viernes, 14 de mayo de 2021

MI VECINA

 

 

 

Mi vecina, una anciana muy simpática que vivía en el piso de al lado. Me pidió una noche, que le diera de comer al gato, porque ella, tenía que ausentarse unos días, para asistir a la boda de su nieta. Me dio la llave de su piso, junto con las instrucciones pertinentes sobre cómo darle la comida a “Dante”, su gato siamés.

Al día siguiente, por la mañana temprano, salí de mi piso y me dirigí al de mi vecina para realizar el cometido que me había pedido. Estaba en penumbra. Encendí las luces, respetando así la decisión de la mujer de no levantar las persianas. Hacía mucho frio allí dentro, nada que ver con la temperatura de fuera, que oscilaba sobre los 30 grados. Había fotos por todas partes. En una de ellas se veía a una pareja muy sonriente, en un tílburi. Me fijé en que un ojo de la chica era verde y el otro azul. Un caso raro, pensé. Dante se estaba restregando en mis vaqueros, mientras maullaba lastimosamente. Estaba claro que quería su desayuno. Sobre la encimera de la cocina había varios anillos colocados en una bandejita de plata. La comida del gato estaba en la alacena que había justo debajo del fregadero. Le llené su comedero y me fui, pensando en hacerle otra visita al caer la tarde. Tenía una tarea pendiente, tenía que comprar un presostato nuevo y luego, a la hora de comer, ir a tamalear con una amiga, a mí no me gustaban mucho los tamales, pero a ella le encantaban. Al caer la noche volví a casa de mi vecina. El gato, me estaba esperando detrás la puerta. Le di su lata de comida y le puse agua limpia. Por el rabillo del ojo me pareció ver a una mujer con un vestido albiceleste que entraba en una habitación que había al final del pasillo. Me asusté un poco, sabía que estaba sola en la casa. Decidí ir a mirar, confieso que estaba muy asustada. Abrí la puerta despacio, la persiana no estaba bajada de todo, dejando entrar algunos rayos de luz. Al fondo de la habitación, vislumbré una silueta, junto a la cama, encendí la luz con mano temblorosa y mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que aquello que me había asustado era una armadura. La persona a la que había pertenecido debía de medir por lo menos dos metros, era enorme. Yo no podría dormir con aquello en mi habitación. La cama estaba hecha. Había una cómoda al lado de la ventana, sobre ella una foto enmarcada, en la que se veía un hombre de unos treinta años, bien parecido. Debajo alguien había escrito en letras mayúscula “tartufo”, ni idea de lo que significaba aquello. Al lado de la foto había una invitación para la inauguración de una rotisería, de nombre “EL ZORRO” Me giré para salir de la habitación. Seguía haciendo mucho frío, pero en aquel lugar parecía que la temperatura era todavía más baja. Entonces la vi. Era mi vecina tumbada en la cama. Parecía dormida. Su tez estaba pálida y tenía una sonrisa dibujada en su cara. No la había escuchado entrar. Hacía menos de cinco minutos juraría que no estaba. Me acerqué a ella, despacio, muy despacio. Estaba a escasos centímetros de la cama cuando escuché como alguien abría la puerta de la calle. Me sobresalté y salí a ver de quién se trataba. Una mujer idéntica a mi vecina, pero con veinte años menos estaba entrando. Tenía los ojos hinchados. Había estado llorando. Me miró sorprendida en un primer momento, luego me sonrió. Me dio las gracias por darle de comer al gato. Le pregunté quién era, me dijo que la hija de la mujer que vivía allí. Yo no la conocía, pero ella sabía perfectamente quien era yo. Seguro que su madre le había hablado de mí y del cometido que me había pedido. Le dije que su madre estaba en la habitación, tumbada en la cama. Se puso pálida y me miró perpleja. Fue corriendo hacia la habitación, la abrió. En la cama no había nadie.

miércoles, 12 de mayo de 2021

UN ERROR FANTASMAL

 

 

 

