El sol lucía radiante. Era una hermosa tarde de verano.
La gente se había agolpado en el arenal. Unos tomaban el sol, otros se
zambullían en el mar. Al lado de la playa, había una pequeña arboleda, a la que
acudían aquellos que buscaban un poco de sombra donde descansar. Bajo uno de
los árboles, tumbados sobre una manta, había una joven pareja. Se les veía
felices. Ella había colocado su cabeza sobre el abdomen del joven y él estaba
apoyado contra el tronco de un árbol, mientras le acariciaba tiernamente y
jugueteaba con su pelo. Al fondo se escuchaban las risas de los niños, algún
que otro grito de alguna madre nerviosa, indicándoles que no se adentraran
mucho en el agua, un ronquido que otro y charlas distendidas.
Los jóvenes envueltos en un manto de tranquilidad y
relajación se quedaron dormidos. Unas molestias en la espalda, despertaron al
joven al cabo de una media hora.
Un sexto sentido lo alertó de que algo estaba pasando.
Apartó suavemente a su novia hacia un lado, intentando no despertarla y se puso
en pie. La playa estaba vacía, exceptuando a un par de personas que estaban
dormitando bajo sus sombrillas. Igual pasaba en la arboleda, no había nadie,
salvo los que como él y su novia habían sucumbido al sueño. Pero lo más extraño
de todo esto es que los enseres seguían en la arena. Tumbonas, sombrillas,
mochilas, ropa, zapatos…. Todo seguía en el lugar que los habían dejado. Por
lógica si se hubieran ido se hubieran llevado sus cosas, pensó el joven.
Iba a despertar a su novia cuando un hombre que se
encontraba a un par de árboles de donde estaban ellos, se despertó. Abrió los
ojos, miró hacia el cielo, se levantó y se encaminó hacia el agua con andares
pesados y lentos. Llegó a la orilla y sin detenerse, siguió caminando,
adentrándose en el mar. El agua le llegaba más arriba del pecho y el hombre
parecía que no era consciente de que si no se ponía a nadar, se ahogaría. El
joven corrió hasta la orilla y le gritó. El hombre ni se inmutó, siguió
caminando hasta que su cabeza desapareció bajo el agua. Sin pensárselo dos
veces fue tras él. Pero entonces, los que hasta ahora habían estado durmiendo,
se estaban acercando a la orilla. No sabía qué hacer. Si parar a los que se
iban adentrando o salvar al hombre que se acababa de sumergir. Todos tenían
algo en común. Todos miraban hacia arriba, hacia el sol, embelesados,
hipnotizados. Se lanzó al agua y nadó con todas sus fuerzas. Se sumergió para ver
si podía ver el cuerpo del hombre. Sus gafas de sol flotaban en el agua, con
las prisas y el pánico al ver como aquel hombre se hundía, se había olvidado
por completo de que las llevaba puestas.
Su novia que se había despertado poco después que él y al
ver cómo su novio se lanzaba al agua, corrió hacia la orilla gritando su nombre
con desesperación. Le había costado poco entender lo que estaba sucediendo
allí. Pronto encajó las piezas de aquel rompecabezas. Ella había visto con sus propios
ojos como la poca gente que quedaba en la playa se despertaba y como sonámbulos
se dirigían al agua para hundirse en ella sin oponer resistencia alguna. Todos
dirigían sus miradas hacia el sol. Ella también lo hizo. Le pareció ver una
sonrisa macabra dibujada en el astro rey e incluso pudo vislumbrar un par de
filas de afilados dientes que quedaban al descubierto. No le entraron impulsos
de arrojarse al mar, pero sí de escapar corriendo de allí. Entonces se dio
cuenta de algo. Ella a diferencia de las demás personas que lo contemplaban,
llevaba puestas unas gafas de sol. Tal vez aquella fuera la razón de que no le
entrara el impulso y las ganas de suicidarse en el mar. Vio las gafas de su
novio flotando en el mar. Sabía que, si no se las ponía, su final era
irremediable. Se lanzó al agua en su busca. Pero él ya había emergido del
fondo. Su cara había mutado completamente. Su semblante era el vivo retrato del
pánico y el terror que sentía. La vio acercarse y comenzó a nadar hacia ella. Le
costaba hacerlo. Lo que acababa de ver lo había dejado exhausto, sin fuerzas. Ella
le estaba gritando algo. En un principio su mente, confusa por lo vivido, no
logró descifrar sus palabras. Hasta que cayó en la cuenta de que lo que le
quería decir: sus gafas de sol. Las buscó y las encontró no muy lejos de donde
estaba. Las cogió. Ella había llegado ya a su lado y le dijo casi gritando que
se las pusiera. No rechistó y se las colocó delante de los ojos. Llegaron a la
orilla al cabo de unos minutos. Se tumbaron en la arena, intentando recuperar
el aliento. Al cabo de un rato él empezó a hablar atropelladamente.
-He visto cientos de cuerpos en el fondo del mar. Niños,
mujeres, hombres. Pienso que toda la gente de la playa estaba ahí. Y luego esos
hombres que no han intentado nadar siquiera y se dejaron hundir. ¡Es horrible!
¿qué demonios está pasando?
Ella lo abrazó e intentó calmarlo.
-He descubierto algo, cariño. Las gafas de sol nos han
salvado. No debemos quitarlas en ningún momento. He observado mientras tú
intentabas salvar a aquel hombre, que los que se iban despertando y miraban
directamente al sol, se dirigían hacia el agua con la única intención de
hundirse en ella. Nosotros no fuimos atraídos por esa fuerza misteriosa que los
llevó al suicidio.
- ¡Larguémonos de aquí! –exclamó el muchacho,
visiblemente nervioso- tenemos que alertar a la policía.
Se levantaron y se dispusieron a marcharse cuando
escucharon una voz tras ellos, procedente del mar. Se giraron y vieron a un
niño de unos cinco años, flotando sobre el agua. Sus ojos eran negros como el
averno y mostraba una sonrisa siniestra que haría estremecer hasta la persona
más valiente sobre la faz de la tierra.
-No os libraréis tan fácilmente. –sentenció- Caeréis como todos. Sólo es cuestión de
tiempo.
Tras lo cual, soltó una estridente carcajada que aún
retumbaba en los oídos de los jóvenes a varios kilómetros de allí. Pararon el
coche muy asustados. Él la abrazó. Ella temblaba de miedo. Él le levantó
suavemente la cabeza, ella lo miró enamorada y agradecida por aquella muestra
de cariño. El grito de terror que se estaba formando en la garganta de la
chica, murió antes de nacer. Había unas cuencas vacías donde tendrían que estar
los ojos de su amado. Éste acercó su boca y la besó en los labios, absorbiéndole
la vida.