miércoles, 17 de agosto de 2022

LA VENGANZA SE SIRVE EN PLATO FRÍO

 

“La venganza se sirve en plato frío” Qué maravillosa frase. A quien se le hubiera ocurrido por primera vez merecía una ovación, pensó la mujer.

Sara llevaba más de veinte años trabajando como enfermera en aquel hospital público. Se había casado con su novio del instituto. Él había realizado los estudios de medicina y ella de enfermería. Se casaron nada más terminarlos y el destino les deparaba también una convivencia profesional. Trabajaban en el mismo hospital.

Pasó el tiempo, tuvieron dos hijos, que ya habían abandonado el nido. El trabajo les iba bien y el matrimonio, aparentemente, también. Pero un día las cosas cambiaron. Su marido comenzó a mostrarse algo huidizo, nervioso, despistado incluso, algo inusual en él, siempre tan seguro de sí mismo. Tenía una agenda personal donde anotaba todo lo que tenía que hacer cada hora de cada día del año. Aquel control de su tiempo rayaba la obsesión. Su extraño comportamiento la alertó.

Todo comenzó el día en que se dejó la agenda en casa. Nunca hasta ese momento le había pasado.

Aquella mañana muy temprano había recibido una llamada que lo había alterado bastante. Ella le preguntó quién había llamado y él le respondió que era del hospital, una urgencia. No tenía por qué mentirle porque con tan solo hacer una llamada ella sabría si le había dicho la verdad o no. Así que no se preocupó. Dio media vuelta en la cama y volvió a dormirse. Pero su sueño fue interrumpido a los pocos minutos. Una compañera de urgencias la estaba llamando. El motivo de dicha llamada era para contarle que su marido había llegado hacía un rato, pero no como médico sino como presunto pariente de una joven que acababa de ingresar por un intento de suicidio. Se había cortado las venas. La rápida intervención de su compañera de piso le salvó la vida.

Con una tranquilidad pasmosa, se levantó, se vistió y se dirigió al hospital. La joven ya había salido de quirófano y descansaba en una habitación privada gracias a la influencia de su marido. En el expediente de la joven él figuraba como su pariente más cercano. Pero ella sabía que aquello era mentira, no la conocía de nada, no era una pariente ni lejana ni cercana. Tras ver las atenciones que le prestaba en la habitación, arrumacos, besos en la boca supo que sus sospechas estaban más que confirmadas. Un retazo de conversación que escuchó tras la puerta entornada fue la guinda del pastel.

-Cariño, hoy mismo se lo digo y nos iremos a vivir juntos. No quiero perderte.

Así que su marido la quería dejar por aquella mujer, joven y guapa, apartándola de su vida como si fuera un trapo viejo y usado. Aquello explicaba su extraño comportamiento en las últimas semanas.

Sintió como la ira, la rabia y los celos, emergían de su interior. Aquel coctel de sentimientos sabiamente mezclados y agitados desencadenarían una potente arma destructiva que haría saltar todo por los aires. Pero qué más le daba. Todo estaba perdido ya, o no.

Salió al aparcamiento. Tenía una copia de las llaves del coche de su marido. Cortó el cable del líquido de frenos y se fue a casa tranquilamente a esperar.

La llamaron unas horas después para decirle que su marido estaba ingresado. Había sufrido un accidente de coche. Estaba en quirófano. Había perdido mucha sangre.

Regresó al hospital. Se puso una peluca para que no le reconocieran y un atuendo de quirófano. Al entrar comprobó el caos que reinaba allí dentro, nadie se fijó en ella, le pidieron que trajera un par de bolsas de sangre para hacerle una transfusión. Así lo hizo. Pero cambió las etiquetas antes. La sangre, su veneno. 

Se fue al baño, se quitó la bata, la peluca y el maquillaje y se encaminó tranquilamente a la sala de espera. Pronto recibiría noticias de su marido.

 

 

 

miércoles, 10 de agosto de 2022

MENTIRAS

 

Era una soleada tarde de verano de un día muy especial para ella. Su cumpleaños. Sus padres habían preparado una gran mesa en el jardín. Sus primos, sus tíos, sus abuelos, sus amigos, todos estaban allí reunidos. Pero aquel no era una celebración cualquiera. Había salido del hospital, hacía menos de una semana, tras someterse a un trasplante de riñón.

Llegó el momento de los regalos. Su padre se acercó a ella y le entregó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo de color blanco con un lazo rojo. Lo abrió. Dentro había una cadena de plata con un colgante en forma de mariposa. Era precioso. Miró a su padre con los ojos llenos de lágrimas y lo abrazó con fuerza. Entonces el cuerpo de su padre se deshacía entre sus brazos mientas escuchaba una voz que decía. “nada es lo que parece”.

Gritó. Había sido una pesadilla, la misma que durante las últimas semanas, la despertaba noche tras noche.

