miércoles, 5 de abril de 2023

LA LLAVE

 

El conde yacía en su lecho de muerte. Le quedaba poco tiempo de vida. Lo sabía. Era consciente de ello. Nunca le había temido a la muerte. Tampoco ahora. Le temía al castigo eterno. Y sabía que era merecedor de él.

Era odiado por todos. Incluso por su madre que había intentado matarlo alguna que otra vez. Una al poco de nacer, y otras dos según iba creciendo.

Nunca fue querido. Educado en los mejores colegios nunca recibió el cariño y el amor que todo niño necesita. No tardó mucho tiempo en repuntar en él el carácter que conservaría hasta el final de su larga vida. No dudó en blasfemar, mentir, humillar e incluso matar a todo aquel que considerara culpable de una manera u otra, siempre bajo su criterio. Nunca quiso a nadie. Ni siquiera a su esposa y a su hija. Las repudiaba. Sólo confiaba en una persona. Un hombre conocedor de todo lo que había que saber sobre ocultismo y magia negra. Un hombre temido, pero al mismo tiempo respetado por su poder.

El conde lo hizo llamar.

—Me muero –le dijo en un susurro.

—Lo sé –le respondió el brujo.

—Seré pasto de la «la devoradora de los muertos» y mi espíritu perderá su inmortalidad…

El conde hizo una pausa mientras miraba fijamente a los ojos al hechicero esperando que dijera algo.

Le agarró una mano y le suplicó:

—Tú puedes salvarme.

—Lo sé –le respondió.

Un incómodo silencio los envolvió durante unos minutos.

El hechicero se sentó en el borde de la cama dándole la espalda al conde.

Aquel acto sería castigado con la pena de muerte a cualquier persona que tuviera la desfachatez de hacerlo. Pero el brujo era diferente…

El conde esperó paciente a que hablara.

Al final lo hizo.

Giró la cabeza. Llevaba un objeto en la mano. Lo miró y le habló:

—¿Sabes qué es esto? –le preguntó.

El conde lo sabía. Era la llave para atravesar la duat. Había visto aquella pequeña pirámide con inscripciones egipcias en las dependencias del brujo, guardada celosamente en un cofre bañado en oro.

—La pondré en tu ataúd. Tu espíritu será inmortal. Volverás a nacer bajo otra apariencia, en otro lugar. Has de conservarla y llevarla siempre contigo, de esta manera sortearás con facilidad los obstáculos que encontrarás a lo largo de tu nueva vida. Y cuando vuelvas a morir tendrás un pase directo al paraíso.

 

 

 

 

lunes, 3 de abril de 2023

MI HERMANA

 

Tras la llamada angustiada de mi madre de hacía dos noches mi vida cambió por completo.

Me pedía ayuda para cuidar de mi hermana diez años más joven que yo. Estaba enferma. Muy enferma, según sus palabras. El tratamiento parecía no hacerle el más mínimo efecto y los médicos habían sido muy clara con ella respeto a su estado de salud, no creían que mejorara y aquello sólo podía significar una cosa, la muerte la estaba acechando.

Mi madre y mi hermana pequeña seguían viviendo en el pueblo que vio nacer a mi abuela y a la madre de ésta. Una casa grande de piedra en muy buen estado de conservación gracias a los cuidados de mi padre y antes que él de mi abuelo. El jardín que lo rodeaba siempre había sido labor de las mujeres de la familia. Mi madre tenía un don especial para cultivar todo tipo de plantas y flores y el jardín era el más bonito de todos los que había visto hasta entonces.

Yo había vivido allí hasta que tuve edad para ir a la universidad. Al terminarla comencé a trabajar y trasladé mi lugar de residencia a la ciudad, donde vivía ahora. Mi hermana pequeña siempre tuvo una salud muy delicada pero los últimos años habían empeorado considerablemente, apenas salía de casa, comía poco y su ánimo fue cayendo en picado al mismo ritmo que su peso.

Yo la adoraba. Siempre que podía iba a visitarla. Así que no dudé ni un instante en acudir a la llamada de mi madre. Mi padre hacía un par de años que había fallecido. Mi madre estaba sola a su cuidado. Tenía a Agatha una mujer agradable y muy simpática que le ayudaba con los quehaceres de la casa y la comida y a Antonio un hombre que se encargaba del mantenimiento y últimamente del jardín, ya que, mi hermana le robaba todas las horas del día a mi madre.

