viernes, 15 de octubre de 2021

MARÍA

 

La iglesia estaba a tope el día del funeral. Ana y yo habíamos sido sus mejores amigas. Ese día me quedé a dormir en su casa. Ninguna de las dos queríamos estar solas. Estuvimos charlando hasta bien entrada la madrugada, hasta que el sueño nos envolvió y nos quedamos dormidas. Un ruido me despertó. Me levanté. Vi luz por la rendija de la puerta del cuarto de baño. Entré. Vi a Ana delante del espejo mirándose fijamente, estaba pálida y parecía hipnotizada. Había algo más allí, algo que definitivamente no tenía que estar. Proferí un grito agudo y desgarrador que hizo que Ana saliera del trance en el que estaba inmersa. Se desmayó y cayó sobre el frio suelo de baldosas del baño. La llevé hasta la cama. Tardó un rato en despertarse, cuando lo hizo me miró, había tristeza en sus ojos. Le dije:

-María apareció en tu reflejo.

Ella rompió a llorar

- ¿Qué pasó? –le pregunté.

Había escuchado algo en boca de aquel espectro: venganza.

Ana me agarró la mano con fuerza, me hacía daño, pero no la aparté. Sabía que había pasado algo y quería que me lo contara.

-La dejé morir –apartó su mirada de la mía y luego continuó- Habíamos ido a nadar, la reté a llegar hasta una boya bastante alejada de la orilla, sabía que no era tan buena nadadora como yo, y aun así no me importó. A medio camino, un calambre en una pierna le impidió seguir nadando, me gritaba pidiendo auxilio. No fui a ayudarla, me quedé mirando cómo se ahogaba.

La miré horrorizada, aparté mi mano de la suya y me levanté de la cama.

En aquel momento un frío gélido nos envolvió. La almohada, que hasta entonces reposaba inmóvil sobre la cabecera de la cama, se levantó impulsada por una fuerza invisible, situándose sobre la cabeza de Ana. Yo estaba tan asustada que me quedé petrificada ante lo que mis ojos estaban viendo. Ana pataleaba con desesperación, intentando aspirar una bocanada de aire. Se estaba asfixiando. No hice nada para salvarla. María estaba llevando a cabo su venganza.

jueves, 7 de octubre de 2021

EL VELERO

 

Dejó la percha donde estaba el vestido que se pondría esa noche sobre la cama y se fue al baño a ducharse. En menos de una hora la vendrían a recoger. Era la primera vez que salía en mucho tiempo. Desde la muerte de su pequeño. Hacía casi un año de eso. Sus amigas la habían convencido para salir a cenar y tomar una copa. Sabía que le vendría bien y por eso había aceptado. Sus amigas gritaron de alegría y la abrazaron, contentísimas de aquella decisión, prometiéndole que no se iba a arrepentir, que lo pasaría genial.

Se estaba subiendo la cremallera del vestido cuando las luces de los faros de un coche iluminaron su habitación. Pensando que eran las chicas, bajó a abrirles la puerta. Pero en el umbral había un perfecto desconocido. Un hombre que no había visto en su vida. Iba vestido con un traje blanco, un sombrero y unas botas del mismo color. Llevaba algo entre las manos.

Su mundo se vino abajo cuando lo reconoció. Era similar al velero de madera que le había hecho el padre poco antes de morir su hijo. Se convirtió en su juguete favorito. De hecho, lo enterraron con él. El hombre sin mediar palabra se lo entregó. Estaba cubierto de tierra. Vio dos letras grabadas en la madera: J.G. que correspondían a las iniciales de su pequeño, Juan García. La mujer comenzó a llorar presa del dolor. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza, atormentándola. Le gritó con desesperación:

- ¡Has profanado la tumba de mi hijo!

-No se puede profanar una tumba vacía –le dijo él.

Ella lo miró, sin comprender lo que le decía.

El hombre entró en la casa y cerró la puerta tras de sí. Ella empezó a retroceder asustada.

- ¿Quién eres? –musitó.

-Soy un lokopala, un guardián de la tumba de tu hijo. –le respondió- devuélvelo a su lugar y te dejaré en paz.

Ella siguió retrocediendo hasta que su espalda chocó contra una mesa. Temblaba de pies a cabeza.

-No sé dónde está el cuerpo de mi hijo –le gritó ella, desesperada.

Aquel ser clavó su mirada en ella, sus ojos se tornaron rojos. Sintió que su alma quedaba desnuda, dejando al descubierto sus secretos más íntimos. Se sintió vulnerable, indefensa. Pero aun así lo desafió.

