miércoles, 8 de septiembre de 2021

MANICOMIO

 

“Pasados de tuercas, locos, chiflados, idos, dementes, chalados, lunáticos, maniáticos, majaretas y un sinfín de apelativos que reciben aquellas personas que consideran diferentes al resto de la sociedad, inventando calificativos donde etiquetarlos e irlos separando, a fuego lento, de la gente “normal” e internándolos en lugares denominados “manicomios”, que no son otra cosa que cárceles para mantenerlos ocultos, sin nadie que los visite, sin nadie que los ayude y donde los maltratos físicos y mentales son el pan nuestro de cada día. El rechazo social hacia esas personas con alguna enfermedad mental, se producía porque se pensaba que estaba tan desequilibrada que, se podía convertir en un monstruo. Sus familias los abandonaban allí a su suerte.

Una vez que la puerta del manicomio se cerraba tras de ti ya no volverías a salir por ella. Lo harías por la puerta de un sótano angosto y frío, envuelto en una mortaja donde te arrojarían a una fosa húmeda, oscura y como único recuerdo de tu presencia en la tierra, una cruz de madera sobre tu tumba con tu número de paciente. Eso te pasaba si tenías “suerte” y tu estado mental era clasificado como leve o medio. Pero si llegabas allí porque te consideraban conocedor y practicante de la magia negra, brujería o posesiones demoníacas, ya eras clasificado como grave y te encerraban en un cuarto de apenas dos metros, sin ventanas, durante horas y días hasta que enloquecías. Luego te arrojaban al crematorio, aún con vida, entre gritos desgarradores de horror y dolor.

Escribo esta carta antes de quitarme la vida porque, aunque no soy un paciente, los horrores que veo aquí han hecho tambalear mi cordura considerablemente. En un intento desesperado por salvar algunas vidas mis huesos han acabado en una fría celda del sótano. Sé que saldré de aquí muerto. Mis horas están contadas. Espero que esta carta llegue a buenas manos y realicen las acciones necesarias para acabar con este infierno. No tengo miedo a la muerte porque, aunque me castiguen por el acto vil e infame que voy a cometer sé que el infierno que me espera será mucho mejor que éste. Que Dios se apiade de mi alma”

Padre Juan, 2 de enero del año del señor 1450”

El gobernador recibió esta carta de mano de una joven, apenas una mujer, con aspecto desaliñado, con la tez blanca como la nieve y con la mirada ausente, perdida. Se la entregó y despareció de su vista como si hubiera sido una aparición.

Tardó dos días en visitar aquel lugar. Al entrar el olor era nauseabundo, olía a vómitos y orina. La limpieza del hospital era nula. Los médicos y enfermeras tenían las batas sucias y se veía poco aseados. El director del centro lo llevó a su despacho. Un lugar sobrio, poco iluminado con grandes estanterías recubriendo las paredes, cargadas de libros, todos de medicina.

Le estaba empezando a pedir explicaciones de lo que acontecía en aquel lugar, pero fue interrumpido por una joven enfermera, de aspecto saludable, con una larga melena rubia y bien parecida. Le ofreció una bebida. Preguntó qué era, al ver el aspecto que presentaba en el vaso. No era nada que había visto con anterioridad. La bebida estaba formada por varias capas, al fondo se veía roja, en el medio era verde y arriba de color blanco, parecía un arcoíris. No le respondió a la pregunta sólo le dijo que la bebiera que le sentaría bien, era la especialidad de la casa, una receta de tierras lejanas, un batido que calmaba los nervios y le haría sentir mejor. Se la bebió no sin cierto recelo, bajo la atenta mirada del médico y de aquella joven. Les pareció ver cierto placer en sus ojos cuando se llevaba el vaso a los labios. Al poco rato de beberla se sintió mareado. Se despertó llevando una camisa de fuerza y sentado en una silla, en una habitación pequeña sin iluminación. Supo, a ciencia cierta, que aquella bebida que tenía pinta de ser “tropical” por sus colores, era la culpable de su estado actual.