Hablé del tema con mi jefe y arreglamos todo para que pudiera seguir trabajando desde allí. Cuando me puse en camino ya había oscurecido.  A mitad del camino comenzó a llover ralentizando en gran medida mi avance por la carretera.

Cuando llegué a casa de mi padre ya pasaban de las doce de la noche.

Me dijo que mi hermana estaba durmiendo que era mejor que la visitara por la mañana. Le dije que era lo mejor. Estaba muy cansada y deseaba fervientemente darme una ducha de agua caliente y meterme en la cama. Mi madre insistió en que comiera algo antes de irme a dormir. No la quise contrariar y me comí el sándwich de jamón y queso que me había preparado y me había dejado sobre la mesilla de noche mientras me estaba tomando una ducha.

De madrugada escuché mi nombre.

—¿Estás despierta Ana? ¿Puedo dormir contigo?

Somnolienta le dije que sí. Reconocí la voz de mi hermana.

Ella se metió debajo de las mantas. Yo la abracé con fuerza y le di un gran beso en la mejilla. Estaba fría, muy fría. La arrimé hacia mi cuerpo para que entrara en calor.

—Te quiero hermanita –me dijo.

—Yo también «bichito» -le respondí.

Nos quedamos dormidas.

Por la mañana me desperté sola en la cama. Mi hermana en algún momento de la noche se había regresado a su habitación.

Salí de mi habitación y bajé las escaleras en dirección a la cocina.

Encontré a mi madre llorando.

Le pregunté qué le pasaba.

Mi hermana había muerto durante la noche.

 

 

LA VISITA

 


El dolor por la pérdida de un hijo es un dolor único, inexplicable y antinatural. El dolor a que muera es un sentimiento que se instala en los padres desde el momento que llega a este mundo y lo ven por primera vez. Por eso cuando esa inesperada, o no, muerte llega, el dolor que cae sobre los progenitores es tal, que el desinterés por la vida recae sobre ellos.

Martín, una tarde calurosa del mes de agosto sufrió un accidente de tráfico en compañía de sus padres después de pasar unos días a la sierra, en una casa que había sido de sus abuelos.

María y Antonio vivieron en sus propias carnes aquel dolor que parecía hacerse más grande a medida que el tiempo pasaba y que los iba engullendo a pasos agigantados en el pozo negro y profundo de la depresión.

La pareja decidió huir de los recuerdos y buscando la paz y el recogimiento se fueron a vivir a la vieja casa que distaba varios kilómetros del pueblo más próximo, rodeada de árboles y al lado de un gran lago, estaba prácticamente aislada del mundo. Para ellos era el lugar ideal para pasar el duelo y calmar el dolor que los corrompía de dentro a afuera.

Una fría tarde de invierno, dos años después del trágico accidente, un coche se detuvo frente a la puerta de la casa. Conducía un hombre, sentado en el asiento de al lado iba un muchacho de unos doce años.

El chaval se apeó del coche y comenzó a caminar hacia la entrada.

Sabía que no había timbre. Golpeó la puerta. Ésta se abrió lentamente. No estaba cerrada con llave. Entró.

El hombre que se había quedado en el coche no dejaba de mirar hacia la puerta. Se le veía nervioso. Comprobaba la hora a cada rato.

El muchacho dio una vuelta por la casa, se tomó su tiempo.

Cuando entró en el coche el hombre, visiblemente preocupado, le preguntó:

—Martín, ¿los has visto?

El chaval guardó silencio unos minutos intentando reprimir, sin mucho éxito, unas lágrimas que comenzaban a deslizarse por sus mejillas.

—Sí.

El hombre movió la cabeza a ambos lados.

—Te dije que esto no era buena idea. María era mi hermana, la quería mucho, pero a los muertos hay que dejarlos en paz.

 

 

 


miércoles, 29 de marzo de 2023

QUE ASÍ SEA...

 

La felicidad que colmaba su corazón se vio turbada esa mañana cuando al despertar recordó lo que había soñado.