Armadura reluciente, era lo primero que se veía cuando entrabas en el castillo. Me gustaba corretear por él, recorría todas las habitaciones y me escondía en lugares donde no llegaba la luz, pasando desapercibida. Conocía cada rincón, cada puerta secreta que llevaba a oscuros y fríos pasadizos. Llevaba muchos años allí, más de los que había vivido. Había visto nacer y morir a los descendientes de la primera familia que se instaló allí. Nunca quise interactuar con los vivos, me gustaba contemplar el día a día de aquella gente, me hacía sentir viva. Escuchaba con devoción los cotilleos entre las damas, y disfrutaba viendo sus vestidos nuevos que lucirían en los bailes, que se celebraban en el gran salón. Lloraba cada muerte y reía con cada nacimiento. Pero... una vez cometí un error. Había una niña. Me recordaba a mí de pequeña. Su padre siempre viajaba, su madre sólo pensaba en fiestas. Pasaba mucho tiempo sola. Yo, en un momento de ternura, empecé a manifestarme ante ella. Jugábamos largas horas. Disfrutábamos cada momento.  La madre se puso histérica, cuando entró una vez en la habitación y vio cómo se movían las cosas, aparentemente solas. Comenzó a gritar como una loca por todo el castillo: ¡un fantasma! ¡Un fantasma! Se armó una muy gorda. Intentaron calmarla y hacerla entrar en razón. Pero al poco tiempo se fue, arrastrando de la mano a la pequeña, que no paraba de llorar. Pude ver un moratón en uno de los grandes y azules ojos de la niña. Sentí una rabia enorme. Aquella mujer no tenía ningún derecho de pegarle a su propia hija, a esa niña tan buena e inocente, que no había hecho nada malo, salvo esperar un poco de cariño de los vivos, que nunca recibió. Entonces no pude controlarme y empecé a descargar mi ira, tirando todo lo que encontraba a mi paso, haciendo que las puertas y ventanas se abrieran y cerraran. En la biblioteca tiré todos los libros al suelo, uno por uno, hasta que no quedó ninguno en su sitio. Aquello horrorizó y atemorizó a la gente que allí vivía. Salieron despavoridos del castillo, como alma que lleva el diablo. Entonces comprendí que ya nadie querría volver a vivir allí. Que me quedaría sola para siempre. Ese era mi castigo por aquella debilidad. Los muertos no deben mezclarse entre los vivos, mientras estos últimos no sean conscientes de su propia muerte.


sábado, 8 de mayo de 2021

ÁNGEL DE LA GUARDA

 


 

 

Mario tenía siete años, vivía con su madre en una casa a las afueras de un pequeño pueblo. Su padre había muerto al poco de nacer él, cuando una fatídica noche, un ciervo se cruzó delante del camión que conducía, saliéndose de la carretera y precipitándose por un acantilado. Fue una gran desgracia, el hombre era muy respetado y querido por todos. Aquella pérdida casi vuelve loca de pena a su madre, que la sumió en una gran depresión.  Pero gracias a la ayuda de los vecinos, cuidando al niño y prestándole ayuda en todo momento, logró salir adelante. Consiguió trabajo en el único cine que había en el pueblo, como taquillera. Pero después de cinco años, una nueva empresa se hizo cargo de él. El antiguo dueño había perdido gran parte de su dinero en las apuestas de caballos y ya no podía hacer frente a las facturas que día a día se iban acumulando. El nuevo propietario dictaminó que lo primero que harían sería remodelarlo por completo, para darle un aire más acorde con los tiempos que corrían. Las obras durarían unos seis meses, periodo por el cual la mujer se quedaría sin trabajo. Pero una vez más la gente del pueblo se volcó con ella y le ofrecieron un trabajo de camarera a tiempo parcial. El niño podía estar con ella cuando no tuviera que ir al colegio.

Pero el tiempo pasó y el cine seguía igual que siempre. Parecía que la remodelación de la que habían hablado, se había esfumado como el humo de un cigarrillo.