Un mes después de su cumpleaños, habían sufrido un accidente de coche cuando iban de camino al colegio. Ella salió ilesa salvo por algunos rasguños. Su padre había pasado varios días en el hospital hasta que la muerte se lo llevó.

Habían pasado quince años y todavía recordaba con gran nitidez, cada detalle de aquel accidente. Podía sentir la angustia y el miedo que la habían embargado en esos angustiosos momentos.

Sabía que esa noche le costaría volver a dormir. Miró la hora. Las doce y media. Se levantó y se encaminó hacia la cocina a beber un vaso de agua.

Escuchó un ruido a sus espaldas. Pensando que era Juan, su marido, le preguntó si también se había desvelado. Al no obtener respuesta se giró. No había nadie. Estaba sola. Pero había algo sobre la mesa de la cocina. Algo que antes no estaba. Una caja pequeña. Dentro había un colgante. Lo reconoció al instante. Era como el que le había regalado su padre el día de su cumpleaños y que había perdido el día del accidente. Nunca apareció a pesar de todos los esfuerzos que hicieron por encontrarlo. Y ahora… estaba allí delante de ella.

Pensando que había sido obra de su marido, cogió la caja y fue hasta la habitación. Encontró a Juan completamente dormido. ¿Si no había sido él, quién había sido entonces?

Volvió a la cocina. Se sentó y lo contempló durante unos minutos. Reunió las fuerzas suficientes para sacar el colgante de aquella cajita. Le dio la vuelta y allí estaba, la inscripción que había mandado grabar su padre, “Mi gran guerrera. Te quiere, papá”.  Rompió a llorar.

Miles de recuerdos se agolparon en su memoria. Recuerdos que no quería evocar pero que emergían uno tras otros a una velocidad vertiginosa. Comenzó a recordar los días angustiosos que había pasado mientras su padre luchaba por sobrevivir. Y el momento en que el médico le había dado a su madre la fatídica noticia de su fallecimiento.

Recordó que a partir de ese momento todo había sucedido muy deprisa. El ataúd cerrado, y el entierro pocas horas después. Su madre rota de dolor apenas se movía. Dejó de hablar. Sus abuelos la habían cuidado durante los meses posteriores a la muerte de su padre mientras esperaban la recuperación de su madre. Pero la anhelada mejoría nunca llegó. Meses después se quitaría la vida.

A pesar del trauma que había sufrido sus abuelos se volcaron en ella dándole una buena vida y sobre todo mucho cariño y comprensión, acompañándola en cada paso que daba. Nunca se hablaba de su padre en casa. Ella siempre pensó que era a causa del dolor de la pérdida. Ellos habían perdido a un hijo y a una nuera. Era mucho dolor.  Nunca volvió a la casa que había compartido con sus padres.

Y ahora…

Volvió a escuchar otro ruido. Una puerta se cerró. Salió al pasillo.

-Juan, ¿eres tú? –preguntó en un tono entre asustado y enfadado. Porque si su marido la quería asustar lo estaba consiguiendo con creces.

Sintió un fuerte dolor en la cabeza.

Poco a poco, fue recobrando la conciencia. Los recuerdos de lo que había pasado fueron tomando forma, poco a poco, en su memoria. Tenía una hinchazón en la frente. La habían golpeado y ese era el resultado. Se levantó con esfuerzo. Miró a su alrededor. Estaba oscuro. Pero pudo distinguir las siluetas de las tumbas que la rodeaban. No le cupo la menor duda de que estaba en el cementerio. Se sacudió la tierra y comenzó a caminar. A los pocos metros vio una pala que descansaba sobre una tumba. El nombre de su padre estaba grabado en la lápida.

Comenzó a cavar.

Estaba amaneciendo cuando la pala golpeó el ataúd. El golpe le había hecho un agujero.  No le costó mucho arrancar la madera podrida de la tapa, lo suficiente para ver lo que había en su interior. Un montón de piedras. Dentro de ese ataúd nunca hubo un cuerpo.

La habían engañado. Él no había muerto. Su madre se había quitado la vida por una mentira.

Alguien pronunció su nombre al pie del hoyo. Miró hacia arriba. Había un hombre.

Supo que era su padre.

El hombre comenzó a hablar. 

-La guerrera busca en la tumba la verdad –le dijo.

Elisa todavía llevaba la pala en la mano.  

- Espero que me perdones mi pequeña guerrera, por abandonaros a ti y a tu madre. La muerte me acecha y los remordimientos me corroen el alma. Vengo a implorar tu perdón.

Sin pensárselo dos veces le golpeó la cabeza con la pala.  

Luego lo arrojó a la tumba. A su tumba.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 3 de agosto de 2022

MORIR ES OLVIDO

 

No sabía con exactitud el tiempo que llevaba en aquel sitio. Al principio, iban a visitarlo bastante a menudo, una o dos veces al mes. Le llevaban un ramo de sus flores que impregnaba el ambiente con su olor evocándole recuerdos de su casa.

