La causa de que abandonara su sueño (que iba por el
camino de convertirse en eterno) fue el enorme dolor que sentía en su cuerpo
entumecido de frio, que se manifestaba como si le estuvieran clavando miles de agujas
en él. Abrió los ojos. Se miró. Iba vestida con algo parecido a un camisón
largo. No podía ver el color. Estaba muy oscuro. Intentó levantarse. Lo consiguió al cabo de
unos interminables minutos con verdadero esfuerzo. Sentía las piernas dormidas,
débiles, carentes de la fuerza necesaria para soportar su peso. Sintió una
angustia como una pesada losa sobre ella a causa del miedo que empezaba a tomar
posesión de su cuerpo a pasos agigantados. En un intento de calmarse inhaló y
exhaló aire varias veces. Se calmó un poco, muy poco, para ser exactos, pero lo
suficiente para atreverse a estirar los brazos y tantear con las manos lo que
había a su alrededor. Se topó con una pared de acero a su derecha, otra a su
izquierda y otra en la parte de atrás. Delante parecía ser más gruesa. Al tacto
descubrió una rendija en el centro. A su derecha vio un panel de botones,
iluminados tenuemente, con números en cada uno de ellos. Contó seis, si es que el
0 cuenta, claro.
Dedujo que estaba en un ascensor. Sonrió al descubrir que
podía deducir cosas tan obvias a pesar el pánico que sentía. En un muy pequeño.
Sintió que la claustrofobia se adueñaba de ella. Si no intentaba calmarse
entraría en pánico y aquello no la ayudaría en la ardua tarea de pensar en una
solución para salir de allí.
Había una luz en el botón 0 pero las puertas estaban
cerradas. Probó marcando el 1. Aquella caja se movió con un ruido estridente.
Subía. Se paró de golpe. Esperó. Las puertas se abrieron. La oscuridad era la
misma dentro que fuera, pero había algo diferente. En el ambiente había un olor
a chocolate caliente. Cerró los ojos y aspiró ese aroma.
Cuando los volvió a abrir se vio a si misma con 10 años
en la cocina de su casa. Su madre le estaba sirviendo un tazón muy grande. Sobre
la mesa había una bandeja con churros recién hechos, espolvoreados de azúcar.
El corazón le dio un vuelco y no pudo contener las lágrimas.
Quiso gritar el nombre de su madre, pero de su garganta
salió algo parecido a un carraspeo. Su madre, sin embargo, pareció oírla porque
se dio la vuelta para mirarla con aquellos grandes ojos negros que tanto echaba
de menos.
-Tienes que seguir adelante, hija –le dijo- sigue
subiendo, no te pares.
Las puertas se cerraron de golpe y volvió a su mundo de tinieblas
y oscuridad.
Visiblemente emocionada, las manos le temblaban cuando
marcó el número 2
Las puertas se abrieron de nuevo.
Se escuchaba música muy alta, risas y movimiento de ir y
venir de personas. Escuchó una voz que la llamaba.
-¡¡¡Elisa!!! Ya has llegado –le decía Juan- venga vamos a
bailar, esta canción me encanta.
Era Juan su novio de la universidad.
Recordaba aquella noche. Era la fiesta de la graduación.
Había sido un día perfecto. Feliz. Inolvidable.
Miró a su alrededor buscándolo. Preguntándose dónde
estaba. Por qué no estaba con ella allí.
Los sonidos se fueron mitigando poco a poco. Las puertas
del ascensor se cerraron de nuevo.
Otra vez se quedó sola envuelta en la negrura más
profunda.
Lloró durante un buen rato. Miles de preguntas se
agolpaban en su garganta. Sólo quería gritar. Lo peor no era la soledad que
sentía en su alma. Lo peor es que no había nadie que le diera las respuestas
ansiadas. Entonces se le ocurrió la idea, la única que tenía cabida en su
cabeza en ese momento, estaba muerta y ese era e infierno. Porque, qué otra
cosa podría ser si no.
El botón número tres del ascensor se iluminó. Se levantó
lentamente para pulsarlo, porque sabía que si no lo hacía aquella caja metálica
no se movería. ¿Qué sorpresa le esperaría cuando las puertas se abrieran? No
quería saberlo. Pero algo le decía que si quería seguir adelante tenía que
pulsarlo.
Así lo hizo.
Las puertas se abrieron, una vez más.
Oscuridad acompañada de una música que reconoció al
instante. Era el son nupcial. Era el día de su boda.
Estaba radiante. Recordaba que se había enamorado de
aquel vestido en el momento justo en que lo vio en el escaparate de aquella
tienda.