Una tarde en que la madre recogió al pequeño de la escuela, lo vio muy serio y taciturno. Nada habitual en él, era un niño muy charlatán y extrovertido. La madre se preocupó por lo que le pasaba, pero el niño le respondió con un simple y rotundo “nada”, dando por zanjada la conversación, mientras sus ojos miraban el sueño que iba pisando.

La madre no le dio mayor importancia. Comieron y el niño se fue a su cuarto a hacer los deberes. En un momento determinado, la madre pasó por delante de la habitación de su hijo para ir al baño. Escuchó su voz y otra que no logró identificar, parecía la voz de una chica. Esperó un rato al otro lado de la puerta para cerciorarse de que su pequeño no estuviera jugando e imitando voces.

-Te gustó lo que hiciste? –le preguntaba la voz femenina

-No lo sé, creo que un poco- le respondía el niño

-Créeme cuanto más lo hagas más te gustará. Ahora no puedes dejarlo. Y cuando tengas muchos te diré un sitio donde puedes llevarlos y tenerlos a salvo.

La curiosidad la estaba matando y sin pensarlo dos veces abrió la puerta de la habitación. Su hijo estaba sentando ante su escritorio con la libreta de los deberes de matemáticas abierta y con un lápiz en la mano. Estaba solo. Allí no había nadie.

Le preguntó con quién hablaba, a lo que el niño le respondió que con su ángel de la guarda. La madre lo miró atónita, nunca habían sido muy religiosos, aunque eran católicos, poco iban a misa, tal vez lo del ángel de la guarda lo escuchara en la escuela o a algún niño. Así que, aunque no se había quedado muy tranquila con la respuesta, tampoco quería atosigarlo, le dijo que la cena estaría lista en medio hora y salió del cuarto.

Los días transcurrieron con más episodios de aquellos. Le mujer seguía escuchado aquella voz femenina en el cuarto de su hijo y a la pregunta de quién era, la respuesta era siempre la misma “mi ángel de la guarda”. La madre había preguntado a otros padres y madres sobre el tema y casi todos coincidían en que algunos niños y niñas, en algún momento, tenían un amigo imaginario, que no había que preocuparse por ello, que era normal y que se pasaría a medida que fuera creciendo.

Por fin empezaron las obras en el cine, con más de cuatro meses de retraso.

La remodelación sería completa, solo dejarían sin tocar la estructura del edificio. La sorpresa de los operarios cuando entraron en una de las salas del cine, fue mayúscula. Sentados como espectadores mudos y ciegos ante una pantalla en blanco, había animales sentados en las butacas, conejos, gatos, ardillas, ratones… Uno en cada butaca, de las más de cien que había en aquella sala, todos con el cuello roto.

La noticia corrió como la pólvora, expandiéndose por todo el país. “Macabro descubrimiento en un cine abandonado”, rezaban los titulares de los periódicos. Nunca se supo quién había sido el autor de aquello. La policía barajaba varias hipótesis que desembocaban en una sola. Se trataba de la mayor obra terrorífica, realizada por jóvenes con un sentido del humor muy macabra.

Su madre no estaba detrás de la puerta para escuchar como aquella voz lo felicitaba por sus acciones realizadas con éxito y con buen final. Y le alentaba y provocaba, al mismo tiempo, diciéndole que con animales era fácil, pero que seguro que con personas no sería capaz.


SUCESO EN LA NIEVE

 



Trineo, deslizándose a una velocidad vertiginosa por la ladera de la montaña. Un guarda lo observaba, a través de los prismáticos, en la cima de la misma. Temía por la vida de aquel hombre y no podía entender a que se debía tanta prisa. Echó un vistazo a su alrededor y entonces lo vio. Una nube de grandes dimensiones y muy oscura, parecía perseguirlo. Su velocidad iba incrementando en proporción a la velocidad que iba adquiriendo el trineo. Entonces bajo la atenta mirada del guarda, sucedió.  Era algo insólito, macabro, impensable. Aquella nube empezó a escupir peces de su interior.  Hasta tal punto que el hombre que iba dirigiendo el trineo, perdió el control, impactando contra un árbol. El guarda nervioso, por lo que acaba de ver, empezó a deslizarse por la ladera, en un intento desesperado por salvar la vida aquel hombre. Cuando llegó junto al trineo, el cuerpo del hombre había sido sepultado, literalmente, por centenares de peces provistos de grandes aletas y de color plateado. Pidió ayuda por radio, necesitaba que acudiera, cuando antes, algún sanitario.