Las visitas se fueron distanciando.  Pasando a ser una vez cada dos meses, luego cada seis y desde hacía un par años sólo iban a visitarlo el día de su cumpleaños.

El tiempo que pasaban con él también se vio reducido a unos escasos minutos, lo justo para dejarle las flores, saludar e irse.

La verdad es que se sentía muy solo en aquel lugar, aunque hubiera más gente allí. Casi todos eran muy amables con él. Encontró gente de su edad, jóvenes que al igual que él había acabado con sus huesos allí de manera prematura.

La última vez que había visto a su hermano gemelo se percató de lo mucho que había crecido. Se había convertido en un joven muy guapo, alto y atractivo. Sus padres habían envejecido bastante y su madre siempre lloraba cuando dejaba sobre tumba el ramo de margaritas blancas que siempre fueron sus preferidas.

Una tarde dando un paseo por los pasillos de aquel recinto, se encontró con un hombre con aspecto de cura, lo había visto varias veces por allí, aunque nunca habían entablado una conversación sólo un ligero movimiento de cabeza a modo de saludo. Siempre iba leyendo el mismo libro que llevaba entre sus manos agarrándolo con fuerza como un tesoro. Al acercarse a él se dio cuenta de que se trataba de la Biblia. Le preguntó amablemente, cómo podría salir de aquel lugar.

El hombre lo miró fijamente, entornó los ojos y le sonrió de una manera casi lastimera al tiempo que le decía.:

-Jovencito, para salir de estos muros has de ir acompañado de alguien que te venga a visitar. Y por lo que veo por las flores marchitas que hay sobre tu tumba, hace mucho tiempo que nadie lo hace.

Soltó una carcajada que resonó en el cerebro del joven como una guitarra desafinada y se alejó.

Faltaban unos meses para su cumpleaños. Tendría que esperar hasta ese día a que vinieran a visitarle para poner en práctica su plan de fuga.

Pero su espera resultó ser más corta de lo que esperaba.

Unos días después hubo un entierro. Un nuevo huésped se alojaría en aquel lugar para siempre, donde dormiría el sueño eterno.

Una joven se acercó a su tumba. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Al principio no la reconoció. Había cambiado mucho. Pero al hablar supo con certeza quién era aquella joven tan guapa que le hablaba. Era Elisa, su novia. 

Le contó que acababa de morir su abuelo. Él conocía bien el cariño que se procesaban el uno al otro y entendió el dolor por el que estaba pasando ella, un dolor desgarrador que con el paso del tiempo se iría calmando.

Luego se puso a hablar, atropelladamente, de lo que le echaba de menos, que todavía no le había olvidado. Aquello le sonó a despedida más que a una declaración de amor.

Un joven se acercaba a ella caminando entre las tumbas. No hizo falta que se acercara mucho para saber de quien se trataba, era mi hermano gemelo. Llegó al lado de Elisa, la agarró por la cintura, la besó en los labios y le dijo que tenían que irse ya. No le dejaron ni una mísera flor, nada. En ese momento se dio cuenta de la cruda realidad, morir es olvido.

Estaba furioso, con todos y con todo. Quería gritar, descargar su enojo sobre ellos. No existía una extensión más grande de dolor que el que sentía aquel joven en aquellos momentos.

Escuchó un ruido.

Al lado de su tumba había un gran ángel de piedra con las alas desplegadas.

Le habló durante unos minutos. El rostro del joven mudó por completo.

El ángel le convirtió en vengador.

Le dijo lo que tenía que hacer.

Se subió a lomos de la joven, su Elisa de antaño.

Fue al atravesar las puertas del cementerio cuando la muchacha comenzó a sentirse mal. Se sentía cansada, le dolía todo el cuerpo y notaba una presión enorme sobre su espalda y sobre todo le costaba mucho respirar.

Su novio llamó una ambulancia que no tardó en llegar.

Mientras se encaminaban al hospital la joven pudo ver su imagen reflejada en una de las ventanas de la ambulancia. Aquello la volvió loca. Tenía unos brazos alrededor de su cuello y la cabeza de un muchacho junto a la suya. Gritó….

 

 

 

viernes, 29 de julio de 2022

EN LA PARADA DEL AUTOBÚS

 

Había sido un día agotador y lo único que deseaba Elisa, más que nada en el mundo, era llegar a su casa, cenar algo e irse a la cama.

El día no había comenzado bien. El coche no arrancó cuando intentó encenderlo. Tuvo que llamar a una grúa. En el taller le informaron que tardarían unos días en arreglarlo, no entendió muy bien de que se trataba el arreglo del que le hablaban porque estaba demasiado agobiada para prestarle la debida atención.

Cogió un taxi. Llegó tarde al trabajo. Su jefe la miró por encima de las gafas cuando entró en la oficina. Aquello no presagiaba nada bueno.