Su mujer lo miraba mientras se afeitaba delante del espejo al tiempo que le daba el biberón a su hijo de apenas dos meses de edad. Aquella criatura era el motivo de su alegría y su felicidad, era el motivo por el que cada mañana al despertarse lo hiciera tarareando una canción, cualquiera, la primera que le viniera a la mente. Pero aquella mañana era distinta a las anteriores desde que aquel bebé había llegado a sus vidas. Aquella mañana no cantaba. Por eso su esposa lo miraba con detenimiento. Algo había cambiado en él.  Tal vez, pensó, la pesadilla de la noche anterior tuviera algo que ver en aquel cambio. Él al sentirse observado, le preguntó qué pasaba a su esposa. Ella dejó al niño sobre la cama lo besó en la enfrente con una ternura infinita y volvió al baño con su esposo.

—¿Qué te pasa? –le preguntó- te noto raro esta mañana. ¿Tiene algo que ver con la pesadilla de esta noche?

El hombre se secó la cara con la toalla, cogió a su mujer de la mano y juntos se sentaron en la cama junto a su hijo. Él lo miró con amor, un amor puro, incondicional. Y supo que haría cualquier cosa por él. Se acercó al bebé y le susurró al oído «Baba Yagá vendrá por ti, pero yo te protegeré, aunque tenga que dar mi vida a cambio»

Entonces mirando a su mujer a los ojos comenzó a relatarle la historia de un ser malvado que le contaban cuando era pequeño llamado Baba Yagá. «Nuestro hijo tiene que ser bendecido o si no ella se lo comerá»

La mujer se echó a reír al tiempo que le decía que aquello no eran más que cuentos chinos contados por los mayores para asustar a los más pequeños. El hombre movió la cabeza de un lado a otro. Aquellas carcajadas comenzaron a retumbar en su cabeza provocando que una incipiente ira comenzara a crecer dentro de él.

Se levantó enfadado y mirándola le exclamó que quisiera ella o no, el niño sería bendecido con agua bendita que él mismo traería de la iglesia. La pesadilla de anoche había sido en torno a aquel ser maléfico avisándole que se llevaría al niño. El hombre sabía que sólo aquello evitaría que Baba Yagá llevara a cabo sus planes con éxito.

—Por encima de mi cadáver –le dijo ella- no permitiré que un sueño condicione lo que ya habías hablado. Nada de sacerdotes, nada de bendiciones, nada de religiones.

—Que así sea –le respondió él mientras abandonaba la habitación.

La mujer se tumbó al lado del bebé pensando que el tema había sido zanjado definitivamente.

Se quedó adormilada a su lado.

El hombre volvió a entrar en el dormitorio, llevaba algo escondido tras su espalda. No titubeó cuando alzó el cuchillo y se lo clavó a su esposa en el pecho.

A continuación cogió al bebé y salieron a la calle.

 

 


sábado, 25 de marzo de 2023

HAY AMORES....

 

Llevaba un buen rato caminando dando vueltas y más vueltas sin perder de vista su casa, pero sin atreverse a volver a ella. ¡Qué extraño! ¿no?

Después de un duro día de trabajo te apetece regresar a tu hogar donde descansar y desconectar. Pero ella no quería volver. No quería ir a su casa porque tras la puerta le esperaba el mismísimo infierno. No quería regresar a su casa porque las palabras descanso y paz estaban prohibidas, todavía por inventar, una ilusión para necios.

Sonó el móvil en su bolso. No quería cogerlo, no quería ver quién la llamaba, porque conocía la respuesta. Sabía perfectamente que Satán estaría al otro lado de la línea instigándola para que volviera a casa, diciéndole que era tarde, preguntándole dónde estaba, con quién estaba…. Bombardeándole a preguntas cuyas respuestas no quería escuchar de su boca, porque él las sabías todas y cada una de ellas, sin darle el veredicto de la duda, algo que no se le niega ni al más vil y cruel criminal. Pero a ella le tenía vetado su derecho a hablar, a decir la verdad a contar su versión de los hechos que difería con creces de los suyos.

Si no respondía era peor, porque el demonio tenía una paciencia finita. Era dueño de una rabia descomunal, una maldad sin igual, una enorme ira y un genio desmedido que siempre descargaba en ella, sólo en ella. Con el resto del mundo no era el lado oscuro de la luna, era un día soleado, un prado de flores, una maravillosa puesta de sol. Galante, educado, comedido, respetuoso.