- ¡El culpable es su padre, él se lo llevó! –le espetó

- ¡Mentira! –le gritó el ser.

Se escuchó el chirriar de una puerta al abrirse en el piso superior. La puerta de una habitación que ella siempre mantenía cerrada y cuya llave llevaba siempre consigo. Ahí guardaba sus secretos. Los secretos que aquel hombre había descubierto.

A continuación, se escucharon unos pasos.

Desesperada intentó llegar hasta las escaleras y parar lo que estuviera sucediendo allá arriba. Pero sólo quedó en eso, en un intento, porque no se movió del sitio. Una fuerza desconocida la retenía. No se podía mover.

Nadie podía ver aquello, nadie podía descubrir lo que tan celosamente tenía guardado bajo llave. Nadie podía saber que tenía guardados, en aquella habitación, los cuerpos de su marido y de su hijo. Nadie podía saber que había asesinado a su marido y profanado la tumba de su hijo. Nadie podía saber todo aquello. Nadie…

Un grito de terror salió de su garganta.

Un hombre y un niño, asidos de la mano, bajaban lentamente las escaleras.

 

 

 

sábado, 2 de octubre de 2021

EL JUEGO

 

Cada cien años, los demonios que viven en la zona más profunda del averno, los monstruos más despiadados, viles, sanguinarios, macabros y espeluznantes que ningún hombre sobre la faz de la tierra, pudo siquiera imaginar su existencia alguna vez, tienen la oportunidad de salir a la superficie.

La venganza e ira acumuladas durante su encierro, en aquel lugar terrible e inhóspito, se incrementaba con el paso del tiempo, hasta llegar a su punto más álgido. Toda esa maldad, les dio un gran poder, llegando a ser incontrolables y haciendo casi imposible que fueran derrotados.  

Son el mayor tesoro del Oscuro. Alimentados con odio hacia los humanos durante siglos, son la mejor arma que tiene para hacerse con el control absoluto. Pero para ello han de demostrar su valía.

Y qué mejor forma de hacerlo que mediante un juego. Uno macabro y perverso donde lo más importante para ganarlo, no es la forma física, ni la manera de pelear, lo que allí importa son sus ansias de venganza, de matar a sangre fría y demostrar la total ausencia de empatía hacia cualquiera que se encuentre en su camino, sea humano o no.

Satán tiene un plan y para llevarlo a buen fin, necesita a los mejores a su lado.  

El juego tendrá lugar en un campo de fútbol. Se camuflan entre los miles de personas que están viendo el partido. Se introducen en cuerpos al azar, expulsando las almas que habitan en ellos, tarea realizada de manera rápida y sin llamar la atención. El inicio de la segunda parte es el detonante. Los jugadores salen al campo. Los demonios se preparan. Objetivo: Matar el mayor número de humanos. Mujeres y niños cuentan doble.

El juego ha comenzado.

 


OTRO YO

 

Comencé a teclear letras, una detrás de otra, como si la vida me fuera en ello. Las musas, que me habían abandonado hacía un par de día, habían vuelto de la misma manera que se habían ido, sin avisar, pero esta vez cargadas de ideas, personajes y situaciones nuevas para la novela que tenía entre manos. No sé el tiempo que estuve delante del ordenador, pero creo que mucho. Había comenzado a primera hora de la mañana, con los primeros rayos de sol y ya estaba anocheciendo.

Tenía el cuerpo entumecido. El estómago protestaba por la falta de alimento. Decidí hacer un descanso. Fui hasta la cocina. Preparé un bocadillo, bebí un refresco frío que saqué de la nevera y que me alivió la sequedad de la garganta. Me senté ante la mesa mientras comía y pensaba en la novela que, poco a poco, iba tomando forma en mi cabeza. Entonces lo escuché.

El sonido del teclado de mi ordenador. He de decir que estaba solo en casa. Me asusté un poco. Pero aun así me levanté despacio, pensando que mi mente me estaba jugando una mala pasada. Me encaminé hacia mi despacho, donde estaba el único ordenador que había en toda la casa, el que utilizaba para escribir. La puerta estaba entreabierta, la abrí despacio intentando no hacer ruido y sorprender así a quien fuera que estuviera escribiendo, pero…. no había nadie. Me acerqué hacia la mesa. Lo último que había escrito seguía allí en la pantalla. Dejé escapar un suspiro de alivio y decidí no darle más importancia a todo aquello. Me estaba encaminando hacia la puerta cuando un ruido en la cocina me alertó. Vi un bocadillo recién hecho sobre la encimera de la cocina, así como una lata de refresco abierta a su lado. Se trataba de un bocadillo similar al que ya me había comido y una lata del mismo refresco que había bebido. No sabía lo que estaba pasando y estaba realmente desconcertado.