A media mañana cuando se estaba preparando una taza de café, la llamó a su despacho.

Le dijo que tenía que llevar un nuevo caso que había llegado esa mañana. Estaba hasta arriba de trabajo. Pero no dijo nada. No quería tentar a la suerte. Así que asintió y salió con una carpeta baja el brazo y que colocó sobre el gran montón que había sobre su mesa. Tendría que olvidarse del descanso por ese día.

Un rato después de camino al baño un compañero tropezó con ella derramándole el contenido de su taza de café sobre su blusa blanca. El hombre se excusó un millón de veces mientras ella le restaba la importancia que realmente tenía con una amable sonrisa. Trató de quitarse la mancha en el baño sin mucho éxito. Menos mal que ese día no tenía pensado recibir a nadie en su despacho. Pero, aun así, a pesar del calor que hacía, sacó un jersey de uno de los cajones de su escritorio donde lo guardaba para días patosos como aquellos y se lo puso.

Su marido la llamó. Se había torcido un tobillo. Estaba en el hospital. Ella quería ir. Pero él le dijo que en un rato se iría a casa. No era nada grave y que estaba bien. Por causas obvias no podría ir a buscarla a la oficina. Así que, no le quedaba otra alternativa que coger el autobús de regreso a casa porque dos taxis en el mismo día era un derroche excesivo de un dinero del que no disponía.

Sentada en la parada del autobús pensaba en su llegada a casa y soñaba despierta con la ducha de agua caliente que se tomaría antes de cenar. Algo cayó al suelo cuando intentó colocar el bolso a su lado. Era un libro.

Miró a su alrededor por si veía a alguien que lo viniera a buscar al acordarse de que lo había olvidado allí, pero la calle estaba completamente vacía, salvo por un par de coches que circulaban en esos momentos.

Estiró una mano y lo cogió. Parecía pesado. No tenía título. Estaba encuadernado en piel. Presentaba un aspecto deteriorado debido, quizá, por el paso del tiempo y del uso. Las esquinas estaban algo ajadas. No tenía título.

Lo abrió. Las hojas estaban amarillentas y presentaban manchas de humedad.

La primera página estaba en blanco. No había fecha de impresión ni rastro de la identidad del autor.

La siguiente comenzaba diciendo:

-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no vio acercarse a un anciano de aspecto desaliñado y empujando un carrito de supermercado repleto de cachivaches, en su dirección. La joven se dio cuenta de su presencia cuando notó un olor fétido frente a ella. Levantó la mirada….

Elisa dejó de leer porque aquel olor que se describía en aquella página era tan real que hasta podía olerlo.

Alzó la vista y vio a un vagabundo frente a ella sonriéndole, mostrándole una boca carente de casi todos los dientes y los pocos que le quedaban estaban podridos por la falta de higiene. El miedo la envolvió.

Instintivamente agarró el bolso y lo apretujó contra ella.

El hombre no dejaba de mirarla. Ya no sonreía.

-No voy a robarle. Solo quiero unas monedas para comer algo, nada más –le dijo en tono lastimero que la hizo sentirse culpable. Lo que no vio Elisa era el gran cuchillo que escondía en uno de los bolsillos de su holgado y sucio abrigo marrón.

Ella abrió el bolso y le dio un billete. Después de darle las gracias una infinidad de veces desapareció calle abajo. No lo supo, pero se había librado de una muerte segura.

Ya un poco más calmada retomó la lectura.

Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no se dio cuenta de la llegada de uno. Alzó la vista y vio que no era el suyo, pero….

El ruido de un frenazo la hizo levantar la mirada. Frente a ella se había parado un autobús. Se fijó en el número que figuraba en el lateral. No era el que ella esperaba. Las farolas que hasta ese momento habían permanecido apagadas se encendieron de repente arrojando luz sobre los pasajeros que iban dentro.

El libro cayó de sus manos cuando se puso en pie de un salto. Ya no estaba asustada, no, había entrado en pánico total. Lo que vio a través de los cristales eran cuerpos en descomposición, algunos ya esqueletos, otros les colgaban jirones de carne en la cara como si fueran trozos de tela desgarrada

Y lo peor de todo aquello era ver cómo le sonreían.

El autobús de los muertos arrancó desapareciendo de su vista al dar la vuelta a la esquina. Lo que no sabía Elisa es que si se hubiera subido acabaría como ellos.

Elisa estaba muy alterada y sudaba copiosamente. Sacó el móvil del bolso. Tenía que llamar a un taxi, no pensaba permanecer allí ni un segundo más, pero….

La visión del libro en el suelo la hizo reflexionar.

Todo aquello no eran nada más que visiones provocadas por el cansancio que embargaba su cuerpo. Su autobús no tardaría en llegar. Intentó mirar la hora en el móvil, pero éste se había apagado. Intentó encenderlo sin ningún éxito. Parecía que se había muerto.

Intentó calmarse.