Le asustaba saber que llevaría escondido en su espalda esta vez para castigarla por su tardanza. ¿unas tijeras? ¿un cuchillo? o cómo últimamente hacía, una toalla mojada con que pegarle en las piernas y no dejarle marcas visibles de su castigo.

Hay amores que matan lentamente, cual herida que supura constante...

No quería saberlo. No quería regresar a casa. No quería seguir teniendo miedo. No quería….

Pero él en esos momentos tenía lo que más quería en esta vida, por lo que daría su vida si fuera necesario, su razón de ser, de vivir, de respirar… su hijo.

Enfiló el camino hacia el infierno. Jurándose que un día encontraría el valor suficiente para no volver a cruzar aquel umbral.

 

 

 

miércoles, 22 de marzo de 2023

HORA DEL PAGO

 

—Gracias por este día ten maravilloso en la playa, cariño –le decía Ana mientras tumbados en la arena le acariciaba el pelo con ternura –Marta se lo está pasando en grande haciendo castillos en la arena

Y así era, su hija estaba sentada en la orilla llenando un cubo rojo de arena, con una pequeña pala con una enorme sonrisa dibujaba en su cara. Era feliz, al igual que él y su esposa. Era un día perfecto.

Ana se levantó de su lado y fue hasta la niña. Le dio la mano y juntas comenzaron a jugar con las olas que morían en la orilla.

El hombre cerró los ojos y se dejó llevar por el murmullo del agua.

Un estruendo lo sobresaltó. Se irguió en la toalla al escuchar los gritos de su mujer y su hija. Ana llevaba a la pequeña en brazos. Corrían a su encuentro. El cielo se había cubierto de espesas nubes negras que escupían… ¿piedras?

Él tomó la mano de su esposa y comenzaron a correr para ponerse a salvo. Su esposa tropezó. Ella y la niña cayeron sobre la arena. Una gran roca negra caía a gran velocidad sobre ellas…

El hombre se despertó gritando y bañado en sudor. Le costó un rato darse cuenta de donde estaba. Estiró el brazo hacia el otro lado de la cama. Estaba vacío…

Se levantó, salió de la habitación y fue hasta la cocina esperando encontrar a su esposa allí.

No estaba. Recorrió toda la casa sin encontrarla. Fue hasta la habitación de su hijita y tampoco estaba. La cama estaba deshecha pero no había ni rastro de la pequeña.

Nervioso salió a la calle. El coche tampoco estaba.

La llamó al móvil. Saltaba el contestador.

Lo intentó varias veces más, le dejó mensajes para que lo llamara porque estaba preocupado.

Decidió esperar un poco por si llamaba. Comenzó a pasear de un lado a otro de la casa, la incertidumbre lo estaba matando. ¿Dónde estaban?

El teléfono sonó en su mano. Del susto que se llevó casi lo deja caer al suelo. Miró el número. Desconocido leyó. Contestó.

—Ha llegado el momento de pagar el pacto, Fausto –le dijeron al otro lado de la línea.

—¿Quién es? –preguntó aun sabiendo la respuesta.

Meses atrás había hecho un pacto con un hombre que había conocido en un bar. Desesperado por las deudas que lo acosaban estaba bebiendo sin parar en la barra. El hombre se acercó ofreciéndole la solución a sus problemas. Nunca supo por qué aceptó, tal vez la borrachera tuviera parte de culpa y la otra, el miedo a perderlo todo, su familia, su casa….

Al día siguiente en su cuenta estaba el dinero que necesitaba. El hombre a la pregunta de qué quería a cambio, sólo le respondió: me debes un favor.

Estaba amaneciendo. Los primeros rayos de sol que se colaban por las ventanas de salón le mostraron la realidad. Sus ropas estaban manchadas de tierra, así como sus manos. Fue hasta el baño. El espejo le devolvió su reflejo. Tenía la cara sucia y llena de arañazos.

El timbre de la puerta sonó varias veces hasta que fue consciente de ello. Iba a abrir cuando los policías la echaron abajo. Sin darse cuenta le habían puesto las esposas y lo llevaban hasta el coche patrulla. Lo acusaban de la muerte de su esposa y de su hija.