Salí de la cocina y me encerré en mi despacho. Necesitaba aclarar las ideas. Me senté ante el ordenador y me puse a escribir intentando que mi mente olvidara lo pasado. Estaba terminando el segundo párrafo, cuando la puerta de mi despacho, que había dejado entreabierta, se abrió lentamente. Escuché unos pasos acercándose. Vi un hombre. Otro yo.

jueves, 30 de septiembre de 2021

CAJAS

 

Una furgoneta de reparto se detuvo delante de la comisaría. Un joven ataviado con un buzo amarillo y una visera del mismo color, se apeó de ella.

Abrió la puerta trasera, sacó una carretilla de mano de su interior y empezó a apilar cajas, hasta un total de cuatro. Todas de madera y del mismo tamaño. Cada una de ellas tenía un número en la parte superior.

En la entrada, un policía le firmó la nota de entrega. El joven las dejó en el suelo y antes de irse le dio un sobre blanco, cerrado, con el nombre del comisario escrito en la parte delantera.

El policía, le entregó en mano la carta al comisario que estaba en su despacho. Mientras la leía, su semblante se tornó blanco como la cera, e inmediatamente ordenó a gritos que encontraran aquella furgoneta y al tipo que había hecho la entrega.

Se procedió a abrir las cajas. La nota decía: «Me gusta matar y lo hago a sangre fría y con una saña desmesurada que me provoca un inmenso placer. Disfruté viendo el miedo en los ojos de estas mujeres al saber que iban a morir. ¿Quién te hará la comida hoy?”

En cada caja había una cabeza, todas eran de mujeres. Una de ellas pertenecía a la esposa del comisario.

sábado, 25 de septiembre de 2021

NO MENTIRÁS

 

Me gustó ir a la playa, fue fantástico. Sabía que mis padres querían que me olvidara del accidente del autobús, dónde todos mis amigos del instituto murieron, cuando íbamos de camino a una granja con la idea de interactuar con los animales y conectar con la naturaleza. Por ello me habían obsequiado con aquel fin de semana tan especial. Me olvidé de todo por unas horas. Fue estupendo. Incluso disfruté muchísimo al subirme a un tobogán enorme, dejando atrás mis miedos y mi vértigo. Sinceramente creo que, si les hubiera pedido ir a Bélgica no se hubiesen negado. Harían cualquier cosa con tal de verme sonreír de nuevo.

Les había mentido. Yo, no iba en el autobús. Ese día por la mañana, había hecho una mochila y mi intención era fugarme de casa. Subí los escalones que daban al acceso a la estación de autobuses, pero no llegué a cruzar la puerta. No sabía cuál tomar, porque no sabía a donde ir. Así que me puse a caminar.

Hice autostop y me recogió un hombre de unos treinta años, que tenía todas las trazas de ser un ejecutivo, por el traje negro que llevaba, el perfecto corte de pelo y unas uñas bien cuidadas. Me dijo que iba al norte si me venía bien, le dije que sí. Tomamos una carretera estrecha y con muchas curvas. Desde la ventanilla del coche podía ver la enorme pendiente rocosa que empezaba donde terminaba el ancho de la carretera. Un despiste y…

Comenzó a hablar sin parar de astronomía, de estrellas y de constelaciones, supe por el número de veces que la nombró, que le fascinaba la constelación de Andrómeda. Tras más de una hora parloteando sin parar, dejó de hablar. Me miró de soslayo y su mano se posó sobre mi muslo izquierdo. Se estaba poniendo muy mimoso, emitía soniditos extraños mientras iba escalando centímetros por mi pierna. Le dije que parara el coche. Me miró con odio, pero lo hizo al cabo de unos metros, insultándome cuando me bajé dando un portazo.

En ese momento, al girar la cabeza para ver si venía algún coche que pudiera parar, vi acercarse el autobús en el cual tendría que ir.  Me puse delante e hice señas para que parara. El conductor al verme pisó el freno. Perdió el control del autobús, se salió de la carretera, precipitándose al vacío. Maté a mis compañeros.