Leería un rato más mientras esperaba.

-Había una vez una joven que esperaba el autobús, estaba tan ensimismada leyendo un libro que no se percató de la presencia de una niña pequeña que la observaba hasta que ésta le tiró de la manga del jersey para llamar su atención.

Elisa se sobresaltó. Alguien le tiraba del jersey. Levantó la mirada y vio a su lado a una niña rubia de no más de siete años que la miraba muy seria. Tenía los ojos rojos de haber llorado y todavía podía ver restos de lágrimas en su pequeña cara pecosa.

Elisa le preguntó si se había perdido. La niña movió la cabeza afirmando.

Le preguntó donde vivía. La chiquita señaló con el dedo al descampado que había tras la marquesina del autobús.

No sabía qué hacer, no quería perder el autobús, no podía llamar a nadie porque el móvil no le funciona y su conciencia le decía que tenía que ayudar a aquella niña pequeña.

Se levantó y le dio la mano a la pequeña. La tenía helada. Le dijo que si tenía frio, ella le dejaba su jersey sin ningún problema. La niña negó con la cabeza. Se pusieron a caminar en silencio.

Escuchó su nombre a sus espaldas. Reconoció la voz que lo pronunciaba. Era de su marido, de Juan.

Había ido a buscarla. Cuando lo vio acercarse a ella se dio cuenta de que no cojeaba y su cara era la viva imagen de la angustia y el miedo. Pero, ¿por qué? Ella estaba bien.

El la abrazó con fuerza. Rompió a llorar.

-Elisa, ¿qué te ha pasado? Hace horas que tenías que estar en casa. Ya no hay autobuses. Has desaparecido todo el día. Llamé a la oficina y me dijeron que no habías ido a trabajar. Llevo todo el día buscándote.

-Pero ¿qué dices? - le respondió ella desconcertada- salí del trabajo hace un rato y me senté aquí a esperar, todavía no ha pasado y ahora me disponía a llevar a esta niña perdida con sus padres.

-Que niña? –le preguntó Juan

La niña no estaba a su lado.

Lo que no sabía Elisa es que si hubiera ido con ella habría desaparecido también, para siempre.

Elisa muy asustada miró a su alrededor, sabía que a ojos de su marido parecía que había perdido la cabeza, pero no era así, había visto a la niña y le había dado la mano, de eso estaba segura, incluso recordaba lo fría que la tenía cuando la cogió. No podía explicar a Juan ni a nadie dónde estaba. No había nadie por la calle. No había ni rastro de la pequeña.

Miró a su marido y le preguntó por qué no cojeaba. Lo último que sabía de él es que había estado en urgencias porque había sufrido un accidente.

Él la miró sin comprender de lo que le estaba hablando. No había tenido un accidente aquel día. No había estado en urgencias.

Ella no entendía nada.

Entonces se acordó de algo.  Se quitó el jersey para comprobar que la mancha de café de esa mañana seguía allí. No había ninguna mancha en su blusa, porque llevaba el pijama puesto y estaba limpio.

Era oficial, se había vuelto loca.

-Espera –le dijo a Juan en un intento de desechar esa posible demencia que parecía cernirse sobre ella inevitablemente- había un libro que empecé a leer mientras esperaba el autobús. Lo encontré en el banco donde estaba sentada. Echó a andar hacia la marquesina, casi corría. Y allí estaba el libro.

Lo agarró entre sus manos como quien coge un trofeo. No estaba loca. Tenía el libro. Pero…

En la portada había algo escrito. Era el título que antes se le había pasado por alto ¿o no?

“Momentos casi perfectos para morir”.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 27 de julio de 2022

VISIÓN

 

Era un caloroso día del mes de junio. Faltaban pocos días para terminar las clases. El verano ya estaba a la vuelta de la esquina y con él las ansiadas vacaciones.

La joven y guapa profesora de historia, Elisa, estaba intentando que sus alumnos prestaran atención a su clase de historia sin mucho éxito. Las continuas y rápidas miradas hacia el reloj que había sobre la pizarra le indicaba que estaban desando irse y que la clase les estaba siendo la mar de aburrida. Sonrió. El ambiente olía a días repletos de diversión y playa.

Fijó su mirada en un chico que se sentaba al fondo. Era muy alto y delgado, con el cabello muy corto y rubio. Era el único que prestaba atención. Lo conocía bien. Mateo era un alumno destacado y con unas ansias desmesuradas de empaparse de conocimientos, sobre todo los referentes a su clase.

Sus miradas se cruzaron. Mateo sintió como una suave brisa lo envolvía. Olía a sal. Cerró los ojos y dejó que aquel olor llenara sus pulmones. Los volvió a abrir. Elisa estaba frente a él, observándolo con aquellos grandes ojos azules inmensos como el mar. Reinaba un silencio sepulcral a su alrededor. Una rápida mirada a su alrededor le mostró la quietud y la calma que reinaba en el lugar. Ningún compañero se movía parecía como si una fuerza invisible los hubiera congelado en el tiempo. Las manecillas del reloj marcaban una hora eterna. Se removió en su asiento. Parte de su temor se disipó al ver que él estaba libre de cualquier atadura siniestra y diabólica que lo clavara a la silla.