Había pagado el pacto. El diablo se había cobrado sus almas.

 


domingo, 19 de marzo de 2023

TIEMPO EXTRAÑO

 


 

Elisa estaba tomando una taza de café en la cocina, cuando sonó el timbre de la puerta. Se preguntó quién era. No esperaba visita y menos un sábado por la mañana tan temprano.

Al abrir la puerta se encontró a un hombre de unos treinta años, alto, delgado, moreno y muy guapo. Vestía un traje negro, camisa blanca y una corbata morada. Llevaba un maletín de cuero marrón en su mano derecha. Se presentó como Juan González mientras le tendía una tarjeta la cual le indicó a la mujer que estaba frente a un abogado.

—Usted es Elisa Moreno ¿verdad? –le preguntó.

Al ver la incertidumbre dibujada en el rostro de Elisa el hombre le indicó que su visita estaba relacionada con la reciente fallecida Juana Rey.

Al escuchar aquel nombre las lágrimas acudieron raudas y veloces a los ojos de Elisa nublándole la vista. Hizo un ademán con la mano indicándole que entrara porque las palabras antes de ser pronunciadas se ahogaban en su garganta como náufragas en un mar de pena y tristeza.

El hombre entró. La casa olía a café recién hecho. Elisa le ofreció una taza que el hombre no rehusó.

Sentados ante la mesa de la cocina delante de unas tazas humeantes Elisa, sin andarse con rodeos, le preguntó cuál era el motivo de su visita.

El abogado colocó el maletín sobre la mesa y sacó un sobre de su interior.

—Mi padre era el abogado de la señora Juana Rey fallecida recientemente. Digo era, porque murió repentinamente hace unos meses, con lo cual ahora llevo sus casos y entre ellos los de la fallecida. Sé que se conocían desde hacía muchos años. Mi padre y ella eran muy buenos amigos una amistad que comenzó en el colegio y que perduró siempre, aunque sus caminos tomaron rumbos diferentes siempre estuvieron en contacto.

El hombre le tendió el sobre a Elisa. Escrito a mano pudo leer: «para Elisa Moreno» Ella reconoció aquella letra al instante como la de la mujer, grande, con trazos firmes y ligeramente curvada.

—Las órdenes eran claras, esta carta le sería entregada a usted a su muerte –hizo una pausa y continuó- no es el único motivo porque el que estoy aquí.

Elisa lo miró confundida.

—Verá la señora Juana Rey la hace única heredera de todas sus propiedades –Sacó un fajo de papeles de su maletín y se los entregó a la mujer- aquí está su testamento para que lo lea con calma. Pero se lo puedo resumir. La fallecida tenía una cantidad bastante considerable de dinero en el banco, así como dos pisos en la ciudad y una casa de campo en la costa. Todo es suyo. Lo único que necesito es su firma indicando que está conforme y en unos días podrá tomar posesión de la herencia.

Al ver la indecisión de la mujer el abogado le indicó:

—Si quiere, también puede pasar por mi despacho el lunes por la mañana en la dirección que aparece en la tarjeta y leer con calma el testamento y la carta que le he dado durante este fin de semana. No hay problema. Sé que es mucha información y que necesita tiempo para asimilarla. También puede llamarme, a cualquier hora, por si le surge cualquier pregunta.

Elisa le dijo que a primera hora de la mañana del lunes se presentaría en su despacho. El hombre se despidió y se fue. Elisa se quedó en la puerta hasta que el coche del abogado desapareció calle abajo.

Al cerrar la puerta se dio cuenta de que llevaba la carta en la mano. Entró y fue al salón. Se sentó en el sofá abrió el sobre y se dispuso a averiguar lo que las dos hojas de papel que Juana Rey había escrito a mano le querían decir.


Mi querida Elisa:

En primer lugar, quiero decirte que el año que estuve a tu cuidado fue uno de los más felices de mi larga vida. Cuando el alzhéimer entró a formar parte de mi vida, dispuse todo con mi abogado, el señor Arturo González, gran profesional y sobre todo gran amigo, para poder trasladarme a este centro porque ya no podía hacerlo por mí sola. Esta carta le he escrito con su ayuda porque cada día que pasa mis ratos de lucidez son más efímeros.