CÚMULO DE DESGRACIAS

 


 Vio un pájaro revoloteando entre los barrotes de su celda. Lo miró emocionado. Tal vez fuera una señal de que las cosas podrían cambiar. Lo acusaban de la muerte de su hija pequeña. Era inocente. Su pesadilla comenzó el día del entierro de su padre, hacía cinco años. Llevaba a su niña cogida de la mano. Se había congregado mucha gente en el cementerio. Su padre era un hombre muy querido por todos. La gente se agolpaba a su alrededor, para saludarle y darle el pésame por tan triste pérdida. La niña se soltó de su mano. Él se dio cuenta de ello e intentó buscarla, pero no podía dar más de dos pasos sin que viniera alguien a abrazarle o estrecharle la mano. Cuando la cosa pareció tranquilizarse, la buscó por el cementerio y alrededores. Pero la niña no aparecía. La policía consideró su comportamiento muy sospechoso. Y estaba el agravante de la inminente separación de la pareja y su fuerte vínculo con la niña. Un guardia le dijo que su abogado había ido a verle.  Su madre había muerto y habían encontrado a la niña. Al parecer la curiosidad de la pequeña, la había llevado a la tumba, cayéndose dentro, muriendo de un golpe en la cabeza. Nadie lo vio y el ataúd se colocó encima. Habían encontrado sus restos al enterrar allí a su madre.

 


EL TÚNEL

 




 

 

 