 

martes, 7 de septiembre de 2021

MONTAÑA RUSA

 

Los tornillos de la montaña rusa, estaban siendo aflojados por una mano invisible, un detalle a tener en cuenta si te querías montar en ella, pero los chavales que en ese momento estaban sacando el ticket para subir, no lo sabían. Ni ellos, ni nadie en el parque de atracciones. Eran cuatro, dos iban delante y los otros dos detrás. Nerviosos ante los que les esperaban se reían y bromeaban entre ellos. Al ser fin de semana el parque estaba lleno hasta los topes de gente que deambulaba de un lado a otro, comiendo algodón de azúcar, perritos calientes y parándose en cada caseta que se encontraban. Gente de todas las edades, niños acompañados de sus padres, parejas deseosas de meterse mano en algún lugar amparados por las sombras.  Adolescentes plagados de acné, envalentonados por llevar unos cuantos petardos en el bolsillo delantero de sus vaqueros que harían explotar para incrementar su maltrecho ego, pisoteado por los matones de turno. Y estos últimos con diversos problemas psicológicos propios o implantados por sus progenitores y la sociedad en general que utilizaban a los más débiles para canalizar su ira y frustración que los corroía por dentro. Entre todo el bullicio y el jaleo la montaña rusa comenzó a ascender lentamente. No muy lejos de allí había una orquesta que amenizaba el ambiente, para el disfrute de los clientes del parque. Todo lo que sube en algún momento tiene que caer, y así fue, pero no como se suponía que debería ser. Los tornillos que habían quedado sueltos dejaron de hacer su función. La montaña rusa se desarmó. Toda la estructura metálica cayó sobre todo lo que se movía en un radio de más de un kilómetro a la redonda. Fue un caos total. Pero inexplicablemente el único que todavía quedó en pie tras la catástrofe había sido el trompetista de la orquesta, que igual que en aquella película, no dejó de tocar.

lunes, 6 de septiembre de 2021

TAQUILLAS

 

Inmóviles y expectantes, viendo pasar la vida de cientos de adolescentes, las taquillas estaban colocadas en hilera contra la pared de aquel largo pasillo del instituto. En su interior guardaban secretos, recuerdos y sueños. Al atardecer, cuando las puertas del edificio se cerraban, quedaban olvidadas. El amanecer las despertaba de sus sueños fríos y metálicos, inyectándoles vida nuevamente.

El encargado de cerrar el instituto al término de las clases, era el conserje. Un hombre con la edad suficiente para jubilarse, pero que, por una razón u otra, esquivaba, como lo había hecho con las balas, en aquella guerra donde se vio inmerso sin quererlo, cuando era joven. Llevaba muchos años allí, demasiados dirían algunos. Fue el primer trabajo que encontró después de servir heroicamente a su país y no sabría qué hacer si lo dejaba. No quería esperar a la muerte sentado en el porche de su casa, mirando a la nada. Prefería que lo encontrara recorriendo los pasillos de aquel instituto que tan buenos recuerdos le traían y donde siempre sintió una felicidad plena. Su mujer había muerto hacía mucho tiempo. No habían tenido hijos. Cada muchacho o muchacha de aquel lugar los consideraba suyos. Siempre estaba dispuesto a ayudar y tender una mano a quien lo necesitara. Todos lo apreciaban mucho.

 Esperaba, mientras recorría las distintas aulas, así como los despachos de los profesores, gimnasio e incluso el sótano a que los servicios de limpieza terminaran sus labores. Era entonces cuando apagaba las luces y cerraba con llave las dos cerraduras de la puerta principal para irse a casa.

Pero aquella tarde fue diferente a todas las que había vivido con anterioridad.

Tenía una habitación pequeña, en el sótano, con un ventanuco que daba a la parte de atrás del edificio, desde donde se veía un jardín con la hierba cortada, tarea que había realizado hacía menos de dos días. Allí guardaba distintas herramientas para el mantenimiento del edificio, y el jardín. Tenía dos accesos una puerta daba directamente al exterior y otra al interior del instituto. En esos momentos estaba intentando arreglar un pequeño reloj de pared de una de las aulas, que se había averiado. Las sombras del atardecer adquirían terreno en su pequeño habitáculo y la sirena de fin de clase la había pulsado hacía más de dos horas. Encendió la luz. Se empezó a sentir cansado, sin fuerzas, se tuvo que agarrar a la mesa para no caerse porque la cabeza le daba vueltas. Logró ponerse en pie y se preparó un café mientras escuchaba el boletín de noticias de la pequeña radio que descansaba al lado de la cafetera. Dejó el arreglo del reloj para el día siguiente porque su vista ya no era la de antes. El hombre del tiempo pronosticaba fuertes lluvias para esa noche. No le preocupó. Sabía que al anochecer estaría en su casa, sano y salvo, de cualquier tempestad que se originara.