Cuando te vi aparecer por primera vez en mi habitación trayéndome la medicación, supe de inmediato que eras tú. Que el destino te había puesto en mi camino en la recta final de mi vida. Tuve que contener el enorme deseo de abrazarte que sentí en esos momentos. Pero no quería asustarte.  Pronto congeniamos, teníamos muchas cosas en común. Yo también había sido enfermera y aunque la enfermedad me estaba quitando vivencias de mi vida, todavía conservaba unas cuantas que pude compartir contigo. Tú me escuchabas con atención, recelosa y tímida en un primer momento, no te culpo, el resentimiento y la falta de respuestas a muchas preguntas que rondaron por tu cabeza a lo largo de tu vida te hacían mantenerte reticente, pero aquel muro infranqueable del que te habías rodeado fue cayendo, casi sin darte cuenta y los últimos meses pudiste ser la verdadera y genuina Elisa conmigo.

Aunque nunca lo dijimos sabíamos la verdad y que aquel encuentro no había sido casual. Tú lo habías dispuesto así. Y de doy las gracias por ello.

Te fui dando las tan ansiadas respuestas a las preguntas que te atormentaron durante toda tu vida, sobre todo al saber que la mujer que te había criado no era tu propia madre. Te conté mi historia que venía siendo la tuya. Al ser la mayor de cinco hermanas mis padres, al cumplir los dieciséis años, me buscaron una casa en la ciudad donde servir y así poder ayudarles económicamente. También te hablé de la violación del señor y cómo al dar a luz se quedaron con mi bebé (su esposa no podía tener hijos) y me echaron de allí. No pude volver a casa después de aquello, mi padre no me lo permitió, había deshonrado a la familia. Encontré otra casa en otra ciudad. Trabajé el tiempo suficiente para ahorrar y hacer los estudios de enfermería. Trabajaba de día y estudiaba de noche. Cuando conseguí el título pronto conseguí trabajo, eran tiempos de guerra y toda ayuda era poca. Aquellos meses en el frente marcarían mi vida para siempre, pero me abrieron muchas puertas.

La guerra terminó, los años fueron pasando y mi estabilidad económica mejoró considerablemente. Entonces decidí buscarte y traerte conmigo. Pero me encontré con la realidad. Tu padre había muerto dejándoos a ti y a su mujer en una situación muy precaria a causa de las deudas de juego que había ido adquiriendo con el paso de los años. También vi el afecto y el gran cariño que le tenías a aquella mujer que para ti era, al fin y al cabo, tu verdadera madre. Vi lo unidas que estabais y que no podía separaros. Ella sólo te tenía a ti.  De forma anónima os empecé a enviar dinero y vuestra vida fue mejorando.

Años después cuando ella falleció intenté volver a contactar contigo, pero tú ya tenías tu familia. Un esposo y una hija preciosa. Habías conseguido lo que yo nunca pude, una familia. Y me alegré mucho por ti.

Años después cuando tu esposo murió, en aquel fatídico accidente de tráfico, te abracé en el cementerio el día de su entierro. Me miraste y pude ver algo en tus ojos, un reconocimiento fugaz que duró sólo unos instantes, pero que para mí fue suficiente para llenar mi corazón de alegría.

Sé que aquel día cuando entraste en mi habitación sabías que yo era tu madre biológica, al igual que yo supe que tú eras mi añorada hija. Nunca nos lo dijimos, pero aquel secreto entre ambas, aquel secreto que compartíamos, nos unió con un lazo que se iba estrechando con el paso del tiempo. Sé que no me guardas rencor, lo veo cada día en tus ojos cuando me miras y me sonríes.

Por eso me muero feliz porque durante todo este tiempo que estuvimos juntas pude ver en la buena persona en que te has convertido, en la gran madre que eres y estoy muy orgullosa de ti. Nunca me casé ni tuve más hijos porque mi corazón y mi alma te lo entregué en el mismo momento que te traje al mundo. Mi vida giró siempre a tu alrededor y aunque no pude darte el amor de una madre, puedo darte ahora una estabilidad económica para ti, para tu hija y para tu nieto que viene de camino porque tu vida tan poco fue fácil.

 

Te quiero mucho.

 

Juana Rey

 

 

 

 

 

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REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...