Decidieron hacer un
viaje por el interior del país, recorriendo los pueblos, buscando mitos,
leyendas e historias que les pudieran contar la gente que vivía en ellos. Ana y
Juan eran pareja, trabajaban para una revista especializada en viajes como
colaboradores. Tenían un proyecto entre manos, necesitaban recopilar toda la
información que pudieran, para llevarlo a cabo, así que un sábado por la mañana
se pusieron en camino en la vieja furgoneta que tenían que era un milagro que
siguiera funcionando.
El tiempo parecía
acompañarlos. La primavera había llegado para quedarse, se plasmaba su
presencia en el verde de los campos y en las flores que veían por doquier de
todos los colores y tamaños. Los pájaros trinaban con más fuerza que nunca y
los árboles frutales estaban floreciendo.
La acogida de las
gentes de los pueblos que visitaban, era cálida y acogedora. Y en los tres días
que llevaban de viaje ya tenían mucho más material del que habían imaginado
cuando emprendieron aquella aventura.
Llevaban anotados en
una libreta los pueblos que tenían pensado visitar. Ana la consultó, faltaban
sólo tres pueblos. Uno de ellos estaba a pocos kilómetros de donde se
encontraban. Se encaminaron hacia allí. A pocos metros del pueblo las cosas empezaron
a cambiar. La vegetación cambió de repente, pasando del verde de los prados, a
una zona árida, sin vida. No se oía el trinar de los pájaros, ni se apreciaba atisbo
de vida alguno. En la entrada del pueblo había un cartel que rezaba:
BIENVENIDOS A TALOS, PUEBLO MINERO.
Las casas estaban
cubiertas de hiedras venenosas y espinos. El pueblo tenía el aspecto de estar
vacío, abandonado, con signos más que visibles de derrumbe y deterioro.
Recorrieron la calle
principal, con el corazón sobrecogido.
Las luces de las
farolas estaban rotas, los cables de la electricidad arrancados y tirados por
el suelo.
Se estaban poniendo
nerviosos, aquel sitio les causaba escalofríos, se miraron y sin mediar palabra
supieron que tenían que irse de allí lo más rápido posible. Juan pisó a fondo el
acelerador de la furgoneta, la imperiosa necesidad de alejarse de aquel lugar
era acuciante. Entonces lo vieron. Un hombre, sentado en una silla delante de
una casa. Tenía algo entre las manos, pero no podían ver con claridad lo que
era desde donde estaban.
Juan paró la furgoneta,
dando un frenazo a escasos metros de aquel hombre, que pareció no darse cuenta.
Era un anciano, con el cabello largo y la barba blanca y espesa. Entre las
manos tenía un cuchillo. Delante de él había una mesa, en ella descansaba una
figura de unos veinte centímetros, con la forma de un hombre, Juan vio el
parecido que tenía con ella, el hombre en esos momentos tallaba un trozo de
madera con la forma de una mujer, sorprendentemente se parecía mucho a Ana.
Se bajaron de la
furgoneta y se dirigieron hacia él. El hombre ajeno a todo lo que le rodeaba,
ni levantó cabeza para observarlos, sólo cuando ellos le saludaron, el masculló
algo entre dientes, parecido a una maldición. Ana y Juan visiblemente nerviosos
se acercaron un poco más a aquel hombre, con cautela. Éste, por fin, levantó la
mirada y los observó detenidamente, parecía enfadado.
-No deberían estar
aquí –les dijo.
-Sentimos mucho
molestarle –se disculpó Juan- estamos recorriendo los pueblos del interior del
país. Hablamos con la gente y les animamos a que nos cuenten historias
relacionadas con ellos, sobre crímenes, fantasmas, todo eso. ¿Le importa que le
haga unas preguntas?
El silencio del
hombre hizo que Juan pensara que no era una negativa así que se aventuró a
seguir preguntándole:
- ¿Qué pasó aquí?,
hemos visto que el pueblo está abandonado.
El hombre miró a su
alrededor y dijo:
-Está oscureciendo,
es mejor que entremos en casa –sentenció.
Ana y Juan lo
siguieron al interior de la vivienda. Era sencilla, los muebles se veían viejos
y ajados, pero estaba todo muy limpio y ordenado. Los llevó hasta la cocina. Se
sentaron en penumbra, aquel hombre no hizo ni el amago de encender una luz. Eso
les pareció raro a Ana y a Juan, había una nevera que funcionaba, así que tenía
que haber electricidad en aquella casa. ¿Por qué aquel hombre no encendía la
luz? Miraron la lámpara que colgaba del techo y vieron que le faltaba la
bombilla y pensaron que seguramente sería así en el resto de la casa.
-Pase lo que pase
aquí a partir de ahora, no enciendan ninguna luz, si quieren seguir con vida,
no se olviden de lo que les acabo de decir.
Ana y Juan se miraron
entre ellos sin entender lo que estaba pasando. El hombre les sirvió café, se
sentó con ellos y comenzó a hablar.
“Hubo un tiempo en
que este pueblo era rico y próspero. Teníamos una mina de carbón que alimentaba
a muchas familias. Los hombres trabajaban de sol a sol, pero no les importaba
porque aquello significaba que sus hijos y sus mujeres no pasaran hambre.