Terminó el café, cogió las llaves, se puso la chaqueta y salió a dar la última ronda por el edificio. Se encontraba mejor, sabía que una buena dosis de cafeína le cargaría las pilas. El servicio de limpieza ya se había marchado. Se puso a caminar por el largo pasillo donde estaban situadas las taquillas. Se percató de que sus pies no hacían ruido al andar, por lo general escuchaba el eco de sus pisadas. No le dio importancia. El sonido de la lluvia se empezaba a escuchar fuera, tal vez sus pasos se perdían entre el fuerte ruido que producía el agua al caer sobre el suelo.

Al fondo vio que la puerta de una de las taquillas estaba abierta de par en par.  Se encaminó hacia allí. Era la última de la fila. Nadie la ocupaba desde hacía mucho tiempo. Le llamaban la “taquilla maldita” porque nunca se lograba abrir por mucho que lo intentaran, y mucha gente lo intentó a lo largo de los años, gente del centro y varios cerrajeros. Había pertenecido a un muchacho que había muerto a manos de unos chavales. Lo habían arrinconado en el baño, poniéndole una navaja en el abdomen, querían su dinero. El muchacho nervioso empezó a levantar los brazos para indicarles que se rendía, que lo dejaran en paz. El que portaba la navaja pensó que se iba a defender dándole un puñetazo y su reacción no se hizo esperar, se la clavó, provocándole la muerte. Aquella historia enturbió mucho la reputación del instituto durante mucho tiempo. Incluso ahora, casi 20 años después, se veía salpicada por aquella tragedia.

Llegó hasta la taquilla que estaba abierta de par en par. Estaba vacía por dentro, salvo por una enorme capa de polvo que la cubría. Intentó cerrarla, pero su mano atravesaba la puerta. Le entró pánico.

-No podrás cerrarla –le dijo alguien situado a sus espaldas.

Se giró sobresaltado. Vio a un muchacho de unos quince años. Estaba muy pálido y llevaba puesto el uniforme del centro. Le recordaba a alguien…. Lo había visto en algún lado… Le resultaba difícil pensar porque no dejaba de escuchar la risa del joven que iba subiendo de tono a cada segundo que pasaba, taladrándole la cabeza. Era macabra, siniestra. Entonces lo recordó. Era el joven que habían matado. El dueño de la taquilla que estaba abierta.

-Estás muerto, jefe. –le dijo, sin parar de reírse- bienvenido al oscuro y tenebroso mundo de la muerte.

Estalló la tormenta.

 

 

sábado, 4 de septiembre de 2021

EL HIJO DE MI AMIGO

 

Lo vi. Estaba alejado del grupo, pero lo suficientemente cerca para no perder detalle de lo que allí pasaba. Vi tristeza en su cara. Hasta podía jurar que sus ojos estaban anegados de lágrimas. Sentado sobre la hierba, entre dos tumbas, observaba todo lo que pasaba. Llevaba puestos unos vaqueros resquebrajados y sucios. Su camiseta blanca también estaba rota a la altura del pecho, desgarrada y cubierta de sangre. Nuestros ojos se cruzaron durante unos segundos. Me reconoció. Él supo lo que yo ya sabía. Estaba muerto y yo era el único que podía verlo. Presenciaba su propio entierro. 

El sacerdote estaba hablando a los presentes, era la hora del sermón y todos mostraban su respeto agachando la cabeza y moviendo los labios como si estuvieran rezando. Pero más de uno, quizá todos, estaban aliviados de que aquel cuerpo que iban a enterrar no fuera el suyo. Algún día se encontrarían en esa situación. Algún día. Quizá lejano. Quizá no. Algún día que no era hoy. 