Me desperté en un sótano frío y oscuro, hacía mucho frío. Escuché el ruido metálico de la puerta al abrirse y unos pasos bajando las empinadas escaleras. Un hombre, vestido con un anorak que le quedaba demasiado grande, nos iba alumbrando uno a uno. Éramos unas veinte personas las que estábamos allí tumbados. Sacó una libreta pequeña de color rojo, de uno de los bolsillos y empezó a recitar nombres. Los mencionados se iban levantando y se dirigían, con paso lento y cansado, hacia las escaleras que daban al exterior. Eran los elegidos para ser evacuados de aquel planeta sumido en el caos, que una vez fue la tierra. Todo había ocurrido en menos de setenta y dos horas. Un meteorito cayó en nuestro planeta destruyéndolo casi en su totalidad. Tras el impacto, toda la tierra, se cubrió de nieve. Murieron el noventa y nueve por ciento de la población, el uno por ciento que quedamos, tendríamos que abandonar, la que fuera nuestra morada durante millones de años, porque la vida tal y como la conocíamos, había desaparecido por completo. Ya no había plantas, ni árboles, ni animales, no quedaba nada. Alertados por las autoridades, antes de que todo se viniera abajo, y ya nada funcionara, algunos pudimos sobrevivir a la catástrofe, internándonos en sótanos o bunkers. Una nave nos esperaba fuera para evacuarnos. El hombre siguió recitando nombres hasta que sólo quedé yo. Me miró, volvió a posar su mirada en la libreta por si no había visto mi nombre y me volvió a mirar, esta vez vi pena en su mirada, al comprobar que no estaba en la lista. Me asusté. Estaba claro que no me sacarían de allí. Me levanté del suelo alterada y muy asustada. Lo increpé para que la mirase de nuevo, porque tenía que haber un error. El hombre, visiblemente afectado por la suerte que me deparaba allí, me pidió perdón pero que no podía hacer nada al respecto. Empezó a subir las escaleras, haciendo caso omiso a mis súplicas y mi llanto, y salió. Sabía que correr tras él no serviría de nada, iba armado y no se lo pensaría dos veces antes de dispararme. Me asomé a la puerta para verlos partir, sin poder parar de llorar. En aquel sótano no hacía tanto frío como fuera y la gente se había ido dejando las mantas, en el lugar donde habían dormido. Fuera, la tierra estaba cubierta con unos veinte centímetros de nieve. Imposible salir de allí. Me había resignado a morir en aquel agujero, sabiendo que cualquier intento por escapar sería acelerar una muerte segura. No estaba preparada para morir, necesitaba descansar un poco y luego urdiría un plan. Necesitaba pensar que podía hacerlo. No quería darme por vencida tan fácilmente. Cogí las mantas y me envolví con ellas. Me apoyé contra la pared y para mi sorpresa ésta cedió con mi peso, cayéndome de espaldas. Aquello no era una pared, era una pequeña puerta de madera, ajada y podrida por el paso del tiempo y por humedad. Me encontré en un túnel, estrello y muy oscuro. Decidí averiguar a dónde iba, con la idea de encontrar comida o a alguien que me pudiera ayudar. Caminé durante mucho rato, siempre a oscuras, no sé el tiempo que estuve reptando por él pero me pareció una eternidad. En un momento dado, vi claridad a lo lejos, eso sólo podía significar una cosa, el final estaba cerca. A medida que me iba acercando oía voces de gente, podía distinguirlas, eran voces de mujeres y niños. Aquel descubrimiento me dio fuerzas y seguir adelante. No estaba sola. Llegué al final del túnel, cogí aire, y salí al exterior. Lo que primero me sorprendió, fue la ausencia de nieve, y sobre todo el azul del cielo. No sé dónde estaba, pero aquello no podía ser real. Había niños jugando en un gran campo verde y un grupo de mamás sentadas ante una mesa de piedra charlando, mientras observaban el juego de sus hijos. Me puse en pie, observándolo todo a mi alrededor. Los árboles, las flores, el campo. La alegría que me embargaba, hizo que rompiera a llorar como una niña pequeña. Últimamente no paraba de hacerlo. Una mujer se acercó a mí preguntándome si estaba bien. Le dije que no sabía dónde estaba. Me miró sorprendida. Vio mis ropas sucias y mi aspecto desaliñado y dedujo que había sufrido un accidente y que estaba conmocionada. Me agarró suavemente por los hombros y me condujo hacia la mesa donde estaban las otras mujeres. Me señaló una silla para que me sentara. Me ofreció algo de beber, que acepté con gusto. Era limonada, estaba riquísima, pero lo que más me gustaba era sentir el sol en mi espalda. Había una revista de moda sobre la mesa. De soslayo miré la fecha que había en la portada. 1970. Aquello era increíble, había viajado en el tiempo. Tal vez nuestro planeta tuviera una segunda oportunidad.

 


viernes, 7 de mayo de 2021

VIAJE EN TREN

 

 

 

 