Entonces fue consciente de lo que realmente era aquella mujer. Vio bajo su largo vestido algo que estaba más allá de cualquier razonamiento lógico. Un grito murió en su garganta antes incluso de nacer. Su joven y guapa profesora no tenía piernas, sobresalían de su vestido unos tentáculos iguales a los que tenían los pulpos.

Sintió que la fina línea lo separaba de la locura comenzaba a resquebrajarse.

Ella lo asió de su mano y entonces….

Se vio en aquel navío el que descubriría nuevas tierras surcando los mares. Él formaba parte de la tripulación. Una gran tormenta se cernía sobre ellos. Las inmensas olas bañaban el barco arrasando a su paso todo lo que encontraba, incluyendo a los tripulantes que desaparecían entre desgarradores gritos de auxilio.

El miedo se cernió sobre ellos como una gran losa, incapaces de ver un final prometedor ante tanta desolación.

Entonces la vio. Era ella. Se elevaba sobre el agua del mar a caballo de una enorme ola. Sus tentáculos se movían a gran velocidad provocando aquel infierno.

La cecaelia destruyó el barco dejándolo a él y a algunos hombres flotando a su suerte en las aguas frías y saladas del mar.

Sus ojos ya no tenían aquella tonalidad azul que recordaba, no, habían cambiado. Ahora presentaban un color rojo como la sangre, como las llamas del infierno, como la muerte misma que venía a buscarlos.

Gritó. Lo hizo como nunca lo había hecho.

Unas risas lo transportaron a un lugar seco y cálido.

Desconcertado, comprobó que estaba en la clase de historia y que era el blanco de todas las miradas.

Se sonrojó al darse cuenta de que se había quedado dormido. Todo había sido un mal sueño.

Sin embargo, pudo ver que bajo los pies de su profesora se había un charco de agua. Sonreía mientras lo miraba con aquellos grandes ojos azules como el mar.

 

 

miércoles, 20 de julio de 2022

INVASIÓN DEMONÍACA

 

- ¿Queréis salvar vuestras almas?, si es así, escuchad lo que os tengo que decir.

Un joven de unos veinte años, vestido con una camisa blanca y unos vaqueros desteñidos, formulaba esa pregunta mientras recorría las calles de la ciudad. Llevaba entre sus manos una biblia encuadernada en cuero.

La gente lo miraba con cierta desconfianza e incluso miedo, apresurando el paso al pasar junto a él.

El muchacho siguió su camino, sin cejar en su intento de ser escuchado.

Llegó a la plaza mayor. Allí se encaramó al viejo olmo que, desde hacía varias décadas, era testigo silencioso de todo lo que pasaba en el pueblo.

Algunas personas llevadas por la curiosidad, comenzaron a escucharlo dejando, eso sí, una cierta distancia entre ellos como temiendo que la locura de aquel joven fuera contagiosa.

-He tenido una revelación –comenzó a decir- esta noche vuestro ganado morirá. Es el principio del fin.

Los vecinos horrorizados por aquellas palabras, trataron de encubrir el temor que sentían de que aquello fuera cierto, tildándolo de charlatán y loco.

Abandonaron el lugar entre risas y bromas.

Pero esa noche lo que aquel muchacho había predicho se cumplió. El ganado apareció muerto por la mañana.

A la misma hora del día anterior el muchacho volvió a subir a aquel árbol y volvió a hablar.

-Esta noche caerán piedras del cielo y arrasarán vuestros cultivos.

Los más escépticos llamaron a la policía. Pasó la noche en una celda de la comisaría.

Al anochecer de ese día, grandes piedras en forma de granizo cayeron del cielo, arrasando por completo todos los cultivos del pueblo.

El miedo se adueñó del pueblo. Los vecinos temerosos de lo que pudiera pasar la noche siguiente se congregaron frente a la comisaría. Querían saber la nueva desgracia que caería sobre ellos.

Antes los gritos de los congregados, la policía no tuvo más remedio que dejarlo salir. Cuando lo vieron aparecer, la gente comenzó a suplicarle que les dijera que iba a suceder esa noche. El joven se veía cansado y ojeroso. Habló despacio, y con cada palabra que pronunciaba punzadas de dolor atravesaban el corazón de aquella gente.

-Esta noche, los niños y los ancianos, morirán.

La reacción de los vecinos no tardó en manifestarse. Como una horda de zombis comenzaron a acercarse a él. Sus intenciones no eran nada halagüeñas. La policía tuvo que intervenir. Lograron salvar la vida del muchacho metiéndolo dentro de comisaría. Aun así, no pudieron evitar que algún compañero resultara herido.

