
había tenido un precio, el de su vida.
Tras matar a su esposo, se había suicidado.