Llevaba un tiempo en la cárcel, menos de la mitad de la
condena que le habían impuesto. Cada día se le hacía más difícil seguir allí.
Cada noche cuando apagaban las luces de la penitenciaria, tramaba una y otra
vez el mismo plan, acabar con la vida de su esposa. La que lo había metido
allí. En realidad, él solo se había metido en aquello, pero era más fácil
culpar a otros de sus errores. El insomnio acudía día sí y día también a su
celda. Se metía en su cabeza a hurtadillas, al caer la noche, para quedarse.
Recreaba una y otra vez la manera en que le sesgaba la vida a aquella mujer,
que tanto había amado. La madre de su hija, a la que tuvo que matar, con tan solo
cinco años. Él no quería hacerlo, pero ella lo había incitado a ello al negarse
a volver con él. Por aquel motivo estaba allí. Su vida no tenía sentido
mientras ella estuviera vida. Era como un cáncer para él, tenía que acabar con
ella. Ella era la culpable de todo. No dormía pensando en que estaba en brazos
de otro hombre, riéndose de él, pensando que había ganado porque lo habían
pillado y encerrado. Disfrutando de aquel amor sin acordarse si quiera de su
hija, la que tuvo que sacrificar por su amor. Pero tenía un plan. Había leído mucho
sobre aquello en la biblioteca que tenían en la cárcel, tiempo no le faltaba, y
poco a poco su plan se fue formando de manera nítida y clara en su cabeza.
Ahora sólo tenía que encontrar el momento de entrar en acción y sabía cuándo y
dónde.
Empezó con pequeñas molestias, exagerando un poco los
dolores. Idas y venidas a la enfermería. Seguía insistiendo a pesar de que le
decían que no tenía nada. Les amenazaba con que un día sería tarde cuando
descubrieran que realmente estaba muy enfermo. Llegó a estar más en la
enfermería que en la celda. Le gustaba estar allí, estaba casi siempre solo, y
lo trataban muy bien. La comida era mejor que la que le daban habitualmente.
Casi siempre era lo mismo, decía que le daban taquicardias y ansiedad, que le dolía
mucho el pecho. Simulaba un infarto, conocía todos los síntomas previos a ello.
Era tal su hipocondrismo que al final le hicieron caso.
Ella estaba en la cocina preparando la comida, cuando
escuchó hablar al locutor de la radio, sobre el ingreso en el hospital de un
preso por posibles problemas cardíacos. Al escuchar el nombre, tuvo que
sentarse para no caer. La aceleración del corazón se fue incrementado por
momentos y un torrente de lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, formando
un pequeño charco de agua sobre la mesa. Se había creído a salvo. La pesadilla
había comenzado de nuevo. Lo conocía bien y sabía que aquello era fingido. Se
puso en contacto con la policía aun sabiendo de antemano la respuesta que le
iban a dar. Pero tenía que hacerlo. También llamó a su abogado. Ninguna de las
respuestas que les dieron la satisfizo demasiado. Sabía, como siempre había
ocurrido, que estaba sola. El buscaría la manera de acercarse a ella, eludiendo
cualquier seguridad. También sabía que tardaría en buscarla, se había cambiado
de nombre y de país, pero sólo era cuestión de tiempo, que la encontrara. Ese tiempo
jugaba a su favor, tenía que huir de nuevo. Lo que ella no sabía es que no
estaba sola. Había un policía que velaba por ella. Un hombre que se había
interesado por su caso, y que a pesar de haber encerrado al culpable no dejaba
de hacer un seguimiento exhaustivo de él. Sabía que aquello era puro teatro, la
única posibilidad, que veía para poder escapar. Se puso en contacto con ella y
urdieron un plan. Una de las enfermeras que lo atendía en el hospital era
policía. Él, por supuesto, no lo sabía. Cualquier visita que recibiera estaba
grabada. Sólo tuvo una, un ex presidiario, que se hizo pasar por un familiar.
Había sido su cómplice fuera de la cárcel, buscó a su mujer, y la encontró.
Eran lo suficientemente listos para no hablar en voz alta del asunto. Pero las
cámaras captaron cómo le entregaba algo bajo las sábanas, una nota. El hombre
lo leyó, se lo volvió a dar y éste lo destruyó en el baño. Era la nueva
dirección de la mujer. Había que actuar
con rapidez. Al caer la noche. El preso se escapó. El cómplice lo esperaba
fuera con un coche en marcha. A pocos metros un coche los vigilaba. El preso
llegó a la casa de la mujer. Se encaminó hacia la parte trasera. Intentó abrir
una de las ventanas. Probó dos, sin éxito, pero la tercera cedió. Entró.
Extrajo una linterna del bolsillo derecho del pantalón y fue iluminando el
suelo a su paso. En el otro bolsillo llevaba una pistola, con el cargador
lleno, dispuesto a vaciarlo sobre a aquella mujer que le había amargado la
vida. Seguramente, también tendría que utilizar varias de esas balas, para
matar al hombre que compartía cama con ella. Subió despacio las escaleras que
llevaban a la planta de arriba. Había cuatro puertas, pero una de ellas le
llamó la atención estaba entreabierta, su mujer nunca dormía con la puerta
abierta, era, es, claustrofóbica. La empujó despacio, vislumbró su silueta en
la cama. Su melena rubia descansaba sobre la almohada. Se acercó a la cama,
despacio, sin prisa, queriendo saborear ese momento que tanto había anhelado. Sacó
la pistola. En ese mismo instante, se encendieron las luces y un hombre a sus
espaldas, se abalanzó sobre él, otros tres lo estaban apuntando con sus pistolas.
Un cuarto, vestido de paisano, echó hacia atrás la ropa de la cama, allí no
estaba su mujer, era un maniquí.