Desvíe la mirada de la suya para observar la gente que había a mi alrededor. Yo estaba allí como amigo de la familia. De su familia, concretamente de su padre, que contemplaba con ojos llorosos, la caja de madera tallada que tenía delante, en la cual, yacía su hijo y que en escasos minutos estaría a dos metros bajo tierra donde el cuerpo de su primogénito se iría pudriendo poco a poco. Me dio tanta pena que me acerqué a él y le puse mi brazo derecho sobre sus hombros. Yo también tengo hijos y sé cómo se les quiere. Me dirigió una mirada de gratitud y rompió a llorar.  Mientras tanto volví a mirar al chaval. Al muerto. Al hijo de mi amigo, que lo conocía desde que había salido del vientre de su madre. Su mirada estaba enfocada en alguien de los allí presentes. Pude ver odio, mucho odio, en sus ojos. Seguí su mirada. Era su mejor amigo el foco de su atención. Por lo que me habían contado, el accidente en el que falleció, había sido por una negligencia de su parte, había perdido el control del coche, seguramente por los efectos del alcohol o drogas que había estado tomando. Iban otros tres amigos con él, ellos habían sobrevivido. La suerte, esa noche, no estaba de su lado. 

La policía estaba haciendo las pesquisas necesarias para resolver aquel caso. Pequeños detalles que no encajaban en todo aquello les había llevado a investigar el accidente a fondo. Eso es lo que su padre me había comentado añadiendo que su hijo no tomaba drogas. Pero qué padre lo admitiría, aunque supiera que era verdad. Le habían realizado la autopsia al chaval y se procedió a enterrarlo lo antes posible por el mal estado en que había quedado su cuerpo. Terminado el sermón se procedió a bajar el féretro a la fosa húmeda y oscura de la cual no saldría jamás y donde el joven descansaría para siempre, si eso era posible, porque bastaba ver la cara del muchacho para darse cuenta de que su alma no estaba en paz. 

Entonces pasó algo, que no sólo yo, que era el único que podía verlo, lo notó. El detonante fue el estridente ruido de las sirenas de un par de coches de la policía que se acercaban velozmente al cementerio. Miré hacia el lugar donde había estado sentado el hijo de mi amigo para ver su reacción. No estaba. Recorrí la mirada en su busca. Lo vi hablándole a su amigo. Éste retrocedía gritando a todo pulmón que lo dejara en paz. Sus ojos eran la viva imagen del miedo y el terror que sentía al ver a su amigo muerto, al amigo que estaban enterrando. La gente acudía a su encuentro, para consolarlo, pensando que el dolor que sentía era tan grande, que lo había vuelto loco. Intentaban agarrarlo, pero, con una facilidad pasmosa, se libraba de ellos apartándose de un lado a otro, esquivándolos. El joven intentaba salir huyendo del cementerio caminando de espaldas, para no perder de vista a su amigo convertido en  fantasma. Tropezó y cayó sobre una cruz de hierro. Profirió un profundo y desgarrador alarido de dolor, durante el cual, toda la gente congregada en el cementerio enmudeció. La sangre que emanaba de su espalda, teñía de rojo la lápida blanca donde estaba enclavada aquella cruz. Se ahogó con su propia sangre saliendo a borbotones de su garganta. Cuando llegó la policía ya había muerto. Y el hijo de mi amigo había desaparecido. Luego supe por qué. 

La autopsia arrojó cero de alcohol y cero drogas en su sangre. Vieron restos de pintura roja en la puerta del conductor del coche siniestrado que, por cierto, era blanco. Había sido un homicidio voluntario por celos. El hijo de mi amigo le había levantado la novia a su mejor amigo,  el que yacía con una cruz clavada en la espalda. Éste lo sacó de la carretera provocando el accidente que lo mató. El resto de los chicos que iban en el coche no podían contar nada porque todavía estaban en el hospital, bastante graves. Me pareció que estaba presenciado una de las muchas injusticias que tiene la vida y que hacen que te hagas un montón de preguntas sin obtener ni una respuesta que te satisfaga un poco.

Me dirigía al coche cabizbajo y pensando en todo aquello cuando lo volví a ver. Esta vez sentado en la parte de atrás de mi coche. Entré, me coloqué el cinturón de seguridad y me dispuse a arrancar cuando le pregunté si quería que lo llevara a algún sitio.