Esa noche, por su seguridad, volvió a pasarla en el calabozo.

A la mañana siguiente los niños y los ancianos habían muerto.

Esta vez los vecinos aparecieron enfurecidos, gritando como posesos y armados con aperos de labranza, cuchillos y diversos objetos punzantes, dispuesto a matar a aquel muchacho al que acusaban de ser el culpable de los males que les estaban ocurriendo.

Un grupo de policías, armados hasta los dientes, salieron a calmar los ánimos de los vecinos.

El comisario salió con una hoja en la mano.

Al ver el semblante que presentaba, serio, blanco como la cera y con un ligero temblor en las manos todos los presentes guardaron silencio. Sabían que nada bueno saldría de aquella lectura.

Alguien gritó:

- ¡Dinos de una vez que ha visto “El Profeta”! ¿Qué nuevos males nos esperan?

-Hemos reproducido palabra por palabra, lo que nos fue dictando el muchacho. El joven que ha predicho todo lo que ha pasado en estas últimas noches con un acierto total.  

“Al caer la noche, cuando las primeras sombras cubran vuestro pueblo, el sueño os invadirá. No durmáis. Tenéis que manteneros despiertos hasta el amanecer, de lo contrario, vuestras almas estarán condenadas al fuego eterno por los siglos de los siglos. “

Se escucharon unos murmullos seguidos de suspiros de alivio. Aquella noche nadie iba a morir ni nada sería destruido. Quedarse despierto no sería tan difícil, pensaban. Los ánimos fueron decayendo y aquella euforia por destrozarlo todo, desapareció. La resignación los envolvió en su manto de delirio y poco a poco fueron abandonando el lugar.

La tarde estaba llegando a su fin.

Las primeras sombras comenzaron a deslizarse, furtivas, sigilosas por cada rincón del pueblo.

Las casas iluminadas mostraban a sus ocupantes en sus rutinas diarias. Pero había algo diferente. Nadie se preparaba para irse a dormir. Todos estaban viendo la tele, escuchando la radio o bebiendo cantidades ingestas de café para no quedarse dormido.

Estos últimos, los que llevaban la cafeína corriendo por sus venas, lograron mantenerse despiertos para ver como miembros de su familia caían desplomados al sucumbir al sueño. Los intentos por despertarlos eran inútiles, habían caído en un sueño profundo, como si hubieran entrado en coma, o peor aún, como si estuvieran muertos.

Lo que les llevó al borde de la locura, fue ver como aquellas sombras que los rodeaban se movían, adquiriendo formas grotescas, espeluznantes. Monstruos salidos del averno dispuestos a conquistar el mundo de los vivos.

Aquella noche en comisaría había cinco personas, de las cuales, tres no pudieron evitar quedarse dormidos.

La recepcionista y un compañero eran los únicos despiertos. Se acercaron a la celda donde estaba encerrado el muchacho al escuchar unos estruendos que provenían de aquel lugar del sótano.

Apuntando con sus armas se acercaron.

El miedo los envolvió al ver como los barrotes de la celda estaban doblados como si fuesen blandos como la plastilina y no barras de hierro. No había rastro del joven.

- ¿Me buscabais? –preguntó una voz cavernosa a sus espaldas

Se giraron y vieron a un monstruo de unos dos metros de altura, cubierto de escamas de pies a cabeza, con unos ojos inyectados en sangre que los miraba con una ira y una crueldad desmesurada.

Aquel muchacho al que llamaban “El Profeta” dio el primer paso para la invasión.

 

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lunes, 18 de julio de 2022

"LA MILLA VERDE"

 

Martín decidió salir a dar un paseo aquella calurosa noche. Tenía los exámenes finales a la vuelta de la esquina, pero hacía tanto calor que la ropa se le pegaba al cuerpo y su mente clamaba a gritos un respiro.

Así que no lo dudó ni un minuto. Salió a la calle y se puso a caminar. Sus pies lo llevaron a la parte antigua de la ciudad. Entre el calor y la caminata le entraron unas ganas enormes de beber algo bien frío. Vislumbró el cartel de un bar haciendo esquina a pocos metros de donde estaba. Le gustó el nombre “La milla verde”.  La terraza estaba a tope, así que entró. El aire acondicionado estaba puesto y al entrar aquel aire frío le rozó ligeramente la cara como el beso de un amante.

Se acercó a la barra, se sentó en el único taburete que estaba vacío. Una voz dulce y melodiosa le pregunto ¿qué quería beber? Al alzar la mirada vio que tenía ante sí a una chica muy guapa con una mirada intensa, tras unos ojos verdes grandes y brillantes. El corazón comenzó a latir en su pecho de manera apresurada y las manos comenzaron a sudarle.

No podía dejar de mirarla mientras ella iba y venía sirviendo a los clientes que se agolpaban en la barra como una horda de zombis.