Corrí como no lo había hecho nunca hacia el lugar del accidente. Escuché gritos y alaridos de dolor. Aquello era un infierno. Nadie podía saber lo de mi aventura. Así que decidí auto infligirme unos cortes y unos cuantos golpes con unas piedras. Tumbada sobre el arcén esperé la ayuda. Una mariposa se posó sobre mi nariz unos segundos para luego seguir volando hacia donde fuera que tenía que ir. 

Llegó la policía. Un reconocimiento exprés bastó para diagnosticarme una conmoción y subirme a una ambulancia que acababa de llegar. Venían más de camino, acompañadas de los bomberos. Antes de subir vi un reptil en el momento justo que desaparecía reptando tras unos matorrales.

La policía tomó notas de mi declaración, de la sarta de mentiras que les conté. Era la única superviviente. Mi foto salió en las cadenas locales y nacionales de la televisión, así como en la prensa y programas de radio. Me pedían entrevistas que, rechacé amablemente, objetando que no estaba preparada para ello, en realidad los que hablaban por mi eran mis padres. Estaba viviendo una farsa que se estaba haciendo cada vez más y más grande.

Tras un día en el hospital me dieron el alta, a tiempo para asistir al funeral de mis amigos. No podía dejar de sentirme culpable. E incluso podía ver odio en los ojos de aquellos padres desconsolados y rotos de dolor por la pérdida de lo que más querían.

A la vuelta de aquellas vacaciones, decidí hacer las cosas bien y confesarles a mis padres lo que había pasado. Pero antes tenía que ir al cementerio y pedirles perdón a mis compañeros de clase.

Estaba anocheciendo cuando traspasé la puerta de hierro del camposanto. Al cruzar el umbral ésta se cerró de golpe a mis espaldas. Di un brinco por la sorpresa y el miedo que me causó. Los vi. Delante de mí, había quince chavales observándome. Asustada comencé a caminar hacia atrás. Mi espalda se topó con la puerta, cerrada por alguna fuerza desconocida.

Comenzaron a acercarse a mí, mientras repetían una y otra vez:

- ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!

Aquella palabra retumbaba en mi cabeza, volviéndome loca. Los tenía tan cerca que podía sentir sus alientos putrefactos, en mi cara.

Se abalanzaron sobre mí.

 

NO ROBARÁS

 

Lo de robar, comenzó como un juego, siendo un chiquillo. Empezó robando caramelos, gomas, lápices, cosas pequeñas que podía esconder, sin problema, en los bolsillos del pantalón o su cazadora. Ç

Al ir creciendo sus gustos también cambiaron y pasó a robar revistas pornográficas y alguna que otra lata de cerveza. Siempre le había resultado fácil hacerlo así que, el día que lo pillaron, fue una verdadera sorpresa para él. Pero sólo recibió una reprimenda, una semana expulsado del instituto y un disgusto para la buena de su madre.

Por aquel entonces vivían en un pueblo pequeño y todos se conocían. Él tenía un sueño: salir de allí e ir a vivir a la ciudad. Su madre trabajaba en la biblioteca y el sueldo, si bien no era mucho, les ayudaba a salir adelante. Siguió robando, no podía dejarlo, era una adicción para él, no podía pasar sin el subidón que le producía aquel chute de adrenalina corriendo por sus venas, cuando robaba.

Había conseguido algún dinero que guardaba celosamente para el día que se largara de aquel miserable pueblo. Gracias a él, en la ciudad consiguió sobrevivir unos días hasta que encontró trabajo en una cadena de comida rápida. Era un joven amable, bien parecido y hacía muy bien su trabajo. Nadie lo conocía. No le costó adaptarse.

Le gustaba pasear por la ciudad, ver los lugares donde sería más fácil hacerse con lo ajeno y sobre todo le gustaba vigilar a la gente. Era metódico y paciente. No lo volverían a pillar, de eso estaba más que seguro.

Un día, la madre de su jefe murió. Acudió al tanatorio a dar el pésame. Nunca había estado en un entierro en la ciudad. En su pueblo no había lugares como aquel, se velaba el cuerpo en la casa del fallecido. La caja estaba abierta. Se acercó para ver el cuerpo que descansaba en ella. La señora era muy mayor. Había muerto mientras dormía. Llevaba varios anillos en sus dedos y una cadena adornaba su arrugado cuello, todos eran de oro. Le pareció la idiotez más grande que hubiera visto jamás, enterrar a alguien con sus joyas, pudiendo sacar partido de ellas, sobre todo económico. Acompañó a su jefe y su familia al cementerio donde enterraron a la anciana. Tras el entierro alquiló un coche, compró una pala y esperó a que oscureciera. Saltó la verja de hierro del camposanto y cavó la tumba de la madre de su jefe. Le resultó fácil, era joven y estaba en forma. Abrió el ataúd y sin ningún reparo le quitó las joyas a la difunta. Volvió a colocar la tierra en su sitio y se largó de allí.