-A casa –me dijo

Lo observé por el retrovisor. Estaba sonriendo. Había llevado a cabo su venganza y estaba en paz consigo mismo.

- ¿No ves una luz o algo a lo que tengas que dirigirte? –le pregunté conocedor de mi ignorancia sobre el tema.

- ¡No digas tonterías! –me dijo- ¡no pienso irme a ningún lado!.

Arranqué el coche y nos fuimos.

viernes, 3 de septiembre de 2021

HÉRCULES

 

La melomanía del rey, le llevaba a escuchar música a todas horas, rodeado de juglares y trovadores que lo deleitaban con sus canciones. Su otra gran pasión era su hijo y heredero al trono. El rey era muy buen narrador y siempre tenía tiempo para contarle alguna que otra historia al pequeño príncipe antes de irse a la cama. Aquella noche le contó la historia de Gerión.

“Había una vez un gigante malvado y tirano que gobernaba sus tierras con mano de hierro. La gente vivía atemorizada. Rezaban y suplicaban a los dioses que le enviaran un salvador. Zeus escuchó las súplicas de aquellos mortales y decidió mandarles un “salvavidas”, su hijo Hércules, para acabar con la pesadilla que estaban viviendo. Ante la mirada atónica de aquella buena gente, Hércules, apareció surcando el cielo a lomos de un caballo alado de color dorado como el sol. Los habitantes de esas tierras lo recibieron entre sonrisas y aplausos. Sus oraciones habían sido escuchadas. La suma de las atrocidades de aquel gigante de nombre Gerión, parecía no tener fin. Una mujer le contó que aquel ser malvado y monstruoso había descubierto a un par de enamorados besándose a orillas de un rio. Al descubrirlos, les arrojó una enorme piedra, acabando así con sus vidas. Los labios de Hércules se fruncían con cada historia que aquella buena gente le relataba. Les preguntó dónde podría encontrarlo. En los acantilados, le respondieron.

Hércules fue hasta allí. A lo lejos, vio una enorme figura ante un gran caldero sobre un fuego. El humo que salía del interior era un claro indicativo de que estaba cocinando algo, tal vez una sopa con los restos de algún animal. El gigante se llevó una gran sorpresa cuando lo vio. Se puso en pie y esperó a que se acercara. Hércules vio ante él a un ser que medía más de tres metros y con un par de piernas grandes y pesadas, como dos inmensas columnas. De la cintura para arriba tenía tres cuerpos, seis manos y tres cabezas. Gerión, por su parte, era conocedor de las historias que contaban sobre la gran fuerza que poseía Hércules.

La pelea entre ambos duró tres días con sus tres noches, tras las cuales, Hércules logra vencer a Gerión. Le corta la cabeza y lo entierra junto al mar.

Para conmemorar su victoria construye una torre-faro encima del cuerpo del gigante, a la que llamarían la “Torre de Hércules”.

Hicieron una gran fiesta para celebrarlo, donde Euterpe, amenizó la velada tocando la flauta. En los años venideros la gente fue construyendo sus moradas a los pies de la torre, hasta convertirse en una gran ciudad, Coruña.

jueves, 2 de septiembre de 2021

JAMES BOND

 

Suma, resta, multiplica y vuelta a empezar. Así era el trabajo de aquel hombre, rodeado de números, haciendo transacciones económicas, balances, registros, día tras día, durante más de 20 años. El salario era bueno y le daba para vivir bastante bien. Podía permitirse más de un capricho. Vivía en un ático en el centro, con unas vistas impresionantes de la ciudad. Viajaba bastante a menudo y no se privaba de casi nada. Pero de un tiempo a esa parte, su vida empezó a parecerle insulsa, vacía, sin sentido. Le gustaba leer, se inclinaba por la novela romántica, pero había empezado a leer novela negra y se había enganchado totalmente a ella. A veces mientras tomaba una copa al anochecer, contemplando la ciudad desde el ventanal de su salón, se ponía en los zapatos del protagonista de la historia del libro que estaba leyendo. Le gustaría ser un agente secreto, un James Bond de la vida, seductor y conquistador, rodeado de mujeres guapas y peligros constantes. En sus sueños se veía vigilado y perseguido por organismo de inteligencia, arriesgando su vida en cada momento, pero con la victoria siempre de su parte.