Durante años fueron cavando y cavando metros y metros de profundidad, alguno que
otro bromeaba diciendo que a ese ritmo llegarían hasta el mismísimo infierno -soltó
una carcajada mostrando una dentadura sucia y negra- Y no se equivocaron en sus
predicciones. Un día se encontraron con algo inusual en una mina de carbón, o
en cualquier otro sitio, ya puestos. Sus picos y palas se toparon con algo,
que, por el ruido que producían parecía de metal, y así fue. Siguieron cavando
hasta que se toparon con diez ataúdes enterrados muchos años atrás. Los sacaron
al exterior. Estaba anocheciendo. Los pusieron en hilera delante de la mina,
para que todo el pueblo pudiera contemplarlos. Iluminaron el lugar poniendo los
coches de manera que los faros encendidos arrojaran luz sobre ellos. Entre los
curiosos se encontraba una mujer, muy anciana, que vivía en ese pueblo desde mucho
tiempo, antes incluso de que vivieran los abuelos de los allí presente. Nunca
ocultó sus poderes curativos y de predicción. Todos, sin excepción, la
respetábamos y la temíamos. Desde niños habíamos oídos infinidad de historias
sobre ella, nada buenas, la verdad, pero si la respetabas, ella hacia lo mismo,
pero pobre del que se cruzara en su camino, -el hombre sacudió la cabeza, luego
prosiguió- Esa mujer se acercó a los ataúdes allí postrados. Con ayuda de los
hombres allí presentes, levantó una de las tapas. Al ver aquel cuerpo, la
expresión de su cara se tornó en puro terror. De dentro salió un humo negro que
quedó flotando sobre el cadáver. La policía había llegado, intentaban abrirse
paso entre la multitud allí congregada. Estaban llegando hasta los ataúdes
cuando se escuchó un estruendo, como si una bomba hubiera estallado. La mina
explotó, menos mal que ya no quedaba nadie dentro, sino aquello hubiera sido
una catástrofe. Pero lo peor estaba por llegar. Las tapas de los ataúdes se
abrieron en el momento de la explosión. Humos negros salieron de cada uno de
ellos, quedando flotando sobre los cuerpos. El miedo nos dejó petrificados, no
nos podíamos mover, aunque quisiéramos, aquel humo negro empezó a tomar forma.
La bruja nos gritaba que no los mirásemos a la cara. Pero eso es lo que hacían
la mayoría, mirarlos. Yo estaba de espalda a ellos, y no podía ver la cara de
esas figuras fantasmagóricas. Entonces ocurrió algo que va más allá de
cualquier entendimiento. La gente empezó a quemarse, reduciéndose a cenizas en
poco tiempo. Los que pudieron reaccionar ante lo que estaban viendo escaparon
despavoridos. Noté que me agarraban de un brazo y tiraban de mí. Yo por aquel
entonces era joven y fuerte, pero aquella mano tenía más fuerza que veinte
hombres juntos. Miré y era aquella anciana que me arrastraba con ella hacia el bosque.
Corrimos como almas que lleva el diablo, no sé cuánto tiempo, pero fue mucho,
me dolían los pies y me faltaba el aire. Entonces llegamos a un claro, nos
sentamos sobre unos troncos caídos y allí me explicó que era todo aquello.
Aquellos cuerpos allí enterrados pertenecían a gente de la peor calaña,
asesinos, ladrones y violadores. Estaban bajo una maldición, estarían
enterrados en la oscuridad por toda la eternidad junto con sus almas. Lo que
habíamos hecho, era quebrantar aquella maldición al desenterrarlos, y al abrir
los ataúdes las habíamos liberado. Yo me estremecí. Pero ella continuó hablando
obviando el pánico que iba creciendo en mi interior. Al ser seres oscuros,
odiaban la luz, al impactar contra ellos la devuelven en forma de calor
haciendo que se quemen y queden reducidos a cenizas.
Bebió el café de la
taza, mientras en la cocina se había hecho un silencio casi sepulcral. Ana y
Juan se miraron sin poder creerse aquella historia. Pero no dijeron nada. Ellos
también apuraron su taza. El anciano continuó hablando:
Yo quise volver al
pueblo y ver si mi familia seguía con vida. Pero en todas partes había cenizas
y más cenizas, no quedaba nadie con vida. Intenté irme, varias veces para ser
exactos, pero cuando pongo un pie fuera de los límites del pueblo, siento un
calor tan grande que me provoca quemaduras. Se remangó el jersey que llevaba
puesto y les mostró unas marcas en la piel, que se veía claramente que eran
producidas por el fuego.
Ésta es mi casa, en
la que nací y compartía con mis padres y mis hermanos, aprendí a vivir con esos
seres, si no hay luz, no hay peligro. Sólo se acercan al anochecer. La luz del
sol les hace daño. Ana le preguntó de dónde sacaban la comida, porque no habían
visto un solo animal, ni vida alguna desde que habían entrado en el pueblo. Un
ruido a sus espaldas los sobresaltó, intentaron levantarse, pero sentían las
piernas muy pesadas como si fueran bloques de cemento, empezaron a sentirse
mareados y somnolientos. Detrás de ellos apareció una anciana, de una edad
indeterminada. Se dieron cuenta de que era aquella bruja que le había salvado
la vida a aquel hombre. Portaba un hacha en su mano derecha que descargó sobre
el hombre, luego sobre la mujer. La respuesta a la pregunta de Ana había
llegado para desgracia de ellos.