A partir de ese día, en su tiempo libre, visitaba las funerarias de la ciudad.  Nadie se fijaba en él. En una de ellas, hasta le dieron el pésame, pensando que era el nieto del fallecido. Observaba los cuerpos que descansaban en sus cajas Si había joyas iba con la comitiva al entierro, sino había nada interesante, se largaba. Moría mucha gente cada día y a veces “trabajaba” varias noches seguidas.

Un día se encontró sólo, no había nadie en aquella sala donde estaba expuesto el difunto, un señor muy mayor, podría tener cien años tranquilamente, teniendo en cuenta la cantidad de arrugas que surcaban su cara. Le preguntaron si era de la familia. Él nervioso, no supo que decir. El dueño de la funeraria lo miró con compasión y le dijo que su abuelo había dejado todo pagado y listo para su entierro. Respiró con verdadero alivio. Se fijó en su “abuelo”. Llevaba un reloj en la muñeca de su mano izquierda. Brillaba mucho. Podría jurar que era de oro. Escuchó pasos tras él y fingió que lloraba, se le daba bien fingir. El de la funeraria, se acercó al difunto, le sacó el reloj y se lo entregó a él, diciéndole que era suyo, sería un grato recuerdo de su abuelo ¡No lo podía creer! ¡No tendría que cavar para obtenerlo! Lo observó embelesado. Pesaba mucho. Era de oro seguro, le darían un dineral por él. Se dio cuenta de que no funcionaba. Se había parado a las 12. No importaba, pensó, se lo comprarían de igual manera. Se fue a su casa. Pasó la tarde limpiando e intentando ponerlo en hora, sin conseguirlo.

Se despertó con el sonido del móvil. Era una llamada. Miró la hora. Siete de la mañana. ¿Quién lo llamaba un sábado tan temprano? Logró emitir un “hola” somnoliento.

Escuchó una voz lejana, ronca, desagradable que le decía:

- ¡Devuélveme el reloj!

Se levantó de un salto de la cama, soltando el teléfono que tenía entre las manos, a causa del terror que lo invadió de pies a cabeza.

El teléfono volvió a sonar. El mismo número desconocido.

- ¡Devuélvemelo!

Quien estuviera haciendo aquellas llamadas de mal gusto se iba a quedar con las ganas de tenerlo, porque no pensaba deshacerse de él. Se vistió a toda prisa y cogió el reloj con la intención de venderlo cuanto antes.

Por primera vez desde que se lo había dado el de la funeraria se lo puso en la muñeca. Entonces sucedió. Se sintió aturdido, mareado, la habitación empezó a girar a su alrededor. Cayó tendido en el suelo mientras múltiples imágenes iban pasaron por su cabeza como si fuera una película. Imágenes cada vez más y más desagradables. Veía un hombre atando y amordazando mujeres muy jóvenes, casi unas niñas, para luego violarlas y matarlas a sangre fría. Había un detalle, aquel hombre llevaba un reloj igual que el que tenía. Y pudo ver la hora que marcaba.

Se despertó bañado en lágrimas y sudor. Tenía que llamar a la funeraria y preguntarles quién era ese hombre aun sabiendo que, su mentira quedaría al descubierto. Cogió el móvil, se había quedado sin batería. Tenía el cargador sobre la mesilla de noche. Se acercó para cogerlo, pero llegó tarde. Aquel anciano que debería estar metido en una caja, apareció frente a él con el cargador en la mano. Gritó presa del pánico e intentó huir, pero el viejo fue más rápido y lo atrapó. Le pasó el cargador por el cuello apretándolo con una fuerza descomunal, impensable en un hombre de su edad.

La policía lo encontró colgado de la lámpara de su dormitorio. En el informe escribieron la palabra, suicidio. Hora de la muerte: 12 de la mañana.

 

 

MASACRE

  —¿No los habéis visto? Gritaba una mujer enloquecida corriendo entre la muchedumbre congregada en la plaza de Haymarket el 1 de mayo, conm...