Pero una noche, sus sueños tomaron otro camino. No era un agente secreto, era un contable, era él. Y una sombra, una figura a los pies de su cama, lo observaba. No podía distinguir sus facciones, pero sí un par de ojos rojos como la sangre. “Cuidado con lo que sueñas”, le dijo antes de desaparecer de su vista.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, se estremeció al recordar aquel sueño. El sonido del timbre lo devolvió a la realidad. En el umbral de la puerta había tres hombres trajeados. Sin mediar palabra entraron en su apartamento empujándolo hacia el salón. Sintió verdadero terror. Lo primero que pensó es que lo iban a matar sin contemplaciones. Pero, ¿por qué? La respuesta a la pregunta llegó de inmediato. Le ofrecían un trabajo de espionaje. Su posición en el banco en que trabajaba era favorable para ese tipo de cosas. Tenía acceso a las cuentas bancarias de las personas más ricas de la ciudad. Fue una gran sorpresa para él, cuando se vio aceptando la proposición de aquella gente.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

LA SOMBRA

 

Hacía tiempo que cualquier tipo de sonrisas habían abandonado su cuerpo. Desde la avergonzada, porque creía que no debía sentir vergüenza por lo que le pasaba, tampoco la de desprecio, no, ese tipo de sonrisa sería más propia de esa cosa, o ente, o fuera lo que fuese. Tal vez, le quedara un atisbo de un tipo de sonrisa, la de miedo, porque, aunque sus facciones habían quedado impertérritas, debido al exceso de pánico y terror sufrido en los últimos días, se podía vislumbrar un pequeño rictus en su cara que bien  podría encajar en esa categoría.

Por el amor de Dios sólo tenía nueve años, ¿qué quería de él? ¿no podía dejarlo tranquilo una sola noche?

Pues parecía que no. Noche tras noche pasaba lo mismo. Y aunque llamase a sus padres a gritos, verdaderamente asustado, éstos eran incapaces de ver la realidad. Hacían siempre la misma comedia, miraban bajo la cama, dentro del armario, intentando darle confianza, para luego decirle, que se trataba de miedos nocturnos, miedo a la oscuridad, añadían como si nada y que tenía que superar todo aquello porque ya era todo un hombrecito. Y ya está. Ahí quedaba la cosa, se iban y él intentaba con todas sus fuerzas no volver a gritar, porque en cuanto cerraban la puerta de su habitación, la pesadilla volvía. Una noche tuvieron un detalle con él y le pusieron una lucecita en la mesilla. Aquello empeoró más las cosas. La sombra que aparecía todas las noches en su habitación ahora era más nítida y alargada, gracias a la genial idea de su mamá. Y casi, sólo casi, le podía ver la cara, a aquello, cuando flotaba sobre él, intuía que, si la llegaba a verla totalmente, se moriría del susto.

La llegada de la noche para él era un calvario. La idea de que su cuarto iba a quedar envuelto en sombras, era insoportable. Durante el día lo iba llevando más o menos bien. Tenía grandes ojeras y se quedaba dormido en clase. Pero sabía que mientras el sol no se ocultara, él estaría a salvo.

Pero tras otra noche horrorosa, en la que ya harto de que sus padres lo tomaran por loco, mientras aquel ser lo observaba desde el techo de su habitación, se dispuso a dar cuenta con verdadero apetito de un plato de sopa que su madre le había preparado. Solía desayunar cereales, pero ella insistió en que se la comiera aquella mañana, al ver su cara demacrada. Por el ventanal de la cocina entraban los primeros rayos de sol. Sin embargo, se dio cuenta, muy a su pesar, que el lado de la mesa que ocupaba él, estaba en penumbra. Alzó la vista. La sombra lo observaba desde el techo de la cocina. Un líquido se le iba escurriendo, poco a poco, por la comisura de los labios, cayendo en forma de gotas, sobre su plato de sopa.

MASACRE

  —¿No los habéis visto? Gritaba una mujer enloquecida corriendo entre la muchedumbre congregada en la plaza de Haymarket el 1 de mayo, conm...