Juan estaba radiante con su traje negro, irradiaba
felicidad por cada poro de su piel. No pararon de reírse ni un segundo. Eran la
viva imagen de la felicidad.
Esta vez trató de hacer algo que no había intentado en
los otros dos pisos. Traspasar las puertas del ascensor.
Levantó un pie para salir de él. Su sorpresa fue mayúscula
cuando se topó con un muro invisible que como si de una cama elástica se
tratara, rebotó contra ella terminando contra la pared del fondo.
Perdió el equilibrio y terminó en el suelo.
No podía salir de allí. Le había quedado más que claro.
Estaba a merced de aquel infernal sitio.
El botón número 4 se iluminó.
Lo pulsó.
Se abrieron las puertas. Oscuridad otra vez, como no.
Pero reconoció una voz.
-Cariño ya estoy en casa –era la voz de Juan, su marido
Ella estaba en la cocina ultimando los últimos preparativos
de la cena sorpresa que le había preparado. Tenía un sobrado motivo para
hacerlo. Estaba embarazada.
Fueron pasando ante ella las imágenes del crecimiento de
su barriga. Los preparativos para la llegada del bebé. La decoración de la
habitación. Elegir un nombre. Querían que fuera una sorpresa el sexo del bebé
que venía de camino. Pasaban las noches hablando sobre él. Felices. La familia
crecía.
El día del parto había llegado. Sus padres habían pasado
el fin de semana con ellos. Los dolores comenzaron un lunes a media mañana.
Juan había salido a trabajar. Sus padres se ofrecieron a llevarla al hospital,
las contracciones eran cada vez más fuertes. De camino al hospital llamarían a
Juan.
Pero nunca llegaron. Un camión sesgó sus vidas. Excepto
la de ella.
- ¿POR QUÉ? –le preguntó a la nada con un grito
desgarrador.
Aquello era un juego macabro. No podían estar haciéndole
eso. No…. Eran tan dolorosos esos recuerdos. Miles de dagas clavadas por su
cuerpo no le provocarían ni la milésima parte del dolor que sentía. Un dolor
que la corroía por dentro rompiéndole el corazón en mil pedazos.
Pero parecía que no le querían dar tregua. El botón número
5 se iluminó.
Estuvo tentada de no levantarse. Para qué, pensó. Pero al
mismo tiempo una voz interior le decía que podría ser el último piso, el de la
libertad, el de poder salir de allí, el que acabara con la tortura a la que le
estaban sometiendo. No perdía nada por comprobarlo. Porque lo había perdido
todo. No le quedaba nada.
Pulsó el ultimo botón y esperó.
Las puertas tardaron más de lo normal en abrirse.
Cuando lo hicieron una intensa luz que se proyectó sobre
el pequeño cubículo en el que estaba llenándolo de claridad.
Dos figuras avanzaban hacia ella al compás de la melodía
de un saxofón. Eran sus padres. Su madre llevaba un bebé en brazos. Supo que
era su bebé. Le sonreían. El bebé dormía plácidamente. Ella, sin importarle
nada, corrió hacia ellos. Esta vez no encontró impedimento para hacerlo. Los
abrazó con fuerza. Cogió a su bebé entre sus brazos, mientras lo mecía con
ternura y lo colmaba de besos. Le prometieron que cuidarían de él. Tenía que
regresar. Tenía toda una vida por delante. Tenía que aprender a vivir con aquel
dolor. Ellos siempre velarían por ella.
El sonido del móvil lo despertó. Desorientado miró el
despertador. Marcaba las 4 de la mañana. Juan se irguió de golpe en la cama.
Sabía que una llamada esas horas no pronosticaba nada bueno. Las manos le
temblaban cuando cogió el móvil y miró el número que había en la pantalla.
Lo había arrancado de un sueño. Elisa estaba junto a él
en la cama. Su mirada cargada de amor le sonreía mientras le hablaba de modo
extraño, como si le estuviera recitando una poesía:
La oscuridad del mundo,
Lo sabes, no osará jamás,
Apagar la llama… ya no.
Pues nuestro amor se escribió con un do sostenido…
Hasta el infinito.
Respondió la llamada. La voz que escuchó al otro lado del
teléfono le era familiar. Enseguida supo quién era.
-Su esposa está consciente y pregunta por usted –le dijo
el médico de Elisa en tono amable y a la vez apremiante.
Rompió a llorar. Era la mejor noticia que le podían dar.
Ya había perdido la esperanza después de tres meses en que su esposa había caído
en el estado llamado de “Mínima conciencia” tras el shock sufrido por la pérdida,
en aquel fatídico accidente, de sus padres y su bebé. Los médicos habían sido
claros con él. El porcentaje de que volviera a reaccionar, exceptuando un
milagro, eran escasos.