Mi padre había sido gran parte de su vida timonel, y decidió que aquellas vacaciones las pasaríamos en casa de su hermana, que vivía en una gran casa en las montañas. Yo tenía nueve años y unas ganas enormes de ir a la playa. Así que, durante aquel viaje en tren, apenas le dirigí la palabra, ni a él, ni a mi madre por ser cómplice de sus locuras. Abrí la ventana, hacía mucho calor. Un pájaro se posó a escasos centímetros de mí y envidié su libertad por ir a donde quisiera. En el camarote de al lado, alguien tocaba pésimamente un samisén, mientras yo hojeaba un libro que tenía varias fotografías donde se veía a un niño en trineo. Esa imagen me dio escalofríos, no lo envidié, odiaba la nieve. Yo seguía enfadado, pero estaba atento a lo que hablaban mis padres entre ellos, no entendía mucho de lo que decían, no paraban de mencionar una y otra vez algo sobre una cartola. ¡Cosas de mayores! Pensé y seguí leyendo. Mi padre se ausentó un momento y para cuando volvió, lo hizo con unos platos de pasta regados con pebre, olía muy bien y lo devoré, como si no hubiera comido en años. Entonces algo pasó. El tren se detuvo. Miré por la ventanilla y no veía más que árboles y más árboles. Mi padre, nos dijo que no nos moviéramos de allí, mientras él iba a ver qué pasaba. Yo seguía pegado al cristal. Algunos pasajeros también bajaron. Cuando regresó mi padre nos dijo si queríamos salir y estirar un poco las piernas porque lo más seguro es que estaríamos un buen rato parados. ¡Yupi! Grité, era la mejor noticia que me habían dado desde que habíamos salido de la estación. Algún día, cuando fuera lo suficientemente mayor, iba a despublicar todo lo que habían escrito sobre la comodidad de los trenes. Mi opinión personal es que era el peor medio de transporte habido y por haber. Cuando pisé tierra, me puse a correr, yo también quería saber que era aquello tan importante que había conseguido parar a aquel monstruo de hierro. Vi más de un sanitario, auxiliando a un par de niños, no más mayores que yo, que yacían inmóviles en el suelo. Me conmocionó verlos tan quietos, y sobre todo ver la sangre que los cubría. Alcé la mirada y vi el autobús. Estaba tumbado de lado en el medio de la vía. Presté atención a lo que decían los adultos a mi alrededor. Al parecer en aquel autobús viajaban veinte niños y el conductor, en el suelo sólo había dos niños y un adulto, ¿dónde estaban los demás? Decidieron hacer batidas por el bosque. Pensaron también, que sería más adecuado que las mujeres y los niños nos quedásemos en el tren. Yo protesté, quería ir con ellos. Mi padre me hizo ver que no era seguro internarse en el bosque, estaba oscureciendo y no sabían que se podrían encontrar allí. Mi madre me suplicó que no la dejara sola. Así que cedí y me quedé. Una anciana vestida totalmente de negro, se puso a gritar a viva voz que no fueran, que no se adentraran en el bosque. Y empezó a hablar de espíritus malignos y cosas de esas sobre fantasmas. La verdad es que aquella señora logró asustarme mucho. Una mujer más joven, seguramente su hija, la agarró suavemente por los hombros e hizo que se metiera en el tren, diciéndole que no atemorizara a aquella buena gente que iban a buscar a esos niños. Me dormí abrazado a mi madre, pero cuando me desperté, hacía ya tiempo que había amanecido, no estaba a mi lado. Salí al exterior y la vi caminando de un lado a otro con otras mujeres, me pareció escucharla llorar. La abracé para consolarla y le pregunté si papá había vuelto. Sentía una gran nostalgia por él. Me dijo que no, que ninguno de los hombres había regresado todavía. La mañana dio paso a la tarde y seguían sin aparecer. Al anochecer vimos a unos hombres que se acercaban. Echamos a correr a su encuentro, pensando que eran ellos. Pero no era así. Eran gente de los pueblos de alrededor que habían ido en su busca. Resultó que aquella anciana del tren, que les había gritado que no fueran, alertándoles sobre malos espíritus, tenía razón. Aquella buena gente nos relató una leyenda contada por padres a hijos, durante generaciones, y que llevaba una advertencia implícita: nunca te internes en el bosque de noche. Al parecer, al anochecer, unos espíritus malignos, con la habilidad de tomar diversas formas, entre ellas la humana, se aparecen en cualquier parte del bosque a la gente que deambula por allí. Cuando le preguntan cómo salir de allí, las indicaciones que dan son las erróneas, provocando ello, que la gente se adentre más y más, hasta que mueren de sed y de hambre. Los niños del autobús, en un intento de pedir ayuda, se habían internado en el bosque, aquellos espíritus habían tomado una forma infantil como la de ellos, indicándoles el camino equivocado, el camino de una muerte segura. Los hombres también habían caído en su engaño, el camino que les habían indicado los llevó a un gran pantano con arenas movedizas, del que ya no pudieron salir. La anciana murió mientras dormía.

LA ESCRITORA

  Marta llevaba tres días encerrada en su casa, concretamente en su despacho. La muerte de su marido la había hundido en un pozo de pena y d...