Cuando al fin ella, tuvo un pequeño descanso pudieron charlar un rato. Escribió algo en una servilleta de papel y se lo dio. Sus labios rozaron ligeramente los suyos. Martín salió del bar envuelto en una ola de éxtasis. En la servilleta había anotado su número de teléfono y su nombre, Alma.

Cuando regresó a su casa, desechó la idea de seguir estudiando y se acostó. Pasó una noche inquieta, cargada de sueños extraños que le causaban angustia y miedo. Por la mañana se levantó somnoliento y muy cansado. Pero aquello no le impidió ir a clase.

Su mejor amigo, Álvaro, le preguntó si se encontraba bien al ver el mal aspecto que tenía aquella mañana. Él le explicó lo que le había pasado la noche anterior, cómo había conocido a aquella chica y como le había impresionado. También le relató lo mal que había dormido esa noche, que había tenido sueños que no recordaba pero que al despertar su cama estaba revuelta como si hubiera estado peleándose con alguien.

Álvaro le preguntó dónde estaba ese bar. Martín se lo dijo. Su amigo abrió los ojos como platos porque por casualidades (o no) de la vida, su abuela vivía a dos calles de aquella dirección y tenía que recoger unas medicinas en la farmacia y llevárselas.

Pasarían por aquel bar antes de ir a casa de su abuela. Martín accedió.

Al llegar, aquella cafetería no mostraba el aspecto que él recordaba de la noche anterior. La puerta estaba cerrada con una gran cadena oxidada. Las ventanas estaban muy sucias, la pintura de la fachada había perdido el color y estaba cubierta de pintadas. Todo hacía indicar que aquel bar llevaba mucho tiempo cerrado.

Martín quedó atónito. No podía creer lo que estaban viendo.

- ¿Estás seguro de que es aquí? –le preguntó Álvaro

Martín asintió con la cabeza. No podía hablar. No entendía lo que estaba pasando

-Tal vez, solo tal vez, lo has soñado Martín –le dijo su amigo- a veces nuestra mente nos juega malas pasadas.

-Podría ser –le dijo Álvaro- pero que me dices de esta servilleta, donde ella escribió su número de teléfono, tiene el nombre del bar.

Su amigo tuvo que reconocer que aquello era muy raro y le propuso que la llamara. Así saldrían de dudas.

Así lo hizo.

Le respondieron al segundo tono. Reconoció la voz de Alma de inmediato.

Charlaron un rato y quedaron en verse esa noche sobre las 10 en el bar.

Estaba tan feliz por aquella cita que se olvidó por completo de la situación en la que estaba metido. Era como si al escuchar su voz sólo existieran ellos dos. Pero la realidad le dio de lleno en la cara como una bofetada al finalizar la llamada.

Tenía que haberle dicho que estaba delante de “La Milla Verde” y se veía sucio y abandonado desde hacía mucho tiempo. Preguntarle si todo aquello era una broma. Porque si era así, era de muy mal gusto. Pero no lo hizo.

Su amigo decidió acompañarle esa noche.

Álvaro esperó a Martín en la calle a que éste saliera de su casa. Caminaron un rato en silencio. Martín estaba muy nervioso. La incertidumbre de lo que se iba a encontrar al llegar a su destino lo estaba matando. Su amigo quería decirle, gritarle, suplicarle, que lo mejor era dar la vuelta y olvidarse del tema, que aquello era un error. Pero veía en la mirada de su amigo que ya había tomado una decisión y no se iba a echar a atrás.

A escasos metros de “La Milla Verde” Álvaro le preguntó:

- ¿Estás seguro?

-Sí –le respondió.

Al dar la vuelta a la esquina lo vieron.

Martín vio un bar rebosante de vida. Con la terraza llena de clientes y a Alma llevando una bandeja cargada de vasos y botellas que iba dejando en las diversas mesas.

Lo vio, le sonrió y le hizo una seña para que entrara.

Él no lo dudó y entró en el bar tras ella.

Álvaro vio como Martín caminaba con paso lento, hacia aquella puerta sucia y ajada por el paso del tiempo cerrada con una cadena. Gritó su nombre, pero su amigo no se paró. Parecía que aquel lugar lo estuviera llamando.

Lo que sucedió a continuación lo desconcertó. Álvaro entró en pánico y se puso a gritar.

Las puertas se abrieron de par en par, dejando escapar retazos de una canción y el barullo de un bar lleno de gente.

Se cerraron de golpe tras él una vez hubo entrado.

Luego nada.

La puerta volvía a estar cerrada con la cadena. El bar a oscuras y con el mismo aspecto de abandono de hacía unos minutos. Pero sucedió algo….

Una servilleta de papel salió de aquel lugar y cayó a sus pies. Álvaro la leyó:

“A veces los errores se disfrazan de deliciosos bombones,

para que las almas incautas y golosas no puedan reconocerlos”

REBELIÓN

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